Rafa Alvarez

Ilustración de Rafa Álvarez.

Debería ser un propósito en muchas de nuestras relaciones interpersonales el tratar de comprender a los demás. Detenernos para analizar o entender por qué las personas con las que vivimos o trabajamos hablan o actúan de una determinada manera, antes de juzgarlas o favorecer el nacimiento o prolongación de un conflicto, una desavenencia o una enemistad. Quizá tendríamos que poner esa consigna al lado de las peticiones al árbol de navidad o entre nuestros empeños del año que comienza.

Comprender a otro ser humano requiere disposición y voluntad. Disposición para albergar en nuestra alma y en nuestra mente a otro ser humano con sus particularidades, su temperamento, sus ideas y convicciones. Es decir, permitir que seres diferentes entren a nuestras fronteras sin que por ello nos sintamos amenazados o débiles. La disposición es un acto profundo de buscar empatía, de tejer vínculos, de percibir en el semejante una hermandad de espíritu. Porque nos reconocemos en el otro, llámese familiar, colega o amigo, es que estamos dispuestos a tratar de comprenderlo. Digamos que por más extraño o diferente que sea, siempre habrá algunos rasgos comunes a partir de los cuales es posible desplegar el afecto, la confianza o determinado tipo de vínculo social.

Lo segundo, decíamos, es la voluntad. Porque para comprender a otra persona se requiere el esfuerzo de nuestro entendimiento, de nuestras emociones, si queremos domeñar la inmediatez de lo que no nos gusta o a simple vista nos parece detestable. Sin voluntad de comprensión, sin esa fuerza de nuestro carácter, el prójimo será siempre visto como una amenaza o como algo que merece nuestra repulsión o nuestro vituperio. Comprender es, entonces, una meta que demanda esfuerzo moral. Presupone tiempo y una concentración de nuestra atención para percibir las minucias, los matices, los detalles con que otros individuos se comportan o expresan sus sentimientos. Al darle a nuestra voluntad ese norte, muy seguramente descubriremos que las personas actúan así por una causa razonable o tienen motivos justificados, inadvertidos si solo los miramos desde el juicio apresurado.

Pero, además de eso, la comprensión presupone un resguardar la agresión, la ofensa o la descortesía. Quien busca comprender procura por todos los medios dejar a un lado el sarcasmo, la ironía burlona o el comentario venenoso. La comprensión nos impone dejar de ser groseros con el semejante, nos obliga a pensar muy bien lo que vamos a decir o replicar. En este sentido, la comprensión es un ejercicio del cuidado de la palabra y de los gestos denigrantes. Si uno ansía comprender a otro ser humano menos serán sus injurias, reducidas serán sus habladurías y nulas las difamaciones sobre dicha persona. La comprensión pone límites a la lengua y nos obliga a tener prudencia, a desarrollar el tacto para guardar silencio o la amabilidad suficiente ante situaciones hostiles.

Existen demasiados motivos o causas que nos llevan a comprender el comportamiento de otra persona. A veces son las marcas de crianza o de ambiente, la misma educación que ha tenido, las peripecias por las que ha pasado, las marcas que la vida le ha impuesto en cada una de sus experiencias, el conjunto de ideas que rigen su existencia, su credo religioso o sus convicciones políticas… todo eso confluye y configura una personalidad. Y es tan variado ese capital cultural, tiene tantas tonalidades, que es muy difícil comprender a alguien en unos minutos o en contados días. Hay que convivir, dejarse habitar, compartir un camino, para conocer un poco a otra persona y entender su fisonomía íntima, la cartografía que lo funda y lo define.

De allí que sea tan importante para comprender a alguien darle cabida a la escucha. Sin esa actitud, la comprensión es imposible. Escuchar es darle importancia al otro, dignificar su historia, considerar valiosa su presencia en nuestro mundo. La escucha empática, esa que nos permite atravesar las vallas de lo público, es una de las acciones que más contribuye a que nuestros prejuicios o nuestros miedos dejen de ser infundados y podamos entrar en relación con otros de manera más espontánea y en franca concordia. La escucha, por lo mismo, acrecienta la comprensión y contribuye de manera rotunda a enriquecer nuestra sabiduría.

Roguemos para que cada día aumente el caudal de nuestra comprensión sobre los seres que nos rodean, insistamos en anteponer la lentitud de la comprensión a la rapidez de nuestros odios, esforcémonos para hallar en las personas diferentes a nosotros un motivo de enriquecimiento y no una causa para empobrecernos con nuestra intransigencia.