Me gusta pensar que el nacimiento del “mesías” en un pesebre, en un lugar pobre y sin boatos, es un signo de humildad, pero especialmente de sencillez. Como sencillo es el acontecimiento y como sencillos fueron los pastores que acompañaron aquel hecho. Esa sencillez cobija toda la existencia de ese hombre y puede ser una lección de vida para muchos de nosotros.
Y lo afirmo porque, especialmente en esta época, todo parece ir en contravía de la sencillez. Un solo caso: las demandas del mercado y de una obsesión por el consumismo han ido llenando nuestra mente de necesidades inútiles. Cada día nos atiborramos de cosas, a sabiendas de que en poco tiempo serán caducas o inservibles. Y ni qué decir, de la copia apresurada de modelos ajenos, de un esnobismo por estar a la moda, pero sin saber bien el beneficio o las consecuencias de tal remedo. Nos hemos impuesto el sobrepeso de la apariencia, perdiendo la autenticidad.
La imagen del pesebre, decía, puede ayudarnos a reflexionar sobre el valor que damos a los productos que compramos de manera innecesaria. ¿Realmente necesitamos lo que adquirimos con tanta ansiedad? Tal vez deberíamos incorporar a nuestra voluntad una fuerza de contención para no ceder tan fácilmente a lo que ofrece la propaganda en los múltiples canales. Privarnos de comprar lo suntuario podría ser una prueba a la que sometamos nuestro espíritu. Saber vivir con lo necesario, restringirnos, con el propósito de sacar un mejor provecho de otros asuntos diferentes a la posesión de mercancías.
Aprender a disfrutar, por ejemplo, de cosas sencillas como las actividades espontáneas qué tanto hemos dejado de hacer por andar corriendo detrás de lentejuelas y baratijas. Gozar de ver crecer los hijos, de compartir un humilde alimento, de caminar con alguien que amamos, de ver el esplendor de algunas tardes o la maravilla de un nuevo día. Disfrutar de una charla íntima y sincera que, en su misma simplicidad, comporta la satisfacción de lo esencial y duradero. Regocijarnos por tener aún vivos a aquellos que nos dieron la vida o gozar las bondades de la buena salud. Todo eso no requiere de grandes inversiones, son cosas tan sencillas de hacer o alcanzar y, lo más importante: son asequibles a todas las personas.
Obvio, vivir sencillamente, descubrir el goce de lo esencial, es volver a jerarquizar nuestras opciones y nuestras necesidades. ¿Qué es lo fundamental?, ¿qué vale la pena priorizar?, ¿dónde está lo importante, que merece protegerse y esforzarnos por alcanzar? Si esta actitud tomamos, muy seguramente descubriremos que hemos estado viviendo vidas prestadas o que hemos empleado los mejores años de nuestra existencia en asumir roles o maneras afectadas, en perder nuestra “esencia”, en entrar en una dinámica de imitaciones que han ido vulnerando y pervirtiendo nuestra sinceridad. Pero si la sencillez está en la médula de nuestro carácter lograremos resistirnos a las tentaciones de la apariencia.
En ese mismo sentido, ser sencillos en el trato con los demás, sencillos y francos, sirve para que las otras personas no se sientan excluidas o despreciadas. Cuando la sencillez está en la manera de relacionarnos, en el modo de comportarnos con nuestros semejantes, brota el trato digno y la simpatía. Muchas veces, son nuestras posturas altaneras, pomposas, las que conducen a que el colega o el vecino se sientan menospreciados. Tal vez no nos damos cuenta, pero el negar un saludo, presumir de nuestras riquezas, ignorar al pobre o humillar al que tiene un cargo subordinado, va creando una semilla para el resentimiento, para la agresión y el desquite soterrado.
Retornemos a nuestro punto inicial y recapacitemos en esto: las personas sencillas procuran ser auténticas; no ostentan, viven de acuerdo a sus ingresos económicos; tampoco simulan ni entran en el juego del quedar bien. Sus acciones están en concordancia con sus posibilidades y sus limitaciones. Las personas sencillas son menos influenciables por el cotilleo del qué dirán y no tienen vergüenza ni de su origen, ni de su país, ni de sus costumbres. Las personas sencillas merman el exceso de “refinamiento”, de artificio social, para no complicarse tanto el día a día, para hacer más leve la travesía existencial y descubrir la riqueza de las personas y el regalo de la vida.