Ilustración de Valeria Petrone

Ilustración de Valeria Petrone.

Hay en navidad una sobreabundancia de muestras de afecto, de fraternidad, de amor. No se escatima en abrazos, en frases de cariño y en deseos porque la alegría, la buena fortuna o la prosperidad colmen los corazones y habiten en las familias. Una ola de simpatía inunda los rostros, y las manos están dispuestas para la afabilidad o la reconciliación.

Esa es parte de la magia de estas fiestas de fin de año. Hay una inclinación positiva para llegar al otro, para ponernos en actitud de escucha y socorrer al más necesitado. La fuerza del amor resuena con la misma efusividad de la música decembrina, y en todos los ambientes se respira un clima de convivencia. Hay una actitud favorable para la cercanía, para la renovación de los compromisos, de la amistad o el afecto que se conjuga con los alumbrados y las decoraciones multicolores.

Pensar en la fuerza vivificante del amor no deja de ser un motivo interesante. El amor abre caminos donde ninguna obligación puede hacerlo; el amor tiende puentes sobre el vacío de lo imposible; el amor da fe al descreído y esperanza al desesperado. Su vigor está en proveernos de un ímpetu para sortear lo que la enfermedad o el dolor ponen como obstáculos insalvables. El amor nos impulsa a sobreponernos y a entrar en comunión con el rechazado o tocado por la desgracia. Quien ama no denigra; quien ama tiene siempre ante sí a un hermano. Es del amor entrever semejanzas más que diferencias. Quien bien ama crea escenarios para que otro sea en plenitud; sin egoísmos ni regateo de esfuerzos. El amor, cuando es genuino, libera y no esclaviza; abre horizontes, cultiva sueños ajenos, mantiene complicidades esenciales entre los espíritus.

Es sabido que una de las claves para llenar nuestro pecho de esta fuerza amorosa está en el hogar, en la crianza. ¡Qué importante es ofrecer y decir lo mucho que queremos a los hijos!; esas criaturas deben saberse amadas para que, después, establezcan relaciones altruistas, se sientan generosas para ofrecer cariño y ternura a los demás. Es en el hogar donde se construyen los cauces para que después fluya el amor sin prevenciones, sin talanqueras. No hay que escatimar, entonces, brindar en esos primeros años manifestaciones de amor a borbotones. Volverlo gesto, caricia, reconocimiento. Esta impronta de ser amados nos acompañará toda la vida y otros serán los beneficiados de tal certidumbre.

Tendríamos que ser menos parcos en manifestar el amor que sentimos. Atrevernos a extrovertirlo sin temor al ridículo o la burla. Reiterárselo a nuestros padres que, en la medida que envejecen, más lo necesitan; recordárselo a nuestra pareja, especialmente cuando pasan los años; hacerlo extensible a los que nos colaboran o a aquellos que son un brazo permanente para alcanzar nuestras metas más importantes. Aquí el amor toma el rostro del agradecimiento. Decirlo, escribirlo, volverlo rito, compartirlo… Todo ese amor es esencial para que circulen los vínculos humanos y se mantenga en movimiento, sin oxidarse, el mecanismo sensible de la sociedad.

Aunque deberíamos también, y más en estos tiempos de la prisa y lo desechable, abogar para que el amor no se contamine de lo utilitario. Defender a como dé lugar los compromisos y la lealtad, la sinceridad y el mutuo respeto. No es bueno corromper o dejar que el amor se vuelva cualquier cosa, que terminemos confundiéndolo con el placer casual o la satisfacción inmediata. Cuando es verdadero, el amor nos compromete e implica una fidelidad a nuestras elecciones; no salimos indemnes de una relación amorosa si en ella ponemos nuestra historia y nuestros secretos. Porque amar, en esencia, es abrirnos, descubrirnos, desnudar el alma y quedar, de alguna forma, indefensos. Por eso cuidar el amor que ofrecemos o recibimos es hoy tan necesario; porque es escaso, y porque si se siente rebajado huye de nosotros.

Dejemos que este clima amoroso de la navidad llegue a nuestros hogares; permitamos que este aire bienhechor airee nuestros corazones solitarios; celebrémoslo con los brazos abiertos: por la gratuidad del encuentro, por la certidumbre de una promesa, por el milagro de poder confiar en otra persona, por la alegría de compartir nuestra esquiva libertad.