
Fotografía de František Skála.
Abril 5 de 2020
Los telenoticieros y la radio han empezado a explorar no en el alarmismo de las cifras, no en el conteo nacional y mundial de infectados o muertos por el coronavirus, sino a mostrar casos, testimonios de los que ya han sobrevivido o están viviendo “acuartelados” las inclemencias de esta enfermedad. Lo particular comienza a tomar valía, relevancia. Al no tener mucha materia nueva para informar, al no contar con el afuera y sus interrelaciones para transformarlos en hechos noticiosos, los medios masivos de información recuperan al individuo, a la persona, al hombre común y corriente. Los politiqueros y sus negocios torcidos, los ministros y sus polémicas determinaciones, los empresarios o banqueros arrogantes, dejan de ser importantes, pasan a un segundo plano, y los que aparecen o se escuchan con gran atención son los seres anónimos, los que viven al día, los que con valentía sobrevivieron a la epidemia. Lo cualitativo recupera su alcance y validez frente a lo cuantitativo; el testimonio y los relatos de vida se imponen sobre los porcentajes y las tablas estadísticas. Cabe preguntarse, a manera de crítica a estos medios, ¿por qué sólo hasta ahora aprecian o toman en cuenta esas personas o les parece importante para sus agendas noticiosas dar tiempo y voz a la gente común y corriente? O para ser más directos: ¿por qué convertir espacios de información en sólo una tribuna de los políticos y los entes gubernamentales, de la clase hegemónica o los grupos económicos de poder? Y todavía más: ¿dónde quedó la reportería, la crónica y el periodista de a pie, que entraba en relación con los actores y los acontecimientos, y que sabía que su oficio no era únicamente alimentar bien la opinión pública, sino, y esto es fundamental, contribuir a enriquecer las miradas, las perspectivas, las interpretaciones sobre determinado asunto? La pandemia ha obligado a los medios masivos de información a que sus prácticas se asocien con la etnografía, la antropología cultural y el servicio social. La cultura del espectáculo, masiva y anónima a la vez, cede sus lentejuelas y espejismos al humilde relato individual.
Abril 6 de 2020
En la medida en que aumentan los días de aislamiento obligatorio y se anuncia, todavía sin la confirmación oficial del Gobierno, otro período de cuarentena, se acentúa el debate entre dos sectores afectados fuertemente por esta pandemia: la salud y la economía. Hay un bando que prioriza el bienestar y la prevención de la enfermedad sobre cualquier otra razón y, un grupo, que clama por no alagar más el estancamiento de la economía, por retornar pronto a abrir los negocios y las empresas. Cada bando aduce argumentos válidos, y cada uno trata de presionar a los dirigentes o a quienes tienen la responsabilidad de tomar estas severas medidas. También están los que dicen que es un falso dilema, porque no puede desarrollarse en la sociedad un aspecto sin el otro. Yo pienso que el problema amerita verse en perspectiva macro y micro: si la infección creciera exponencialmente, como ha sucedido en Italia o en España, lo más seguro es que la cuarentena se impondría sobre el afán comercial o las pérdidas económicas. La conservación de la vida, aún en otras especies, se impone sobre aspectos que parecen imposibles de estancar. O piénsese, en una escala menor, cuando una enfermedad nos echa a la cama durante un buen tiempo o cuando debemos hospitalizarnos, en esos casos, así no queramos, tendremos que renunciar a hacer lo que veníamos haciendo, postergar lo que parecía importantísimo y padecer la falta de ingresos, la angustia por las responsabilidades familiares, la zozobra de no ir a sufrir una recaída. Si es la vida lo que está en juego, lo demás pasa a un segundo plano o tiene que entrar en una hibernación que pone en vilo un empleo, unos ahorros, un orden establecido y controlado. Por supuesto, el enfermo aspira y desea una pronta recuperación; ese no es solo su anhelo, sino el dinamo que lo impulsa a hacer las rutinas de ejercicios, a tomarse los medicamentos con juicio, a seguir estrictamente las indicaciones de los médicos. Y cuando ya se repone de la enfermedad, cuando las energías vuelven a su cuerpo, empieza un proceso lento de retomar las actividades cotidianas, de asumir de nuevo compromisos laborales, de reintegrarse a una dinámica social de la cual estuvo ausente por días o meses. Lo que ha sucedido con el coronavirus es que no se trata de casos aislados o de un pequeño grupo de personas, sino de miles de ellas, y eso hace que sea más notorio el paro de actividades, el freno súbito a la economía. Desde otro lugar, y en países y ciudades como las nuestras, cuando la pobreza es masiva, cuando una gran cantidad de personas viven del “rebusque”, de la economía informal, del pequeño negocio, lo que sucede es que la vida misma está en juego porque no hay nada para comer, porque no hay transacciones comerciales que ayuden a recoger los pesos para la sobrevivencia. En este caso, la salud de la propia vida se pone en riesgo por la misma razón anterior: porque prima la subsistencia, porque el hambre es más valiente que el mismo miedo al contagio o a la sanción policiva. Una vez más el deseo de sobrevivir se impone sobre la ley, sobre la prohibición, sobre el confinamiento.
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Mi amigo Juan Carlos Rivera me dice, en un correo por whatsapp, que esta experiencia de la pandemia devela nuestra “fragilidad y fortaleza”. Coincido en esa tensión. Porque el coronavirus nos ha mostrado, de manera rápida y masiva, que a pesar de los grandes emporios económicos, de los adelantos tecnológicos y de un arrogante desprecio por la naturaleza, lo cierto es que basta una pandemia para mostrarnos frágiles, indefensos, sujetos al vaivén de las circunstancias. Frágil es nuestro cuerpo ante estas amenazas virales, frágiles nuestros sistemas de salud, frágiles nuestras políticas de asistencia social, frágiles nuestros compromisos comunitarios. A veces la vida depende de un sencillo tapabocas o de encontrar una cama de hospital lo suficientemente equipada. Frágil es nuestra misma subsistencia y frágiles los modos de conseguir lo necesario para sobrevivir. Pero, al mismo tiempo, somos fortaleza cuando ponemos el ingenio y la creatividad al servicio de la esperanza y las nuevas oportunidades; fuertes somos cuando nos convertimos en personas entregadas a salvar vidas o a permanecer de pie para que la vida cotidiana siga su curso; y fortaleza tenemos al asumir con disciplina y rigor un enclaustramiento que rompe la libertad y quita aire a nuestras interrelaciones personales. La fortaleza está en la recursividad, en las iniciativas particulares que se convierten en ayuda para otros, en el temple de espíritu para calmar la ansiedad y volver productiva nuestra soledad. Esa fortaleza hace que busquemos medios para mantener en curso determinados proyectos laborales, permite reconfigurar o reconstruir escenarios habituales de vida, y no nos deja perder la confianza en recuperarnos o pasar el vado del infortunio. De alguna manera, este juego de fragilidad y fortaleza en tiempos del covid-19 subraya lo que nos enseñó Pascal, en sus Pensamientos: “El hombre es una caña, quizás, la más frágil de la naturaleza, pero es una caña pensante”. Limitados somos por nuestra corporeidad deleznable; pero libres, por nuestra imaginación y nuestra voluntad.
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En varios de los correos entre amigos o colegas se dice al cierre que, ojalá pronto, se dé la posibilidad del reencuentro. El encierro estimula y aguijonea esta idea de volver a verse, de volver a abrazarse, de compartir un café o un vino. La pandemia ha propiciado el hecho de confirmar los vínculos, de retornar a los rostros conocidos, de reanudar esos diálogos íntimos. El reencuentro se asemeja al repaso en la lectura: no nos interesa tanto la nueva información, la presunta novedad, sino apropiar con hondura una línea, una palabra, una metáfora. Es decir, siguiendo la lógica de la analogía, que las personas sueñan reencontrarse, precisamente, con aquellos seres que aprecian, aman o extrañan, para rubricar los vínculos, para reafirmar una complicidad, para refrendar los pactos del alma o esos otros no siempre traslúcido de las pasiones. Nos reencontramos con los seres que ya conocemos; es una especie de delineamiento sobre rostros que nos son familiares. Ese es el anhelo, esa es la expectativa o el deseo de los confinados al encierro obligatorio: verse una vez más, estrecharse en un largo abrazo sin decir nada, solo dejando que la presencia imante todos nuestros recuerdos. Los confinamientos aguijonean la urgencia de la cara del otro. Al distanciar las interrelaciones cotidianas, esas que de tanto hacerlas parecen banales, se aviva más el rostro del ausente, las manos cariñosas, la certeza absoluta de la compañía. El deseo de reencontrarse es el modo como los seres humanos crean una perennidad en medio de la finitud; es la Ítaca que todo aventurero sueña cuando está perdido en alta mar.
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Hoy el presidente prolongó la cuarentena 15 días más de la fecha estipulada; hasta la media noche del 27 de abril. Todo en pro de “la salud de los colombianos”. Varios alcaldes celebraron la medida, al igual que las asociaciones médicas; los que no están muy contentos son los comerciantes y empresarios, y anuncian que se vendrá en el inmediato futuro una pandemia en la economía. Los colegios y universidades tendrán clases virtuales hasta el 31 de mayo. La medida, siempre anunciada desde la sala del consejo de ministros, estuvo respaldada por especialistas del sector de la salud. A diferencia de otras veces, en que son los expresidentes, o los simpatizantes del gobierno o los jefes de los partidos tradicionales, los consultados o tenidos en cuenta, esta vez son profesionales o directivos de organizaciones o agremiaciones médicas los que sirven de aval a esta cuarentena. Y si antes bastaba con alardear de la autoridad vertical que otorga el mando o los votos obtenidos en una pasada elección, lo que oímos y vemos ahora es la “consulta”, el estar “más allá de las diferencias políticas”, la “preocupación por atender a los más necesitados”. La voz demagógica y cizañera de las bancadas de los partidos ha pasado a un segundo plano para, como hecho excepcional, dar paso a la voz de académicos, de sociólogos, de psiquiatras, de actores asociados al sector de la salud. La sala de ministros ha incluido, como no era costumbre, a los que tienen algo serio y fundamentado que decir y no tanto a los que trastocan y amañan todo para su propio beneficio. Así sea en “cortos videos” y como “respaldo científico” si las medidas no salen bien, la presencia de investigadores, docentes, especialistas y académicos en la solución de esta pandemia, es un ejemplo de cómo tomar las mejores decisiones de gobierno, haciendo uso de la participación real, del consenso con personas idóneas y de una ética en la que primen la solidaridad y la dignidad de las personas.
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Me compartió una triste y dolorosa noticia mi amiga, Adriana Lagagnis, la dueña de la librería ArteLetra de Bogotá. Su madre murió justo en esta cuarentena y ella no pudo ni acompañarla en la velación, ni darle una sepultura como se lo merecía. El dolor de Adriana, como el de otros que han tenido que aceptar –en contravía de sus propios afectos– este “alejamiento” del final de sus seres más queridos es comprensible. Duele el no poder juntar las manos para prepararle algún rito de despedida; duele el no estar con los familiares para hacer la velación; duele la conducción anónima del féretro y la soledad mayúscula en la que termina la historia de una persona. Enfermar y morir es la impronta natural de todo ser humano; pero las medidas del confinamiento por el covid-19, provocan un corte instantáneo, un abrupto desprendimiento, una idea de “desaparición súbita” de los que amamos, que aumenta la pena y prolonga la agonía de los deudos. No es la muerte lo que realmente agobia, sino el hecho de que las circunstancias de no poder salir exacerba la impotencia, el freno de los sentimientos, la imposibilidad de expresar la ternura y el amor. No es solo el cuerpo el que sufre un aislamiento social, sino que el propio espíritu es sometido a una cuarentena sin abrazos ni lágrimas compartidas. La profunda tristeza de mi amiga es comprensible porque todo su ser está atravesado por este doble sufrimiento.
Abril 7 de 2020
El alargue de la cuarentena ha hecho que las personas entren en una especie de letargo. La sorpresa y la angustia ante lo desconocido se han ido transformando en una parsimonia y una lentitud que a veces toma los visos de la modorra y, en otros, del aturdimiento. Pareciera que el impacto de la pandemia, la amenaza del contagio, el número creciente de infectados y de muertos, hubiera provocado en los cuerpos y en los espíritus de los ciudadanos un embotamiento prolongado. Se ve a algunas personas que salen a comprar sus víveres o a hacer otras diligencias, pero con caminar lento, pesado, con muestras de debilidad o de desgano. Varias de ellas usan tapabocas. Los mismos ciclistas, escasos, avanzan pedaleando sin afán, mirando a lado y lado, tratando de hallar en los ojos de quienes los miran desde las ventanas, estímulo para llegar cuanto antes a entregar el domicilio. Las largas filas para abastecerse multiplican esa imagen de “falsa calma”; las distancias en la cola, el mutismo entre las personas, las prendas exteriores de protección, todo ello confluye en crear un ambiente dilatado, moroso. Después del asombro y la súbita amenaza, de la continua proliferación de mensajes alarmantes, lo que acaece es una modorra que cubre, como una espesa neblina, las actitudes, el proceder de la gente. Cierta resignación parece adivinarse detrás de ese proceder ralentizado, “en cámara lenta”, como si el nuevo plazo del 27 abril, fuera una condena inapelable, un designio inclemente. El aguante, la resignación, el sometimiento a las cadenas del encierro, se manifiestan en la dejadez, en ponerse cualquier vestido para salir a la calle, en las horas de sueño interminables o en tirarse en la cama, sin hacer nada. Esta parsimonia parece ser la segunda fase de respuesta de los seres humanos cuando viven o padecen una enfermedad incurable o cuando, como es el caso del covid-19, se saben inermes para enfrentar este virus redondo con puntas de infinitas cabezas.
Abril 8 de 2020
Una nueva medida de la alcaldesa de Bogotá, Claudia López: desde el próximo lunes 13, empezará el “pico y género”. Los hombres podrán salir a la calle para conseguir víveres o atender compromisos bancarios los días impares, las mujeres en los pares, y los transgénero en cualquier día. El objetivo es mermar las aglomeraciones, y ayudar a las autoridades a tener un mejor control de la población que, a pesar del confinamiento obligatorio, sigue incumpliendo la norma. De igual modo, se dictaminó que los taxistas, que solo se pueden pedir por teléfono, deberán llevar un registro de las personas que recojan, en los que se consigne, además de su nombre, los datos de contacto del usuario. La cuarentena conduce a los gobiernos nacionales o locales a tensar hasta el límite las relaciones entre el control policivo y las libertades individuales. China ha extremado ese control hasta los celulares para poder ubicar en tiempo real a cada de sus ciudadanos. Otro tanto ha hecho Corea. Las personas de estos regímenes totalitarios, explican algunos sociólogos, aceptan con más rigor las normas y prohibiciones, su espíritu está acostumbrado a “obedecer”; en cambio, en países como los nuestros, presuntamente democráticos, lo que prima es la desobediencia, la actitud marginal y contestataria. Los latinos, para usar una generalidad, sospechan de toda imposición y consideran que la violencia a su intimidad es la peor afrenta del Estado. Esa puede ser una razonable explicación, pero yo creo que el problema de fondo frente a la ley es si voluntariamente nos plegamos a ella o si, mediante el miedo y la intimidación, aprendemos su dureza y sus consecuencias. Para convivir, para existir en sociedad, es indispensable aceptar las normas que los contratos sociales instauran como cartas fundamentales de su constitución. Y la sabiduría de los gobernantes o los que ostentan el poder está en no perder de vista cuando dictaminan sus normas, qué tanto de esas libertades individuales debe ceder al bien común, y hasta dónde la fuerza de la norma excede el fuero inalienable de la voluntad de cada ciudadano. Entiendo que la amenaza de la pandemia es diferente a los confinamientos obligados por exclusión ideológica, étnica o de fe, pero siempre está la tentación del que gobierna de usar la fuerza y la violencia para imponer su voluntad, alegando que es para garantizar el beneficio de la mayoría.
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Hoy en Wuhan, donde se inició el coronavirus, terminó la cuarentena. Se dio de alta al último paciente infectado. Después de 76 días de encierro, las personas pueden salir a la calle, tomar el transporte público, montar en tren o avión, ir a restaurantes. El ambiente es de felicidad, de fiesta. Los grandes edificios de la ciudad prendieron sus luces, hay reflectores iluminando el firmamento, y una cantidad de globos de colores en el aire. Aunque las personas llevan un tapabocas, se abrazan, se tocan, se reúnen. Es media noche, pero parece de día. Sorprende ver a la gente abrazada por largo tiempo, como si al hacerlo, estuvieran recuperando el afecto encarcelado por más de dos meses y quince días. Son abrazos que manifiestan, por supuesto, los vínculos sociales en vivo, pero de igual modo, son gestos que renuevan la confianza en quienes amamos, la necesidad de sentirnos cuidados y protegidos, y la tranquilidad de podernos abandonar, sin amenazas, a otro ser humano que nos recibe con su corazón hospitalario. La celebración en Wuhan es la confluencia de la reafirmación de la vida y el deseo de esperanza. En esos abrazos se reúnen todos los anhelos de sobrevivencia y la gratitud interior de recuperar la libertad. La oscuridad de la incertidumbre y la amenaza de la enfermedad han quedado atrás, lo que sigue es la reactivación de la luz de la vida. En medio de la fiesta colectiva y callejera, muchos hombres y mujeres abren los brazos, mirando al cielo, reconociendo en tal postura, no solo el agradecimiento a sus creencias protectoras, sino la convicción verificada de su fragilidad.
Abril 9 de 2020
He hablado con varios colegas maestros y con rectores de instituciones educativas que están viviendo en directo las medidas de la educación virtual, provocadas súbitamente a causa del coronavirus. Los lineamientos del Ministerio de educación de cerrar los establecimientos de educación básica, media y superior, para evitar el contagio proveniente de las aglomeraciones, y substituir las clases presenciales por sesiones virtuales o con plataformas a distancia, es una situación que ha puesto a maestros y estudiantes en condiciones de aprendizajes forzados. Porque, según dicen los profesores, el trabajo se ha multiplicado; su vida privada ha sido copada por su vida laboral; y, al decir de los estudiantes, los maestros piensan que ellos son robots como para estar todo el tiempo sentados al frente del computador y haciendo infinidad de trabajos. Ni los primeros han sido formados para enseñar de esta manera; ni los segundos, habituados al autoaprendizaje y la concentración prolongada. En un telenoticiero le preguntaron a los niños qué era lo que más extrañaban de su colegio; ellos contestaron que a su profesora y a sus amigos. Estas respuestas pueden ayudar a entender que ir al colegio no es asunto de sólo aprender contenidos, sino de forjar relaciones, interacciones, vínculos humanos. Por eso reducir la educación a transferir información o a colgar documentos en una plataforma es desconocer el papel fundamental de la formación, del desarrollo de las potencialidades humanas, que no terminan en los aspectos cognitivos o meramente intelectuales. Estoy convencido de que esta pandemia va a permitir evaluar mejor los alcances y las limitaciones de la educación virtual y, a entender el propósito fundamental de la educación: desarrollar hábitos, formar el carácter, regular la interacción de las emociones, aprender a estar con otros, saber ser ciudadanos, y adquirir mediante el ejemplo continuado de los educadores unas maneras de habitar en el mundo y transformarlo.
Abril 10 de 2020
Si bien es una costumbre en la tradición de la cuaresma, velar el crucifijo y otras imágenes religiosas, en esta oportunidad, dada la intencionada focalización de las cámaras televisivas, reluce más la ausencia del rostro, de los brazos extendidos, del cuerpo llagado de Cristo. Se sabe que es para que se anhele verlo el domingo de resurrección, para que se reflexione sobre su sacrificio. Velamos ese rostro dolido para que entendamos mejor, en un acto de penitencia, lo que simboliza para los creyentes cristianos. Desde luego, el confinamiento hace que el espíritu esté dispuesto para deletrear los signos de lo sagrado. La pandemia, al igual que el manto rojo que cubre las imágenes, ha velado el rostro de nuestros hermanos, de lo amigos, de los seres amados; el covid-19, al clausurarnos los brazos y las manos, ha hecho que deseemos con mayor anhelo lo que por costumbre no apreciamos. Las clausuras obligatorias, y más cuando la pena o el dolor se suman a tal encierro, le devuelven a los rituales su fuerza constitutiva, su esplendor inicial. El confinamiento, como si fuera un retiro espiritual, aviva el espíritu para entender lo que lo trasciende, pone el corazón en disposición para creer en el milagro y darle cabida a la esperanza. Es una celebración inédita esta semana santa: los fieles no están presentes, la multitud tampoco; no hay comunión… tan solo está la palabra del pastor y el espacio vacío de las iglesias. Es decir, hay unas condiciones ideales para escuchar la propia alma o ensimismarse en las preguntas que nos agobian en estos días. El espectáculo ha cesado; todo acaece dentro de los límites sencillos de nuestra interioridad.
Abril 11 de 2020
Primeros médicos muertos por la pandemia. Haciendo una calle de honor, con aplausos el personal de salud y de la policía, despiden a Carlos Fabián Nieto Rojas, de 33 años. Suena un toque de silencio de corneta que le otorga a este pequeño gesto una solemne trascendencia. La cinta del coche fúnebre dice “Aquí va un héroe”. Las sociedades médicas dicen y reclaman la falta de protecciones para su labor. La soledad del coche fúnebre se intensifica por la soledad de las avenidas por donde pasa. El coronavirus ha logrado lo que ninguna política pública había hecho en Colombia: poner en primer plano la relevancia y el valor social de los médicos, de las enfermeras, de todos estos profesionales de la salud. Ahora ellos muestran su vital necesidad, su vertebral papel en una sociedad. Y porque esas mismas personas se dan cuenta de que los medios de comunicación y los gobernantes han vuelto su atención hacia ellos, entonces denuncian el abandono, el no pago de tres o más meses de sueldo, la carencia de equipamiento de protección, la precariedad de aparatos de laboratorio, el silenciamiento o postergación indefinida de sus condiciones de servicio. El covid-19, quiérase o no, ha puesto en el sitio que les corresponde a los que ayudan a otros, a los que consideran que la vocación es más fuerte que el beneficio propio. Hasta los mismos empresarios e industriales, la clase política y los banqueros, bajan su mirada para reconocer que sin esas personas, esas que tienen salarios indignos, y aun así se forman en la primera línea de batalla contra la epidemia, estaríamos abocados a la catástrofe. Su heroísmo es, en el fondo, el hacer prevalecer el sentido de lo humano sobre otras cosas. Precisamente, el médico Carlos Fabián Nieto Rojas murió cumpliendo el juramento hipocrático, una promesa que en estos tiempos de solidaridad, debería ser para todo ciudadano: “me comprometo solemnemente a consagrar mi vida al servicio de la humanidad”.
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En Francia e Italia se muestran imágenes de ancianos muriendo solos en los geriátricos. En Ecuador se ven casos semejantes: viejos que fallecieron solos en sus casas. Esta pandemia ha puesto en evidencia las relaciones entre la soledad y la vejez. No únicamente porque estas personas son las más susceptibles al coronavirus, sino porque la perspectiva actual de la “tercera edad” los ha convertido en una población aislada, confinada a la precariedad o la falta de cuidado comunitario. Ni es reconocida su experiencia, ni pueden con facilidad encontrar un trabajo que los dignifique. Al ya no ser útiles, productivamente hablando, son relegados al abandono o a unas políticas públicas en las que la beneficencia se emparenta con la mendicidad. La pandemia ha sacado a la luz un problema social que deseamos encubrir o al que miramos siempre como casos aislados: el descuido social de las personas mayores, la soledad a la que las condenamos, la precariedad de sus condiciones mínimas de sobrevivencia. Los viejos mueren solos en sus casas por causa de una neumonía, esa es la causa de su deceso; pero pienso que su asfixia es más profunda: la de no ocupar un lugar digno en la familia y la comunidad, la de no contar con unos medios reales de apoyo para subsistir, la de no saberse útiles significativamente en una sociedad. Luego no se trata solo de confinarlos, sino de devolverles el aire existencial que les hemos quitado o enrarecido.
Abril 12 de 2020
El confinamiento obligatorio, las tres semanas largas que llevamos, crea una confusión en la ubicación de los días. A pesar de que los ritmos circadianos permanecen, no es fácil reconocer si es viernes o domingo, o si el lunes se confunde con el miércoles. La cuarentena vuelve gelatinoso el calendario semanal. Por haber poca gente en la calle, por estar en familia todo el tiempo, por pasar buen tiempo viendo televisión, jugando o leyendo, la mayoría de días se asemejan a un festivo. Hay un clima de “vacaciones” y, por eso mismo, la mente se desconecta de las fechas exactas, del cronograma, de las citas a una hora exacta. Por lo demás, como la mayoría de personas no asiste a la oficina, a la empresa o al lugar habitual de trabajo, se crea un desconcierto en la agenda interior de cada uno: ¿qué día es hoy?, se pregunta con frecuencia; ¿hoy es día par o impar?, dice cualquiera de los miembros de la familia. La cuarentena fija dos fechas como fuertes, la de cuándo comienza y cuándo termina; lo que queda en la mitad es un tiempo elástico, fluido, divagante.
Abril 13 de 2020
En una entrevista al presidente, por televisión, lo interrogaron sobre qué pasaría después del 27 de abril, cuando termina la cuarentena; el mandatario respondió que, muy seguramente, se reanudará la vida económica pero no la vida social. Que la industria y el comercio, con determinadas restricciones, reiniciarán sus labores, pero que las reuniones sociales, los eventos masivos, las aglomeraciones, seguirán prohibidas. Los colegios y universidades, continuarán cerrados, y los adultos mayores proseguirán con el confinamiento obligatorio. Ya imagino cómo harán los restaurantes para abrir sus establecimientos y mantener la distancia social, o de qué manera el servicio se dará por turno, o si al igual que las compras de víveres y pago de servicios públicos, se hará siguiendo el “pico y género”. Cada establecimiento tendrá que idearse formas que le permitan despegar sus labores y, al mismo tiempo, ofrecer medidas de prevención, de cuidado y desinfección. Una vez más lo que reina, así se adivine un entusiasmo, es la incertidumbre, la duda sobre el comensal que asiste o sobre el mesero que sirve la comida, la sospecha sobre el colega de oficina o el compañero de trabajo. Serán inéditas estas nuevas interrelaciones en las que seguirá vedado el contacto y las medidas de desinfección primarán sobre otras circunstancias. Habrá unos nuevos juegos de rol, en los que los conocidos parecerán extraños, y la fraternidad y el colegaje tendrán el matiz de interactuar con desconocidos. Volveremos a reactivar la economía, eso parece, pero los abrazos íntimos, los besos amorosos, el festejo familiar, todo eso, deberá seguir en cuarentena, confiando en que pronto tengamos la vacuna que nos permita reactivar plenamente los vínculos sociales, esos que le devuelven a los seres humanos el rito, la fiesta, la tertulia, el fluir en directo de las emociones y los sentimientos y las prácticas de lo comunitario.
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Es inevitable que el Gobierno, agobiado por las urgencias y las complejidades de esta pandemia, apele a testimonios de los beneficiados por algunos programas de apoyo solidario en los que se muestre la bondad o la efectividad de las políticas recientes. Los cortos videos, que se intercalan con las informaciones y explicaciones del presidente en su hora diaria, antes del telenoticiero de más alto rating, tienen un fin justificador; así sea de manera indirecta, lo que queda al final son las voces de las personas humildes que dicen: “gracias, señor presidente”. Un mercado, un giro mínimo, parece venir no de la responsabilidad de un Estado, de los impuestos pagados por todo un pueblo, sino de una persona que se ha acordado de ellos. A pesar de las buenas intenciones, de las medidas con espíritu social, se adhiere a tales iniciativas un tinte político, partidista. Y tiene que ser así, puesto que varias de esas políticas, como las de que los bancos presten dinero para pagar las nóminas, terminan siendo desmentidas por los microempresarios que alegan no tener créditos expeditos, ni un alivio en los intereses. Los bancos no merman su ambición ni condonan deudas; a lo máximo que llegan es a diferir en más meses las deudas y los compromisos económicos, agregando eso sí, los intereses respectivos. En consecuencia, el Gobierno y sus ministros, que parecen dar una lección aprendida de memoria, necesitan mostrar que se está haciendo lo correcto, que la curva del coronavirus se está aplanando, que la crisis de los que no tiene que comer se está solucionando con ayudas humanitarias. Creo que estas charlas presidenciales, que en un comienzo se hicieron con el fin de mantener informados a los colombianos, se han ido volviendo una plaza de exhibición de lo que hace un partido, una persona. De alguien que, por lo demás, sigue teniendo un bajo nivel en las encuestas de opinión y pugna por subir su credibilidad.
Abril 15 de 2020
Delfines en Santa Martha, jabalíes en Israel, Pumas en Chile, zarigüeyas y zorros en los patios de las casas, abundantes pájaros cerca a los edificios de las grandes urbes, cabras y ciervos recorriendo las calles de las ciudades… Esta pandemia ha hecho que la naturaleza tenga una segunda oportunidad global sobre la tierra. El cese del espíritu depredador –así sea por unos meses–, ha permitido que observemos con regocijo lo que por el afán y nuestra soberbia de “amos del universo”, ni apreciábamos ni considerábamos digno de admiración. Nuestro enclaustramiento, nuestro miedo, contrasta con la “inmunidad” de los animales que campean en su ambiente, libres de la persecución y el inclemente exterminio. No deberíamos alegrarnos por los efectos devastadores de esta pandemia; pero si lo miramos desde otra perspectiva, ha sido una bondad para todos los seres vivos que han padecido durante siglos la subyugación, el maltrato y el desprecio de los hombres. Puede ser una paradoja: si antes, esos animales los exhibíamos en jaulas, para satisfacer nuestro dominio; ahora somos nosotros los encerrados, viendo cómo en las calles y en los cielos ellos disfrutan de su libertad de desplazamiento. Una lección ecológica para los seres humanos, aprendida desde el confinamiento obligatorio y el miedo a morir.
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En medio de la prisa por innovar y por atender las urgencias del sistema educativo, provocada por la pandemia, me llama la atención unas cuantas cosas sobre la “salvadora” educación virtual. En principio, la idea simplista de algunos gobernantes de que enseñar virtualmente es cosa fácil y sin ninguna complejidad. Que es algo para hacer “rapidito” y que, con tal de tener un computador, el resto está solucionado. El segundo asunto se relaciona con la idea de que una educación virtual es un mero trasvase de información de un canal o medio a otro semejante. Algo así como que lo se tenía preparado para la educación presencial, basta con volverlo un PDF, colgarlo en una plataforma y acompañarlo con alguna videoconferencia; es decir, un “simulacro” de lo que antes se tenía previsto en la interacción cara a cara. Desconociendo que esta modalidad de educación, presupone otro modelo de aprendizaje, el desarrollo de otras habilidades, la producción de otro tipo de materiales. Un tercer punto, menos evidente, es lo que implica el autoaprendizaje, la autorregulación por parte de quien aprende. Se da por hecho que todos los estudiantes –niños, jóvenes, adultos– ya tienen esa actitud o esa disposición. Craso error. Como en todos los procesos formativos, tendríamos primero que desarrollar en los aprendices este nuevo tipo de “actitud”, de “destreza”, de “hábito”, y de condiciones cognitivas para la autonomía. Nunca antes como ahora el tema de la metacognición se convierte en un aspecto esencial para un estudiante: ¿cómo aprendo lo que aprendo? Y la última cuestión, tan reiterativa en las épocas del diseño instruccional y la tecnología educativa, corresponde a un saber didáctico sobre esta otra manera de enseñar; por ejemplo, de qué manera se diseñan unidades, módulos, guías, protocolos que, en realidad, respondan a una idea clara de secuenciación de contenidos, de habilidades esperadas, de tiempos previstos para el ejercitamiento, la interiorización y el dominio de una habilidad o una práctica. Todas estas cosas he pensado, cuando veo que las políticas educativas para enfrentar el aislamiento de miles de estudiantes de diverso nivel –aislados de las aulas para frenar el avance del coronavirus–, ha llevado a sacar del sombrero del mago la estrategia de la educación virtual con el fin de salvar, así sea por unos meses, el día de día de la instituciones de enseñanza.
Abril 16 de 2020
Según las estadísticas del coronavirus, hoy en Colombia tenemos 3233 infectados, 429 en hospitales, 550 recuperados, 48852 descartados y 144 muertos. El ministro de salud advierte que la curva está bastante “aplanada” pero que no por eso el 27 de abril terminará el APO (Aislamiento Preventivo Obligatorio). Las medidas gubernamentales, dictadas bajo la figura de la emergencia económica, siguen multiplicándose: para que se hagan efectivos los créditos a la mediana empresa, para que no se suban los arriendos, para que los servicios públicos sean subsidiados por el estado, así sea en los estratos uno y dos, para que las ARL cumplan con la dotación de los implementos de seguridad, para que se agilicen los procesos de importaciones, para dejar libres bajo ciertas condiciones a algunos presos… Hay iniciativas para que la gente pueda vender por internet sus productos y otras tantas para darles garantías a los bancos para que no solo agilicen, sino que hagan efectivos los préstamos para el pago de nóminas. Las comunidades médicas abogan para que no termine la cuarenta en la fecha fijada, dado que las pruebas hechas hasta ahora no son un buen respaldo para levantar el confinamiento. Las sesiones del congreso se intentan hacer virtualmente, y la Procuraduría lucha para que no se hurten los dineros destinados a auxiliar a las poblaciones más vulnerables o se amañen estas medidas excepcionales para el beneficio personal. Mucha gente habla de especulación y, aunque se diga que no hay carencia de suministros o alimentos, varios supermercados presentan sus estantes a medio llenar. Continúa la escasez de alcohol, tapabocas y gel antibacterial. A pesar del pico y género en Bogotá, no todos ni todas cumplen la medida. Demasiados comparendos. La policía está a la entrada de almacenes para hacer cumplir las normas y patrullan las calles sancionando a quien ha abierto su tienda o a esos otros que, sin razón justificada, caminan como si no supieran nada de la pandemia. Cuento todo esto para decir que el covid-19 ha creado caos, desbarajuste de la vida cotidiana, angustia, preocupación y una cantidad de normas nuevas a las que cada persona trata de adaptarse o riñe hasta la desesperación; o como dijo un campesino agricultor en una entrevista radial, es “un revolcón que nos dio la vida”. Y así no se diga abiertamente, la comunidad sabe que esto va para largo, que seguramente mayo va a acendrar los conflictos y las dudas de abril, y que a lo mejor en ese bamboleo llegaremos a junio. La palabra crisis se escucha en todas partes. Varios estadistas ya hablan de economía de guerra. De allí que hayan empezado a circular de manera reiterativa palabras como “héroe” y “sacrificio”. No hay bombas, no hay tanques ni rifles, solo la silenciosa amenaza de un virus que ha vaciado las calles de gente y ha cortado el fluido de las relaciones personales o económicas. Época de coronavirus: tiempo del refugio y la zozobra creciente.
Abril 17 de 2020
Las recomendaciones dicen que durante el covid-19 hay que evitar el contacto y, si se resulta contagiado, llevar una cuarenta en un espacio aislado, con suficiente ventilación y ojalá con un baño privado. Pienso en ello y en las condiciones reales para tener esas “zonas de recuperación”. Porque, me pregunto, en un inquilinato o en el hacinamiento, ¿cómo guardar las distancias para no contaminarse? La pobreza acorrala tanto o más que el coronavirus. De nuevo un dilema: el mandato médico de no tocarse ni acercarse demasiado y, a la par, la imposibilidad física de apartarse. Ni baños independientes, ni piezas para una sola persona. La mayor parte de la población colombiana, así quisiera otra cosa, tiene que asumir la pandemia en uno o dos cuartos reducidos, en una casa donde seguramente conviven con otras personas, en sitios de un alto tráfico social. Es inevitable. No hay alternativas. Ese ha sido su escenario cotidiano y ninguna medida gubernamental podrá, de manera mágica, trasladarlos o rediseñar sus humildes residencias. Los empobrecidos, los desplazados por las múltiples violencias, los de barrios de invasión, los innumerables trabajadores de la economía informal, todos ellos tendrán que refugiarse en sus reducidas viviendas y soportar, como siempre lo han hecho, la mala suerte de contagiarse o padecer esta enfermedad. Los cacerolazos, que suenan en los barrios de la periferia, son el grito de una población –cada vez más abundante– que denuncia la injusticia social, el abandono de sus gobernantes, y el reclamo a las consecuencias de una economía deshumanizante y concentrada en favorecer a una insolidaria minoría. ¿Qué muestra este confinamiento obligatorio a los más pobres?: la precariedad de las políticas y programas de salud pública, la inalcanzable posibilidad de tener un techo propio, el desigual reparto de la riqueza, y el abandono de las obligaciones sociales del Estado por haberlas entregado a la avaricia desmedida del capital privado.
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La alcaldesa de Bogotá, en una entrevista televisiva, afirmó que desde hoy se va mostrar en un sitio web de la alcaldía, la curva de la pandemia, la cantidad de enfermos en las unidades de cuidados intensivos, el porcentaje de personas que circulan en el Transmilenio, y estadísticas del contagio por localidades y barrios. Todos esos datos serán públicos y la gente, según ella, podrá no sólo enterarse, sino contribuir a tomar las mejores decisiones para la ciudad. Advirtió que Bogotá, por ser la ciudad con el mayor número de contagiados, tendrá que asumir medidas especiales, entre las que se cuentan, el no uso masivo del transporte público (sólo hasta un 30%), el empleo de la educación virtual en las instituciones educativas hasta el final del año, y el teletrabajo en la mayoría de ocupaciones. Con decisión y claridad anunció que la pandemia seguirá acompañándonos durante este año y que, a pesar de la dificultad de quedarse en casa, esa seguirá siendo el objetivo para evitar que el sistema de salud colapse. Pero lo que más me llama la atención es el deseo de Claudia López por hacer públicas las estadísticas, por compartirlas con los ciudadanos. Considero que es una decisión ética, responsable y fundamental para el manejo de la opinión pública, especialmente cuando las épocas de crisis sirven a oportunistas y políticos populistas para presentar datos amañados o esconder realidades que benefician a unos pocos. He recordado las reflexiones de Michel Foucault sobre la parresía, sobre la importancia de “hablar en verdad” que no solo es un acto de valentía moral, sino un decidido modo de contrarrestar la simulación, el engaño y el artificio engatusador. Puede que sea doloroso saber esas verdades, pero en tiempos difíciles como los que vivimos hoy, lo peor que nos puede pasar es que sea la mentira, las medias tintas, la información editada, las que gobiernen nuestras incertidumbres u orienten las decisiones cotidianas. Porque lo que está en juego no es un asunto menor. Sin ese deseo de hablar con la verdad, de conocer los datos de primera mano, de compartir las diferentes aristas de un problema, seguramente actuaremos torpe o sesgadamente y, lo que es peor, pondremos en riesgo a nuestras familias y a gran parte de la comunidad.
Abril 18 de 2020
Noto que en varias partes del mundo, incluido este país, la música ha buscado aliviar el espíritu y dejar que las melodías generen algo de libertad a los confinados por el coronavirus. Ya sea la Filarmónica de Rotterdam, la de Castilla y León, la de Galicia o la de Bogotá, han fusionado interpretaciones (cada quien desde su casa) para mandar un mensaje de alegría y de esperanza. O a través del canto, individual o colectivo –como fue el caso hoy de “Un mundo: juntos en casa”– diversas voces han entonado temas y motivos rítmicos para sacar de sí la angustia, el miedo de la gente y, al mismo tiempo, darle al sentimiento un canal de expresión y vislumbrar salidas a esta incertidumbre. Desde cantantes líricos o artistas consagrados hasta vecinos comunes y corrientes, que han convertido el ambiente de sus casas en un escenario improvisado, pregonan que “todos juntos saldremos adelante”, que hay que “resistir” y continuar cantando el “Himno a la alegría”. Pero no es sólo la música, también el cine, el teatro, la poesía, han elaborado productos, pequeñas obras que se convierten en formas de comprensión de la pandemia o de resistencia a sus nubarrones fatalistas. Los artistas reconfiguran la realidad, la transforman, la amalgaman de una especial manera y, una vez hecha esa labor creativa, la devuelven al público, para que las personas tengan un modo diferente de percibir este hecho amenazante. Desde luego, la interpelación del arte convoca a nuestro entendimiento; pero su objetivo fundamental es mover nuestra sensibilidad, hacer que las emociones y los sentimientos participen. Si algo tienen todas estas obras artísticas –elaboradas con sonidos, con el cuerpo, con la palabra–, es que nos conmueven, afectan nuestra interioridad y, con ello, nos ayudan a hacer catarsis, a “purgar” la ansiedad y la estupefacción. De alguna manera, ese ha sido siempre el modo de proceder y el propósito de las obras artísticas, solo que ahora, confinados y a la expectativa, logramos apreciar mejor su función esencial en la sociedad y su vital papel educativo en los procesos de desarrollo humano. Gracias al arte, dejamos de ser pasivos seres condenados al determinismo de la especie, para convertirnos en forjadores de cultura, en inventores de realidades posibles.
frombakerstreet dijo:
Excelente relato, da para pensar en muchas cosas. Saludos
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Javier, gracias por tu comentario.
Penelope Rodriguez dijo:
Que buena crónica! Pareciera que estás sentando las bases de tu próximo libro. Como siempre un análisis impecable y una mirada aguda. Que cantidad de detalles en los que te detienes! Que cantidad de cosas las que muestras que están sucediendo cuando pareciera que no está pasando mucho. En el futuro estos testimonios y análisis diarios van a ser documentos muy valiosos para recordar y documentar este tiempo. Analizar una realidad tan compleja en tiempo real es un trabajo muy valioso. Se necesita mucha templanza de espíritu y mucho talento para distanciarse y verla desde ese ojo de observador externo, aunque estas, como todos los demás, metido en el mismo espeso y aletargado bosque. Es increíble la similitud de todo lo que analizas con lo que sucede aquí y me imagino en todos los países donde hay cuarentena. Tu mirada trasciende fronteras. Un abrazo fuerte. La noche avanza.
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Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Penélope, gracias por tu comentario. Si esta crónica, que ha sido el medio a través del cual trato de comprender mi confinamiento, sirve a otros, comprobaré que la escritura puede ser otra forma de ayudar a mis semejantes.