Este poema es un exquisito ejemplo de lo que significa, especialmente para los niños, la navidad. La poetisa española Marisa Alonso Santamaría nos ayuda a entender las dos lógicas que se encuentran en navidad: la de quien sigue fiel a su realismo cotidiano y la de esos otros que sienten la magia a plenitud. O si se quiere entender de otro modo, la de los adultos empecinados en negar la existencia de lo maravilloso y, la de los pequeños, que descubren con alegría el poder de lo fantástico y sobrenatural.
Todo comienza en la preparación del pesebre. Esta niña apenas entra en contacto con una de las figuras del belén, siente que no está poniendo ni muñecos de barro o cerámica, ni animales de plástico, ni estrellas de fantasía, ni ríos de papel. No. Bastó que sus manos hubieran tocado al pequeño niño para sentir que al frente de ella se desarrollaba una escena viva y esplendorosa. El niño era en verdad otra criatura como ella y, por eso mismo, lleno de necesidades y emociones palpables. El pesebre recobra su valía, es como una obra de teatro, un mundo gobernado por los vientos de la posibilidad.
Y porque la niña se halla inmersa en ese universo, por ser ella una protagonista del pesebre, es que empieza a preguntarle a su madre sobre lo que allí sucede. La mamá, muy seguramente de espaldas a la niña, apenas sigue el diálogo, pero sus respuestas muestran que está por fuera de ese reino fabuloso. Ella es ajena a las peripecias admirables de su hija. En consecuencia, cada respuesta es bien diferente a lo que la niña percibe, siente o imagina. La madre quiere enseñarle que las figuras de barro no pueden llorar, no padecen de frío, no saben reír; que la realidad es sólo una e inmodificable. Sin embargo, la niña descubre en su juego solitario otra cosa: que ese niño del pesebre llora, se entumece de frío, puede reír y, antes de dormir, es capaz de prodigar sonrisas de gratitud.
Podría haber sido no la figura de barro, sino la estrella puesta encima del árbol, o el Papá Noel, o el sigiloso niño Dios, o los ángeles que parecen volar como pájaros en desbandada. Eso no importa. Cuando se es niño nada parece imposible, el entorno tiene más de una cara y es fácil o casi natural ser protagonista de muchísimas aventuras. Esa es, precisamente, la magia a la que alude el poema: en navidad los niños recuperan el don de transformar el mundo que los rodea o de darle otra fisonomía a las cosas que los circundan. Por tal motivo, en la infancia resulta más fácil condolerse y ser solidarios, compartir el pan o abrigar al que tiembla desnudo frente a nosotros. Ese es el prodigio navideño: sentirnos interpelados y solícitos con nuestros semejantes frágiles o necesitados.
Angela Torres dijo:
Mil y mil bendiciones. Maestro Fernando, tu mente continue el reflejo de tu alma.
Un abrazo , la sallista!!!
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Angela, gracias por tu comentario. Otro abrazo para ti.