Tomasz Alen Kopera

Ilustración de Tomasz Alen Kopera.

Abrazar a alguien continúa siendo uno de los gestos mayormente utilizados por los seres humanos para mostrar o rubricar una variedad de afectos, sentimientos y pasiones. Dediquemos, entonces, unos párrafos a explorar en esta acción o rito de cariño.

La prioritaria utilidad de abrazar, su sentido básico, es el de exaltar o refrendar el amor por alguien. Abraza la madre a su hijo, el hermano a la hermana, el abuelo a su nieto. Ceñimos los brazos para que otra persona sepa o “evidencie” lo que las meras palabras no logran transmitir a cabalidad. Abrazamos a otro ser para decirle una vez, y muchas más, cuán importante es para nosotros, cuánto significa en nuestros proyectos más esenciales, cuánto ha entrado a formar parte de nuestra vida. Rodeamos al otro, lo abarcamos, para unirnos con él, para reforzar un vínculo afectivo.

De igual manera, se abraza para significar el perdón, para señalar una reconciliación o subsanar una herida, reanudar una relación, restablecer un vínculo roto. Estos abrazos tienen la fuerza de sellar o servir de juramento a la afrenta superada, al daño resarcido o al menos olvidado. Al abrazar así, al traer hacia nosotros al distante, al pródigo, al “ofendido”, lo que hacemos es ampliar el radio de acción de nuestra generosidad, de nuestra transigencia. Esta dimensión del abrazar dice qué tanta es nuestra capacidad para indultar la falla ajena o el error del congénere; muestra el temple de nuestra alma para dispensar los desatinos y faltas ajenas. El que abraza en estos casos renuncia al veneno del resentimiento y hace una amnistía con sus apetitos de venganza.

Agreguemos que abrazar es igualmente un gesto poderoso de solidaridad o de compasión. Bordeamos con nuestros brazos al familiar, al amigo o al semejante cuando una pena lo aflige, cuando ha perdido a un ser querido, cuando la enfermedad o la desgracia tocan a su puerta. En estas ocasiones, el abrazo cumple la función de ayudar a mermar el dolor, de dar fuerza o ánimo al que no ve ninguna salida a sus problemas o no aguanta la carga impuesta por la adversidad. Si es esta la situación, el abrazo la mayoría de las veces no necesita de palabras. Basta envolver al otro para contagiarle nuestra voz de aliento, nuestro apoyo moral o nuestra ayuda incondicional para su espíritu. Abrazar al necesitado, al débil o al abandonado es una prueba de nuestra solidaridad con el sufrimiento ajeno.

También abrazamos a ciertas personas para manifestarles el agradecimiento, la retribución sensible por un servicio, una ayuda, un apoyo vital de diversa índole. Al abrazar a esas personas lo que pretendemos es exaltarlas, reconocerlas, cubrirlas de unos dones o virtudes no fácilmente visibles para la mayoría. Estrechamos a esos seres, a veces con fuerza, para reiterarles una promesa, un pacto, una deuda espiritual, una herencia formativa. Al abrazar así, recompensamos de algún modo lo que sabemos es una obligación impagable. Los abrazos que ofrecemos a esos hombres y mujeres son expresiones de su grata aparición en nuestra existencia o de su valía en lo que somos como personas, profesionales o ciudadanos. Al abrazar a esos individuos les decimos que ni han sido olvidados ni es coyuntural su presencia en nuestra historia.

De otra parte, se abraza para proteger, para resguardar, para crear un muro salvador. Ese es el gesto supremo de la maternidad o de la paternidad, la acción mayor de altruismo o abnegación y el gesto último que todos debemos a los recién nacidos o a las criaturas más indefensas. Abrazar es bordear, crear una muralla en la que seamos nosotros los que nos exponemos primero al peligro o al miedo amenazador. En estas circunstancias el abrazo es un acto de custodia, de ofrecimiento de cobijo, de salvaguarda a la debilidad o la indefensión. Los abrazos, en consecuencia, se tornan escudos, aleros, cercados de carne, resguardo para el alma indefensa.

Y están, por supuesto, los abrazos apasionados, aquellos que ofrecemos o recibimos en la desnudez compartida. En estas ocasiones, el abrazo es un intento por fundirse en el otro, por amalgamar lo que deseamos o necesitamos tener en plenitud. Estos abrazos apasionados, tan desaforados como interminables, son confirmación y estímulo, preludio y epílogo de la entrega amorosa. Abrazarse, permanecer abrazados, es un acto de profunda intimidad, de total confianza, de cercar la sangre que tiende a desbordarse por las fisuras de los cuerpos frenéticos o en delirio. Dichos abrazos son, en suma, una muestra perfecta del culmen del deseo y, a la vez, un gesto sublime de prodigar ternura.

Dicho lo anterior, habría que permitirse con más frecuencia dar y recibir abrazos. O, al menos, estar más atentos para saber cuándo alguien los necesita. Porque abrazar es un modo de decirle a otro “aquí estoy presente” o de reiterarle un “cuentas conmigo”. Abrazar es una forma de comunicación muy poderosa porque implica la acogida, porque demanda abrirse para otro y porque lleva a juntar los cuerpos para estrechar los corazones. Es decir, a poner muy cerca y en sintonía el palpitar de nuestra condición humana.