Tantos versos dedicados al amor, cuántos poemas para exaltarlo, convocarlo o lamentarse de su pérdida dolorosa en nuestras vidas. Pedro Calderón de la Barca creía que el amor era una “falsa sirena” que “halaga con la boca a quien con la cola mata”; algo semejante pensaba Manuel Machado: el amor es veneno “que envenena y que no mata”; y Rosalía de Castro sabía que el amor es una “inaplicable angustia”, un “hondo dolor del alma”, un “recuerdo que no muere”, un “deseo que no acaba”. Juan Ramón Jiménez escribió que el amor, “saca cantando, con sus brazos frescos, agua del pozo de nuestros corazones”; y Delmira Agustini confesó que el amor “es una flor de fuego deshojada por dos”. Octavio Paz afirmaba que amar es “dejar de ser fantasma con un número a perpetua condenado por un amo sin rostro” y Carlos Castro Saavedra definió este “purgatorio de goces” como “una candela estremecida” que “empuja la noche de la vida hacia la madrugada de la muerte”.
Los poetas y poetisas han intentado definirlo o aproximarse de diferente manera a este sentimiento alado. Jorge Manrique nos regaló varios versos sobre dicho tópico: que el amor era “una porfía forzosa que no se puede vencer”, que “es un placer en que hay dolores” y un “dolor en que hay alegrías”. Así cantaba Manrique en su poema “Diciendo qué cosa es amor”:
Es una cautividad
sin parecer las prisiones;
un robo de libertad
un forzar de voluntad
donde no valen razones.
Pablo Neruda, que tantos versos puso al servicio de este sentimiento, sabía que el amor era “una cuerda dura que nos amarra hiriéndonos”, que “el amor restituye un cristal quebrantado en el fondo del ser”, y reconocía en el otoño de su vida que el amor antiguo “camina en silencio por una eternidad de bocas enterradas”. De igual forma, Pedro Salinas, dedicó gran parte de su obra lírica a desentrañar este “largo adiós que no se acaba”, a comprender esta pasión que “tiene su cima en la resistencia a separarse”, a esa nominación libre de un “tú” que nos saca del anonimato.
Y si bien podríamos extendernos en ejemplos, o en las variadas manifestaciones del amor con sus plenitudes y tristezas, quiero centrarme en esta ocasión en dos poemas que intentan definir esta “libertad encarcelada”, esta “deliciosa mentira”, este “bien arrebatado al cielo”. Empezaré con uno del colombiano Eduardo Cote Lamus que lleva por título, “Esto es amor”:
Esto es amor: llevar en la sangre
el impulso inefable de otra sangre,
buscarse el corazón dentro del pecho
y no encontrarlo hasta palpar su frente,
padecer la ansiedad de ser en otro
como grano de trigo germinando,
es trasladar el mar hasta sus ojos
y sumergirse en ellos hasta el alma,
sentir la eternidad entre las manos
al descubrir a Dios en su mirada,
árbol del bien que las horas traspasa.
Esto es amor: ser uno proyectado.
Subrayo en este poema la idea de que el amor es un impulso en busca de otra sangre, es meternos dentro del propio pecho hasta encontrar la frente de otra persona; es una ansiedad por germinar en otro ser, es trasladarse, salir de sí, con el fin de transformar el mundo y volverlo dádiva o regalo amoroso. Amar, nos dice Cote Lamus, es poder sentir la eternidad entre las manos al descubrir la luz de Dios en la mirada de quien amamos; es ser atravesados por la bondad de ese regalo celeste. Por todas esas cosas que trae o produce este impulso, este sentimiento, es que el amor nos saca del cuarto de lo que somos y nos proyecta hacia otro ser.
El segundo poema que me interesa resaltar es “El amor está en lo que tendemos” del español José Ángel Valente:
El amor está en lo que tendemos
(puentes, palabras).
El amor está en todo lo que izamos
(risas, banderas).
Y en lo que combatimos
(noche, vacío)
por verdadero amor.
El amor está en cuanto levantamos
(torres, promesas).
En cuanto recogemos y sembramos
(hijos, futuro).
Y en las ruinas de lo que abatimos
(desposesión, mentira)
por verdadero amor.
En este caso, el poeta comienza diciéndonos que el amor nace en un apetito de vínculo, en extender los brazos a la par que las palabras. Que el amor inicia en esos puentes lanzados hacia otra persona. Y de igual modo el amor está en esa alegría que ponemos en alto cuando sentimos o recibimos la brisa del amor. Y porque es un viento jubiloso lo izamos al aire, como para decirles a otros que somos seres privilegiados. Pero, además, para lograr que ese amor sea verdadero, tenemos que combatir el vacío y las largas noches solitarias. Por eso nos son tan necesarias las promesas, esas torres del lenguaje en las que ciframos nuestro anhelo de perpetuidad de este sentimiento. El amor, continúa Valente, es también lo que sembramos con otra persona, así sean hijos o proyectos; y si queremos que ese amor sea en verdad genuino, si en eso nos empeñamos, tendremos que abatir o herir mortalmente nuestros egoísmos y nuestros embustes afectivos; porque si aspiramos al verdadero amor, deberemos ser capaces de desposeernos y aniquilar la falsedad. En todas esas acciones se cifra el amor: “tender”, “izar”, “levantar”, “sembrar” y, muy especialmente, “combatir” y “abatir”.
Retomemos nuestro punto inicial: el amor que “parece mentira de poetas, sueño de locos, ídolo de vanos”, ha inspirado a líricos de diferentes tiempos y latitudes; y cada poeta o poetisa ha intentado señalarle algunos rasgos, dejar constancia de su presencia quemante. Dámaso Alonso se preguntaba, por ejemplo, si el amor “¿era limpio cristal o vestisquero destructor?”; Gabriela Mistral intuía que el amor “habla lengua de bronce y habla lengua de ave”… Y Xavier Villaurrutia nos dejó unos indicios de las maneras de manifestarse el amor en nuestras vidas: “es una suspensa y luminosa duda”, es “una cólera secreta, una helada y diabólica soberbia”, es «una sed, la de la llaga que arde sin consumirse ni cerrarse».
En una época como la nuestra en la que circula y abunda la información, el ruido llena cualquier espacio público, se exacerban los fanatismos y se alimenta el odio por nuestros conciudadanos, sí que resulta importante poner el tema de la escucha en primer plano. No solo porque sin la escucha es muy difícil establecer relaciones sociales de calidad, sino porque ella misma es un modo de ponernos en contacto con nuestra interioridad y, en gran medida, un medio para apaciguar el deslenguado “yo” y empezar a albergar con discreción el “nosotros”. Detengámonos, en esta ocasión, en las condiciones o requisitos del buen escucha; bien sea como un propósito personal, familiar o laboral, como un modo de participar en los escenarios políticos, o como un mapa de trabajo para los espacios educativos.
La primera condición para ser un buen escucha es nuestra disposición del entendimiento. Más que estar de “cuerpo presente” lo que se necesita es que nuestra mente esté abierta. Esto implica una actitud de apertura hacia mensajes o ideas que, no necesariamente, son afines a nuestras creencias o a nuestra manera de percibir el mundo o la vida. Disponer el entendimiento, en consecuencia, es básico para que cobren “volumen” las opiniones ajenas, para que sean audibles esos mensajes, para que sean legítimas y válidas las opiniones de los demás. Si no hay esa actitud, si nuestros dogmatismos o fanatismos ideológicos nos cierran los oídos, seremos sordos para establecer algún vínculo comunicativo. La disposición de entendimiento, el tener una mente sin talanqueras predeterminadas, ayuda a que cobre interés la voz del semejante, de la pareja, del aprendiz, del amigo; porque ponemos en reserva nuestras convicciones, porque nos permitimos entender que hay otras maneras de comprender un hecho, un problema, una situación, es que podemos hospedar ideas foráneas, abrirnos a los lenguajes del extraño, del diferente, del que no es nuestro compartidario. Esta primera condición, entonces, presupone en el buen escucha ejercicios de tolerancia, de respeto, de flexibilidad y generosidad.
El segundo requisito, tan importante para la meditación y otras prácticas del autocuidado, nace y se potencia en la atención concentrada. Si nuestro oído no lograr percibir bien, si no podemos apartar los ruidos o minimizar las distracciones del ambiente, seguramente nos perderemos de lo medular o esencial de un mensaje. La atención supone una focalización de nuestros sentidos y un deseo interesado por conocer a fondo lo que otro nos dice o comenta; la atención es curiosidad genuina y, al mismo tiempo, es un modo de dignificar al que tenemos frente a nosotros. Atención concentrada es miramiento, esa prudencia que se vuelve tacto y amabilidad; y es también, perspicacia, esa aguda sutileza que nos permite adentrarnos en los detalles aunque no estén muy claros. Si escuchamos con esa cautela moderada, si estamos alertas a un cambio de entonación, a los silencios, a las reiteraciones, si tenemos ese esmero y esa vigilancia sobre los mensajes que nos dicen o comparten, seguramente advertiremos cosas que, de otra forma pasarían inadvertidas o perderían su densidad comunicativa. Este segundo requisito del buen escucha demanda el ejercicio físico constante, tiempo para descansar, algunas técnicas de respiración, la audición selectiva, la meditación, entre otras.
Muy asociada a la anterior está la capacidad de relación entre las partes de un mensaje. Los buenos escuchas interrelacionan, tejen filiaciones de sentido, zurcen lo que parece deshilvanado, ponen en sintonía pedazos, fragmentos, cortes en un discurso. Precisamente, porque se tiene una atención concentrada es que se logra “atar cabos”, “vincular afirmaciones sueltas”, “unir los pedazos del rompecabezas”. La capacidad de relación del escucha hace que el emisor del mensaje compruebe el grado de interés de su interlocutor; es la prueba de que en verdad hay una escucha cabal. Por ser el oído un sentido analítico, por percibirse los mensajes segmento por segmento, resulta fundamental que quien esté escuchando logre “retener” lo que se va diciendo de manera discontinua para luego, en un acto comprensivo, reunir esos pedazos y construir la figura definitiva del mensaje. Si no se posee la capacidad de relación, lo común será que entendamos mal, parcialmente o definitivamente tergiversemos lo que la otra persona nos dice. Buena parte de los conflictos comunicativos nacen de ahí: de reducir el mensaje a un segmento o de descontextualizar la parte dentro de un conjunto. La capacidad de relación presupone, de igual modo, que el buen escucha interpela a su interlocutor para completar los enlaces que le faltan, que no se queda inactivo ante el fluir enunciativo de un determinado emisor. Porque desea configuar las fonounidades de un mensaje es que va más allá del asentimiento gestual o las meras muletillas fáticas. Esta otra condición del buen escucha nos debería llevar a poner siempre las palabras en situación, a no sacar conclusiones apresuradas hasta no tener la totalidad de un mensaje, y a volver a escuchar cuantas veces sea necesario para captar el sentido comunicado.
Precisamente, y esta es otra característica medular de los buenos escuchas, se requiere voluntad de contención para no pasar al reclamo, la ofensa o la interrupción agresiva, cuando percibimos algo que no nos gusta, oímos un término que nos molesta o nos enfrentamos a las razones de un contradictor. La voluntad de contención es saber manejar los tiempos de la espera para que la otra persona acabe de decir lo que piensa, para que desarrolle su planteamiento o finiquite de la mejor foma una disculpa, un reclamo o una confesión. Voluntad de contención es aprender a callarse oportunamente, es retener por un tiempo nuestras razones, así nos parezcan las más legítimas y acertadas, es suspender por unos instantes el juicio crítico, es abstenerse de la descalificación inmediata o el señalamiento estereotipado y excluyente. La voluntad de contención está muy asociada con las prácticas del “morderse la lengua”, conocer la fuerza pasiva del silencio y una ejercitada voluntad para dominar la explosiva manifestación de las pasiones. Esta cuarta característica de los buenos escuchas, como se adivina, implica el discernimiento continuo, el cuidado de nuestras emociones, el autonálisis, la exploración comprensiva de nuestros sentimientos y un decidido gobierno de nuestro temperamento, mucho más cuando se es irascible, agresivo, explosivo o intransigente.
Decía atrás que los buenos escuchas son interactivos con su interlocutor y, por eso, poseen otra característica: son hábiles en la retroalimentación. Saben que la otra persona al hablarles o manifestarles alguna cosa los están invitando a participar de tal comunicación, que no es una simple información sin destinatario, sino un verdadero intento de querer comunicarse, de lanzar lazos para la complicidad, la coparticipación, los vínculos humanos, la confidencia o la catarsis solidaria. Entonces, los buenos escuchas usan gestos, palabras, conectores verbales, aclaraciones, preguntas, reiteraciones que contribuyen a que el mensaje no caiga en el vacío, no muera en la falta de contacto con un destinario. El que nos habla lanza sus palabras al viento, las disemina con la esperanza de que haya un terreno fértil para que esas semillas se desarrollen en plenitud; es una especie de aventura verbal en pos de una reacción, un recoconimiento o una simple contestación. Avivar al otro con muestras de retroalimentación, con signos de reacción empática, contribuye a que nuestro interlocutor sienta que no está en el monólogo o en el delirio en despoblado. Esas habilidades de retroalimentación, tan necesarias en un buen escucha, comienzan con afinar el tino para detectar la oportunidad de réplica, con la prudencia para saber dosificar una interrupción, con el uso adecuado de las pausas y los silencios, y con la selección del lenguaje apropiado a la persona y la circunstancia.
Cabría enumerar otras condiciones, pero basten por ahora estas cinco. Lo esencial de este quintento de características o requisitos del buen escucha está en un cambio de perspectiva o de foco sobre nuestras interrelaciones: más que darle pábulo a la palabra incendiaria u ofensiva, deberíamos comenzar a explorar en las bondades que trae “frenar la lengua” y redescubrir intencionadamente las virtudes de nuestro sentido del oído. Tal vez así, empecemos a familiarizarnos con uno de los modos de acceder a la discreta sabiduría.
Las obras de arte, de por sí, tienen la vocación de ser abiertas, disponibles a variadas interpretaciones. Esa es parte de su fuerza expresiva y de un modo particular de vincularse con el receptor. Sin embargo, algunos aprendizajes de la hermenéutica podrían ayudarnos a “mermar” la sobreinterpretación o a convertir la obra en un pretexto para decir cualquier cosa.
Un primer aprendizaje, recalcado por los más expertos hermeneutas, es el de no perder de vista el objeto de nuestro interés. Umberto Eco hablaba de tener siempre presente ese “yunque” para forjar cualquier interpretación. Es decir, en no dejar de lado cada verso, si se trata de un poema; escena tras escena, si se trata de una película; cada motivo, si se trata de una pintura; ir capítulo a capítulo, si es el caso de una novela. Ese sentido primero está hecho de palabras, de imágenes, de pigmentos. Si nos alejamos demasiado de la “materialidad” del objeto estético, terminaremos perdidos en nuestras propias elucubraciones u otorgándole significados a asuntos que, a lo mejor, ni siquiera pertenecen a la obra de arte.
Una segunda cuestión, que sigue siendo para mí una de las claves de una buena interpretación, es la de saber vincular las partes con el todo. El articular en nuestra lectura el detalle con el conjunto. Lo que nos advierten los hermeneutas expertos es que si nos quedamos en las minucias, podemos olvidar que ellas forman parte de una totalidad, y que es en ese conjunto desde el cual podemos entender su papel específico. Pero, si por el contrario, nos aferramos al conjunto, y descuidamos su relación con las partes, terminaremos invisibilizando las cosas que le otorgan la particularidad a una obra artística. Los buenos hermeneutas, por eso mismo, necesitan acercarse y alejarse permanente: un movimiento les permite precisar las minucias; el otro, les ayuda a sopesar o comprender cómo encajan esas piezas dentro del cuadro completo. Aquí vale la pena decir, de una vez, que las interpretaciones de calidad son aquellas que logran relacionar el mayor número de partes con la totalidad. La experticia del hermeneuta estará, entonces, en poner en comunicación el verso, la escena, el diálogo, el capítulo, con aquellas otras unidades que están diseminadas a lo largo de una obra.
Un tercer punto de la hermenéutica es el de orientarse más por una lógica de la validez que de la verdad. Dado que las obras de arte se mueven en la zona de lo posible, de lo imaginario, su aspiración no es alcanzar un significado inobjetable o inalterable, sino más bien abrirle al receptor ventanas para explorar en lo posible, en lo verosímil. En consecuencia, cuando se hace un trabajo hermenéutico lo que aspiramos es a que nuestra interpretación resulte creíble; precisamente, porque hemos sido capaces de hilar con cuidado los diversos hilos de la trama o las diferentes escenas de una película. Si bien no estamos en la búsqueda de una “única verdad”, no por ello podemos decir cualquier cosa o poner a la deriva lo que se nos venga primero a la cabeza. De allí que, y este sigue siendo un consejo valioso para los neófitos hermeneutas, haya que releer un texto, visionar más de una vez el film, mirar y observar muchas veces la pintura, o tener la suficiente atención para hacer varias audiciones de una misma melodía. Como no hay una única verdad que le dé sentido a la obra, la labor del hermeneuta se hace más compleja: tiene que ser capaz de encontrar las mejores vías para que sus premisas sean válidas; o, para decirlo de manera enfática: que su apuesta interpretativa sea tan consistente, tan convalidada en la misma obra, que llegue de forma contundente a convencernos, a persuadirnos.
Cabe agregar otra enseñanza recalcada por los hermeneutas de oficio: sin un ejercicio previo sobre los aspectos intrínsecos de la obra artística, toda comprensión resultará dándose en un escenario vacío. Este momento inicial se lo conoce como la explicación del objeto estético: aquí la hermenéutica se vuelve exégesis, análisis estructural, identificación de los signos. A mí me gusta denominar a esta etapa del proceso hermenético, la del “desmonte” de las piezas para, como bien se puede imaginar, ver cómo funciona por dentro el artefacto que nos interesa. Dicha labor de descripción y “reconocimiento” del andamiaje, de la estructura, de los mecanismos internos de un poema, una película, una novela, un cuadro, una obra de teatro, es la base para el segundo momento de cualquier interpretación. Me refiero a la “reconstrucción” de todas esas piezas que, con pasión de artesano, hemos ido mirando con atención. El “montaje” corresponde al momento en que nos alejamos un tanto de la obra para armarla con un sentido que hemos ido encontrando a la par que la íbamos desmontando. En realidad esta etapa corresponde a la comprensión; es el tiempo para que nuestra historia, nuestro capital cultural, nuestra propia vida, tiña de sentido o de forma a lo que antes explicamos con paciencia y esmero. La suma de esas dos fases o esas dos instancias es lo que constituye una genuina labor hermenéutica.
Como quinta cuestión útil para hacer hermenéutica está la de tener presente que las interpretaciones tienen niveles o grados de complejidad. Se trata de ir de lo más superficial a lo más profundo o, si se prefiere, de entender que hay estratos en esta tarea de “arqueología” o desentrañamiento del sentido de una obra de arte. No siempre nuestras interpretaciones serán de hondo calado o cabalmente terminadas. Porque, y es bueno señalarlo, si nos adentramos de lleno en una obra, iremos descubriendo más y más cosas, hilaremos significados más sutiles, percibiremos asuntos que a primera vista nos resultaron inadvertidos. El ejercicio hermenéutico va por capas o puede ir haciéndose más fino. Ya el mismo Dante Alighieri advertía en El Convivio de la existencia de por lo menos cuatro sentidos para interpretar un texto: desde el sentido literal y el alegórico, hasta el moral y el anagógico. Recalquémoslo: siempre será posible mejorar la interpretación que tengamos a la mano, dado que cada vez que releemos un poema, cada vez que vemos un film, o cuando conversamos con otros lectores o receptores de la obra artística, vamos hallando nuevos indicios o podemos apreciar cómo empiezan a sobresalir eventos o circunstancias que parecían planos en nuestra primera aproximación.
Cabe agregar un último aspecto sobre las condiciones necesarias del hermeneuta para lograr una interpretación de calidad. La experiencia me ha mostrado que lo fundamental es una voluntad de artesano para habitar y convivir con la obra durante un buen tiempo; conocerla en sus particularidades, apreciar sus rasgos distintivos, entrar en un diálogo frecuente con sus modos de significar o producir sentido. Eso es lo primero, que es también un respeto al esfuerzo de alguien que ha decidido compartirnos el producto de su esfuerzo y su talento. Lo segundo, es que los hermeneutas necesitan contar con buen capital cultural, una “enciclopedia” amplia, como le gustaba decir a Umberto eco, para lograr vincular detalles, motivos, escenas, versos, con otros mundos semejantes del vasto tapiz de la cultura. Los grandes hermeneutas son grandes humanistas; me refiero a personas capaces de integrar en su mirada diferentes artes a la par que un interés por las diferentes ciencias o campos del saber. Porque tienen diversos miradores es que logran unir la urdimbre con la trama de las obras artísticas. Agregaría otra característica mas de corte cognitivo: los hermeneutas son perspicaces, hábiles para las inferencias y el rastreo de indicios. En esta perspectiva, son afinados en la deducción y la inducción y, la mayoría de las veces, diestros en el razonamiento argumentativo. Si bien se dejan permear por la emoción estética, saben ir más allá del “impacto” o la mera “impresión” de una obra. Finalmente, otra condición esencial de los buenos hermeneutas es tener capacidad de creación, ya que los intérpretes son, en realidad, recreadores de la obra de arte que les sirve de motivo. Así que van más allá de lo visto o escuchado, para elaborar un sentido que rebasa los significados inmediatos. Paul Ricoeur, entre otros, ha mostrado que los hermeneutas aportan nuevas lecturas a las convencionales o establecidas, que abren nuevas rutas de acceso a esas manifestaciones de la inteligencia y la sensibilidad humanas.
Salta a la vista con lo dicho hasta aquí que la interpretación es un ejercicio intelectual en el que intervienen capacidades y técnicas, las cuales terminan configurando un método, un camino ordenado y estructurado de “leer” las obras artísticas. En esta perspectiva, la interpretación puede aprenderse y cualificarse y, lo que es más importante, convertirse en una guía para sacarle el mejor provecho a esas manifestaciones culturales que tocan nuestro corazón a la par que interpelan a nuestra mente. Si tenemos ese método para orientar nuestras interpretaciones, menos “traicionaremos” la materialidad de la obra, y poco nos “extraviaremos” en especulaciones gratuitas o apreciaciones delirantes.
La ironía es un modo de proceder del pensamiento que, haciendo creer una cosa, busca el sentido contrario. La ironía, que empezó siendo un recurso de simulación, de fingirse ignorante como Sócrates para mostrarle al interlocutor su propia ignorancia, es un medio idóneo para hacer crítica social o para tomar distancia de los hechos y, con sutileza, formular una valoración que logre en el lector o receptor despertar su toma de conciencia. La ironía, en este sentido, tiene una “función correctiva” o al menos un espíritu de suspender el embotamiento de la alienación.
De otra parte, la ironía es una estrategia del pensamiento, muy en la línea de lo alegórico, que procede de manera indirecta; es un modo alusivo del discurso que invita al receptor a completar o descubrir lo que allí se dice. La ironía no es directa como el sarcasmo ni burda como la ofensiva grosería; su proceder está en “decir sin decir”, en “aparecer ocultándose”. Y si el interlocutor no está atento o no tiene la suficiente perspicacia para captar el secreto que está oculto, pues no verá o escuchará sino un enunciado sin trascendencia. Desde luego, para que eso sea posible, la realidad que la ironía toma como motivo debe ser lo suficientemente conocida por el lector o escucha. Ese es el pacto para que brote la sonrisa, el discernimiento o el golpe reflexivo. En esta perspectiva, la ironía participa del mismo mecanismo empleado por el humor, especialmente de esos que llamamos “chistes de doble sentido”. Porque si no se logra descifrar ese telón de fondo sobre el cual actúa la frase o el enunciado irónico, no se captará a cabalidad el sentido del mensaje o se terminará sin entender la ocurrencia jocosa.
El modo como la ironía logra su cometido es a través de ciertos recursos retóricos como la litote (decir menos para significar más), la antífrasis (afirmar lo contrario de lo que se dice), el oxímoron (juntar sentidos opuestos), la paradoja (aproximar ideas aparentemente irreconciliables), la caricatura (exagerar con intención burlesca), el asteísmo (alabar con apariencia de censurar o reprochar con intención de elogiar). Es decir, usando recursos literarios que tienen que ver con el “desvío del sentido”. Por eso, la clave cuando se escribe una ironía es “cambiar de dirección una expresión”, o “alterar el significado”, o “tomar una palabra por su significación menos habitual o darle otra acepción ingeniosa”. Con esos y otros recursos como la parodia, la sátira o el pastiche, el ironista pone en tensión lo ideal con lo real, las “buenas intenciones” con las “verdaderas intencionalidades”. Su propósito es desenmascarar o sacar a la luz lo que por nuestro fanatismo o nuestra ignorancia, consideramos normal o sin ninguna objeción. La ironía se convierte así en una herramienta de confrontación y de autoexamen, un modo de azuzar nuestra modorra moral o de sacarnos de los encantamientos del statu quo. La ironía lleva con sus frases u observaciones a que se produzcan en nuestra mente disociaciones, contradicciones, actitudes de alerta, disposición hacia la duda y la sospecha. Por supuesto, la ironía lo hace de manera amable, haciéndole guiños a la inteligencia del receptor, llevándolo a esbozar el reconocimiento del error o la falta moral con una sonrisa.
La materia prima con la cual trabaja la ironía, la piedra de toque que le sirve de motivo y detonante para sus construcciones, está hecha de apariencias, de engaños o mentiras, de adormecimientos masivos, de fanatismos ciegos, de ignorancias que se perpetúan por la soberbia, de los engaños propios o colectivos. Sobre ese caldo de cultivo el ironista toma distancia, pone en salmuera el evento que le interesa, analiza con detalle un acontecimiento, un discurso, una forma de proceder, para ver dónde se oculta aquello de lo que se presume, dónde se pierde el buen juicio y se comienza a aceptar como verdad irrefutable lo que es apenas un aspecto de un hecho o un problema, y dónde, hemos dejado que los miedos interiores nos engatusen, llevándonos a silenciar nuestro apetito de libertad. Precisamente, es esta labor de leer entre líneas, de fijarse en el envés de las cosas, de sacar a la luz lo soterrado y falaz lo que vincula a la ironía con el pensamiento crítico. Porque, mediante ese modo indirecto de decir y develar de la ironía, es que la crítica no solo denuncia, sino que contribuye a aumentar los niveles de conciencia, tanto personales como colectivos. El ironista se atreve, como el fabulista, a señalar de manera oblicua los vicios de la condición humana, los abusos de los poderosos, las variadas situaciones de injusticia, las trampas del sectarismo y la intolerancia. Y esto lo hace con ingenio, con humorismo, confiando en que el receptor, al descubrir el sentido implícito de la ironía, se torne en un cómplice que comparta el mensaje de fondo que se desea comunicar.
Es evidente que la ironía comporta un gusto especial por demoler lo establecido, hallarle fisuras a la suficiencia o la arrogancia del poderoso, ver detrás del autoengaño o la falsa conciencia que tiende a mostrarse sin mancha o limpia de maldad. La ironía es más escéptica que optimista, más certera en las ambigüedades de la condición humana, más atenta a las contradicciones frecuentes entre “el hombre y la bestia”. Y si hay una imagen que podría servir para ilustrar su labor es la del espejo: cuando leemos o cuando escuchamos una ironía lo que encontramos es un discurso reflexivo para apreciar mejor nuestros defectos, nuestros intereses más mezquinos, nuestros errores constantes al interrelacionarlos o aquellas cosas que hacemos a escondidas y que procuramos ocultar por todos los medios. El espejo de la ironía nos devuelve una imagen más completa de lo que somos; nos rompe la idea de que somos siempre los mismos o de que nuestra identidad es única e infalible. Y aunque al comienzo sintamos que sus enunciados son duros o descarnados, lo cierto es que esa imagen reflejada nos enriquece y nos hace o nos debería hacer más prudentes, más humildes, menos entregados a la credulidad o a la arrogancia de nuestro limitado saber. La ironía es un buen remedio para aquilatar la exaltación de nuestras pasiones o los cambiantes rostros de nuestra mezquindad. Así lo corrobora Vladimir Jankelevich: “la ironía es una gran consoladora y al mismo tiempo un principio de mesura y equilibrio”.
Hasta aquí he delineado las particularidades de la ironía verbal, añadamos unas líneas sobre la ironía situacional, esa que tipificamos bajo el membrete de “ironías de la vida”. Me refiero a las vueltas del destino, a las “peripecias contradictorias de la existencia” que a veces humilla al soberbio y, otras, ofrece salidas victoriosas al vencido. Este tipo de ironía aparece para el observador atento que ve en la proximidad de elementos o hechos, oposiciones que exacerban el contraste entre apariencia y realidad. Hay ironía de situación cuando los “golpes del destino o la fortuna” o la lógica extraña del azar ponen al poderoso en condición de dependencia o cuando lo que se busca con ansias, por considerarlo la suma felicidad, al poseerlo termina siendo el mayor dispensador de calamidades. La ironía de situación, tan retomada por los novelistas y dramaturgos, se vale de la “inversión” de las circunstancias, de las “identidades ocultas” y del pequeño paso que existe, al pensar de Mirabeu, entre el apogeo y el hipogeo; es decir, entre los momentos más altos de perfección, intensidad o grandeza de una persona o una sociedad y los más bajos o subterráneos a los que puede llegar. Esta forma de percibir la ironía, de apreciar lo cerca que está el heroísmo de lo patético y la tragedia de la comedia, por momentos raya con el absurdo y, en otros casos, preludia el escepticismo más radical. Pero lo que resulta provechoso para el ironista de situación es sacar partido de tales contradicciones y, a través de ellas, ilustrar o ejemplificar las consecuencias de una existencia no reflexionada o, de mostrarnos con casos o eventos cotidianos, que la vida –por más que la planifiquemos o queramos controlar–no está exenta del riesgo, la casualidad y las habituales contingencias.
Bien parece, entonces, que la ironía verbal o de situación hace las veces de una toma de distancia que tanto nos ayuda a “extrañar” lo conocido, a verlo no con la ceguera de los sentimientos cercanos, sino con la luz de la razón que aleja comprensivamente los afectos. Este cambio de perspectiva, de alejar lo habitual, es el que dota a la ironía de una impronta o de un principio que atraviesa todas sus manifestaciones: “las cosas no son lo que parecen”. Por eso, el ironista nos invita a estar vigilantes para no confundirnos con las manifestaciones ambiguas entre apariencia y realidad.
Referentes bibliográficos
Pierre Schoentjes, La poética de la ironía, Cátedra, Madrid, 2003.
Vladimir Jankélévitch, La ironía, Taurus, Madrid, 1983.
Wayne C. Booth, Retórica de la ironía, Taurus, Madrid, 1986.
Pere Ballart, Eironeia. La figuración irónica en el discurso literario moderno, Quaderns Crema, Barcelona, 1994.
En las correcciones a los textos producidos por los participantes en los cursos de Redacción que imparto he notado en buena parte de ellos un problema frecuente y es el empleo excesivo de incisos. Tal forma de construir los párrafos torna la prosa lenta, difusa, y es una de las causas de la pérdida de claridad y la digresión sin norte. Valdría la pena retomar algunos ejemplos para analizarlos y lograr sacar conclusiones útiles en esta siempre inacabada labor de aprender a escribir.
Transcribo unos primeros textos, tomados de una de las ponencias redactadas durante un curso. Estos escritos ya han pasado por el cedazo de al menos tres o cuatro correcciones:
a) Esto es, los lectores hoy pueden recurrir a textos físicos, audio e hipermediales, lo que se ha convertido, para ellos, en una gama de posibilidades frente a sus gustos.
b) En este segundo aspecto, la práctica de la lectura, bien sea por necesidad o por gusto, requiere de una consciente disposición desde donde se pueda intercambiar, con profundidad, con autores y textos
c)Puesto que la enseñanza-aprendizaje es un proceso, es obvio que, también, en este ámbito, la pausa implica tener en cuenta simbologías y acciones alrededor de la lectura.
En el primer caso, uno puede notar que la idea inicial, la de “los lectores hoy pueden recurrir a textos físicos, audio e hipermediales”, termina desdibujada por la intromisión de una segunda idea: “una gama de posibilidades frente a sus gustos”. Pero lo que hace más sinuosa la redacción es la inclusión de incisos como: “lo que se ha convertido” y “para ellos”. Al intercalar esos pedazos de texto, lo que sucede es que se pierde el foco preliminar de la idea; se fractura el orden natural del discurso. Podríamos sugerir una alternativa de solución:
Los lectores hoy pueden recurrir a textos físicos, audio e hipermediales y convertirlos en una gama de posibilidades frente a sus gustos.
Analicemos el caso siguiente. Hay dos incisos que desvían la idea de base: “bien sea por necesidad o por gusto” y “con profundidad”. Lo que no debía tener obstrucciones es el planteamiento de que “la práctica de la lectura requiere de una consciente disposición desde donde se pueda intercambiar con autores y textos”. Hay otras falencias en la redacción, pero lo que me interesa es mostrar cómo se diluye una idea por culpa del uso excesivo de intercalaciones como las mencionadas. Sería más limpio y más claro para el lector una frase como la siguiente:
En este segundo aspecto, la práctica de la lectura requiere de una consciente disposición para intercambiar significados con los autores o los textos.
Los dos incisos, si es que tienen una relevancia para el autor, podrían formar parte de una segunda idea o condesarse en un adverbio u otra expresión que cualifiquen o adjetiven, pero sin obstruir la fluidez del pensamiento:
En este segundo aspecto, la necesidad o el gusto de la práctica de lectura requiere de una consciente disposición para intercambiar en profundidad significados con los autores o los textos.
Detengámonos en el tercer fragmento. Lo primero que notamos es la abundancia de comas que son un indicio del excesivo uso de incisos. La idea con la que se empieza es fracturada hacia la mitad por “aclaraciones” que en lugar de hacerla más transparente para el lector, lo que logra es el efecto contrario: confundirlo o alejarlo del sentido propuesto. Una posible salida a tales falencias estaría en suprimir dichos incisos y eliminar unas comas innecesarias:
Puesto que la enseñanza-aprendizaje es un proceso, es obvio que la pausa implica tener en cuenta simbologías y acciones alrededor de la lectura.
Lo que me interesa señalar con estos ejemplos es que el abuso de los incisos oscurece la prosa y diluye el propósito comunicativo de nuestras ideas. Quizá por el deseo del escritor de decirlo todo en unas líneas, o por la falta de usar conectores lógicos adecuados o porque no tiene el tino para saber usar los signos de puntuación es que termina interpolando palabras o frases en una oración. También resulta oportuno decir que esto sucede porque se redacta el texto como van saliendo las ideas de la cabeza, sin un plan previo, y el resultado es una prosa atiborrada en la que la última palabra de una línea tiende a ramificarse en direcciones opuestas al tronco preliminar de una frase. Frente a este problema la relectura de lo que se va escribiendo es fundamental. De igual modo, resulta de gran ayuda emplear las posibilidades de la sintaxis, de organizar de otra manera los diversos elementos de una oración.
Tomemos ahora un segundo grupo de ejemplos con el fin de corroborar lo expuesto y, al mismo tiempo, ofrecer alternativas de solución:
a) Así, desde el diálogo con la vida, y volviendo a lo ya señalado por Larrosa, podríamos afirmar que la biblioteca, más que un espacio, es algo que sucede al sujeto.
b) Esta es, de este modo, un llamado a poner entre paréntesis las necesarias estadísticas, para escuchar en la voz del sujeto esos impactos que la biblioteca ha generado desde la perspectiva de la información, formación y creación, de su autonomía como sujeto libre.
En el apartado “a” salta a la vista la construcción quebrada de la frase. Hay cinco comas seguidas que opacan la figura de la idea. Si se hubieran usado las rayas se habrían economizado al menos dos de ellas. Pero más allá de este otro tipo de recursos para redactar, lo que deseo destacar es una manera de construcción intermitente, llena de interrupciones que conduce a la dispersión del lector. Bastaría hacer unos pequeños cambios para recuperar la continuidad de la idea:
Así, desde el diálogo con la vida, podríamos afirmar que la biblioteca es algo que sucede al sujeto (Larrosa, 2002).
O intentar meter al autor citado dentro del mismo desarrollo expositivo:
Así, desde el diálogo con la vida, podríamos afirmar con Jorge Larrosa que la biblioteca es algo que sucede al sujeto.
También cabría hacer otros ajustes, si es vital para nuestro planteamiento incluir lo del espacio:
Así, desde el diálogo con la vida, podríamos afirmar con Jorge Larrosa que la biblioteca más que un espacio es algo que sucede al sujeto”
Si nos detenemos en el ejemplo “b” podemos inferir varias cosas. La primera de ellas es que se empleó al empezar un doble conector que entorpece el movimiento del discurso. La segunda, que hay puestas comas innecesarias y, tercero, que faltó tejer mejor el argumento. De igual modo se presenta una repetición del término “sujeto” que poca variedad lexical le ofrece al párrafo. Sería suficiente para remediar estos fallos hacer unas ligeras correcciones:
Este es un llamado a poner entre paréntesis las necesarias estadísticas para escuchar en la voz del usuario esos impactos que la biblioteca ha generado en la información, formación y creación de su autonomía como sujeto libre.
De los cinco ejemplos puestos en consideración es válido sacar algunas conclusiones. Para empezar, que el uso excesivo de incisos le resta velocidad y precisión a la prosa. Otro resultado es que la abundancia indiscriminada de dichas intercalaciones puede llevar a un estilo en el que prime la digresión y no la concisión. De igual forma, si se abusa de esta desviación en el discurso, lo más probable es que el lector pierda el hilo de una exposición o la secuencia lógica de un argumento. Por todo ello, si se van a usar incisos en una frase es prioritario saber cuándo es pertinente hacerlo o cuándo resulta innecesario aglomerar esas pequeñas informaciones. Sea como fuere, es mejor conservar en la escritura la fluidez y la claridad, que apostarle a una redacción cortada, suelta y plagada de explicaciones superfluas.
Y si, por diversos motivos, es imperativo intercalar explicaciones dentro de un período deberíamos tener en mente los diversos recursos con que contamos en español. Desde la coma, hasta el paréntesis y la raya. Digo esto para evitar párrafos inundados de comas, y en los que escasea el punto seguido y el punto y coma. Si se sabe sopesar el peso de la información que se intercala en una idea se podrá elegir con tino el uso de uno u otro signo. Considero que la raya es una gran aliada cuando notamos que empiezan a multiplicarse las comas; siempre y cuando la aclaración que hagamos no sea tan extensa como para convertirse en otra idea demasiado alejada de su fuente. También ayuda a solucionar la prosa fracturada por la proliferación de incisos emplear frases no tan largas y sacarle provecho a la función de amarre de los conectores lógicos. En resumen, aprender a escribir es un permanente esfuerzo para limpiar a la prosa de ripios, dar el suficiente ritmo a la frase mediante el uso apropiado de los signos de puntuación y saber cohesionar las ideas en un apartado. Entre menos vueltas y recovecos le demos a un asunto más directa y ágil será nuestra escritura, más claras resultarán las ideas, y más contundente la fuerza comunicativa de su mensaje.
Monumento a Miguel de Cervantes en la Plaza España, Madrid.
Esta semana se celebró el día mundial del idioma. Un homenaje a Miguel de Cervantes Saavedra, fallecido el 23 de abril de 1616, y autor de esa obra magnífica en lengua española Don Quijote de la Mancha. Una fecha para enaltecer el valor del idioma, su función social y sus potencialidades creativas ligadas a la imaginación y lo maravilloso. Imbuidos por ese espíritu de celebración, reflexionemos un poco sobre la importancia del idioma.
La premisa inicial consiste en recordar que la lengua es el medio que nos permite entrar en relación con un mundo, con una tradición, con un legado cultural. Desde la cuna vamos aprendiendo sonidos y vocablos que, además de proporcionarnos unas claves para comunicarnos, configuran nuestra mente de una particular manera. La lengua, en este aspecto, se asemeja a la leche nutricia de nuestra madre, pues nos provee un alimento intelectual, un fluido que nos conecta con nuestros antepasados y, por ellos, de un conjunto de creencias, de formas de interactuar, de simbolizar; en fin, de una cosmovisión. Así que el idioma es un puente con el pasado que, al aprenderlo, se extiende hacia el porvenir.
Decía que la lengua, su aprendizaje, nos provee de unas herramientas simbólicas con las que creamos una segunda realidad. Mediante el lenguaje tomamos distancia de las condiciones físicas o naturales y empezamos a construir regímenes de signos, códigos, que favorecen la socialización, la elaboración de normas, la creación de mundos posibles. Con ese lenguaje, interiorizado, hablamos con nosotros mismos y establecemos vínculos con nuestros semejantes. El lenguaje nos ha hecho habitantes del tiempo, nos ha dotado de conciencia, nos ha permitido hacer presente lo ausente. Esta facultad de simbolizar es la que nos ha permitido avanzar en la evolución de la especie y la que, de manera diversa y extraordinaria, ha posibilitado la ciencia, el arte, las innovaciones más insospechadas.
El idioma, de igual manera, ha sido un canal idóneo para expresar nuestras emociones más viscerales, un vehículo que contribuye a sobrepasar el grito y la mueca. El lenguaje ha logrado, poco a poco, encontrar caminos para que la agresión, la fuerza, la violencia salvaje, puedan transformarse en caricia, en solicitud o pactos de convivencia. Si bien seguimos atados a instintos de sobrevivencia y procreación, si hay en nuestro ser atavismos de animalidad, lo valioso del lenguaje es que nos ha provisto de palabras, de un vocabulario sutil que cambia la garra por la caricia, la ofensa por el vínculo, la metáfora por la tosquedad. El idioma ha abierto caminos, sendas para que el dolor o la alegría, el sufrimiento o el placer, tengan vías de manifestación o esclusas para evitar el mutismo en soledad o el aislamiento de no ser entendidos. Gracias a ese papel del lenguaje los seres humanos pudimos darle un rostro a los padecimientos, una orientación a las urgencias del cuerpo, un escenario íntimo a nuestras pasiones.
Una consecuencia adicional de apropiarse de un idioma es la de proveernos de una identidad tanto personal como colectiva. Somos las palabras que tenemos y decimos, y somos las palabras de las cuales participamos en un territorio determinado. El lenguaje nos da una ciudadanía, nos acuña una patria en la piel, nos vuelve oriundos de una zona geográfica. Hay realidades que únicamente pueden ser dichas con ciertos términos, y hay lenguajes que pierden su sentido, si ya no tienen el contexto que los anima y les da vida. Buena parte del reconocimiento ajeno de lo que somos proviene del lenguaje que testimoniamos o del que usamos cotidianamente; construimos una identidad personal mediante las palabras que creemos y esas otras que son dichos, frases coloquiales o estilos particulares de nominar el mundo que habitamos. Además, el lenguaje individual, al sumarse a otros coterráneos, va perfilando los rasgos de identidades nacionales, las marcas de la idiosincrasia de un país. Digamos que el idioma es una señal más de nuestra personalidad, y otra marca de filiación con un paisaje, con las cicatrices ambientales de un terruño.
Desde luego, al idioma se lo ve dinámico y vital en la oralidad, en el diálogo, en las interacciones humanas; es una moneda intelectual para todo tipo de transacciones e interrelaciones, para fortalecer modos de asociación y maneras de enseñar y aprender. La oralidad es el idioma que alumbra con su luz el diario vivir de las personas; es el lenguaje que nace de la “tribu” y vuelve a ella para movilizarla y enriquecerse con el trato, con el uso frecuente. Pero, de igual modo, el idioma se consolida en escritura, en los variados textos que los hombres han inventado para hacerlo documento, registro, canto o elegía, relato o ritmo que toca el corazón. El lenguaje, en estos casos, se afina, se pule, se trabaja como pieza de filigrana hasta adquirir una delicadeza, una forma especial, que llamamos literatura. No sobra repetir esto: el idioma se cultiva, y gracias a la escuela o la persistencia de ciertos creadores, se vuelve otra cosa: una materia creadora de nuevos mundos, un espejo para reconocernos, un arte que toca las fibras profundas de la condición humana.
Los idiomas no son estáticos, cambian, mutan; están llenos de las mismas vicisitudes por las que pasan los grupos sociales; sirven para incluir o excluir, para decir la verdad pero, de igual modo, para engañar y mentir. El lenguaje, en esta acepción, es útil a ideologías, a credos religiosos, a órdenes institucionalizados del pensamiento. Y si bien quisiéramos que fuera abstracto y aséptico, lo cierto es que está teñido de intereses, de modos de ver, de fines políticos. Los grupos de poder, los dirigentes o líderes han usado el lenguaje para acomodarlo a sus propósitos, bien sea liberadores o de sumisión. Varias han sido las luchas y la sangre derramada por la aceptación o rechazo de un vocabulario; por la supresión o presencia de una palabra. El idioma ha estado al lado de los seres humanos haciendo las veces de un arado, una espada, una insignia de fe.
Al tener esa cualidad dinámica, el idioma ha ido evolucionando hasta consolidarse en gramáticas o prescriptivas que regulan su aprendizaje, su dominio y perfección. Del habla inmediata y confusa se derivó una retórica sofisticada y altamente persuasiva. Otro tanto puede decirse del lenguaje escrito que no sólo desarrolló un abanico de géneros, sino que forjó una técnica para lograr la claridad, la organización de las ideas y el efecto estético. De igual modo, existen academias y centros que velan por la salud del idioma, por atender las dudas en su uso y para conservar los mejores ejemplos de cada una de sus manifestaciones. Y las escuelas, en sentido amplio, junto con las bibliotecas son también promotoras y custodias de este invento inigualable del lenguaje.
Celebrar, entonces, el día del idioma, es una ocasión para analizar de nuevo su indispensable función en la sociedad, los variados alcances de su aprendizaje, la riqueza imaginativa que contiene. Por eso, además de cuidar de él, de tallarlo cada día, de saber elegir cuándo es útil y cuándo produce un efecto negativo, esta fecha es una oportunidad para revisar si mantenemos con el lenguaje una relación frecuente y entrañable, si cada día procuramos ampliar esa parcela del idioma, si contamos con un suficiente repertorio como para lograr decir o escribir la palabra precisa, el vocablo pertinente y oportuno. Y todavía más: celebrar el día del idioma es un llamado de atención al uso reduccionista del lenguaje, al neocolonialismo de ciertos idiomas, al abandono de las lenguas indígenas. Porque, si lo miramos con detenimiento, el idioma es herencia y legado de una memoria personal y colectiva.
¿Por qué nos resulta tan difícil pensarnos como comunidad?, ¿por qué produce tanto prurito moral sabernos responsables socialmente?, ¿qué hace que sea tan bajo el nivel de desarrollo de nuestra conciencia colectiva?, ¿qué nos acaece como grupo humano cuando tenemos que asumir un reto comunitario? Me he hecho estas preguntas al ver los eventos que han ido dándose en varios lugares de Colombia frente a la pandemia del coronavirus. Analicemos con algún detalle lo que ha venido sucediendo.
En principio, y no solo en un asunto de salud pública como éste, noto que el individualismo y el propio beneficio, a costa de lo que sea, se impone a como dé lugar. Poco importa el pensar en los demás cuando se acapara o se compran más productos de primera necesidad de los que en realidad se necesitan; con tal de llenar la propia despensa, los otros pueden quedarse sin lo mínimo para sobrevivir. Lo mismo ha pasado con los productos de desinfección, el alcohol o los humildes tapabocas: con tal de haber suplido mi urgencia, el resto verá qué hace o cómo sale del problema. Hay en esa avaricia, en ese afán de rapiña, un hondo desprecio por el vecino, por el congénere. Y no creo que sea solamente una secuela del egoísmo o del individualismo rampante, sino de una cosa más compleja: muy en el fondo es una forma de maldad, de indolencia con otra persona. Esa insolidaridad refleja el poco o mínimo valor que significa el cuidado de la vida. Si el otro se enferma, no es algo que merezca interés o preocupación. Vivimos en una sociedad sin vínculos morales, sin tejido sensible, sin ataduras trascendentes.
He visto también que la observancia de la ley, de los decretos que son medidas de contingencia para minar el efecto de una enfermedad o enfrentar su diseminación, son desatendidos, de la misma forma como se violan las normas de tránsito, como se eluden los acuerdos de convivencia. Todo lo que implique atender reglas, parámetros, seguimiento de instrucciones, todo ello es objeto de inadvertencia, de burla o de franca contradicción. Hay una corriente subterránea de que cada quien puede imponer su ley, de que es mejor armarse para resolver los conflictos interpersonales que salvaguardar unas normas colectivas. Es probable que esta sea una secuela de la cultura del narcotráfico en la que, precisamente, es la violación de la ley o el imperio del propio capricho los que se convierten en línea de conducta. La mayoría parece no tener responsabilidades en sus actuaciones y si las tiene, las logra amañar para sus propios intereses. Como consecuencia de haber politizado la justicia, al impregnar de corrupción el órgano que regula los desmanes del poder, las personas se sienten autorizadas a hacer lo que les dé la gana. La falta de confianza en las instituciones, el continuo deterioro de lo que representan para lo colectivo, es otro refuerzo a ese instinto de hacer justicia por la propia mano. Por eso, cuando se lanza un decreto o se impone una medida que afecta a toda una ciudad o a todo un país, lo notorio no es que se atienda tal normatividad, sino que cada quien busque un motivo para salirse con la suya, para “tomar el camino torcido”, para mostrar un desprecio por lo público. Fue de esa manera como aparecieron las autodefensas, las bandas criminales, los grupos de “limpieza social”. No hay una idea de beneficio social porque lo que se ha vuelto costumbre, aún en los dirigentes y figuras políticas, es el beneficio individual.
Creo también que las formas de crianza de hoy, tan alejadas del diálogo, del fomento al respeto mutuo, han contribuido enormemente a esta fractura social. No es fácil aprender a ser solidarios, a tener una juiciosa preocupación por el semejante, cuando en el hogar esa no ha sido una consigna o una de esas lecciones familiares para toda la vida; es difícil tener dentro de nuestros haberes morales la empatía social, la compasión o la ayuda al necesitado, si durante muchos de los primeros años se ha permanecido sin el tutelaje de padres responsables o se ha dejado a la deriva el cultivo del carácter, o de los fundamentos éticos que son definitivos al momento de constituirnos como ciudadanos, como seres sujetos de derechos, pero también de deberes. A lo mejor esta irresponsabilidad y poca preocupación por los demás, este analfabetismo para la interacción responsable, no sea sino la consecuencia de otras falencias en la familia, de otras omisiones que no atendimos a tiempo y que luego tratamos de olvidar fijándonos más en los efectos que en las causas. Tal vez los padres, con sus silencios continuados ante los comportamientos indebidos de sus hijos y la carencia de corrección oportuna de sus faltas, o por esos pregones cotidianos de “usted primero y los demás verán qué hacen”, contribuyen al desdén y a la indiferencia con el compañero de escuela, con la pareja amorosa, con el colega de trabajo, con el vecino de casa o de apartamento.
Paralelo a lo anterior están los modos de socialización de nuestra época centrados especialmente en las redes sociales, en la simulación del contacto, en considerar la burbuja, el encerramiento y la autosuficiencia tecnológica como el ideal de vida. Tales concepciones de “interacción social” favorecen una idea de tener amigos pero evitando cualquier tipo de conflicto; avalan el hacer parte de guetos, o de establecer “relaciones rápidas” con el recurso tecnológico de que podemos eliminarlas o sacarlas con un simple clic de nuestro celular. Este tipo de “vínculo social” nos va haciendo incapaces de resolver pacíficamente en la realidad las diferencias con los demás, nos torna agresivos cuando las interrelaciones no funcionan como queremos y, lo peor, nos refuerza el imaginario de que los seres de carne y hueso son desechables, de que como los objetos de consumo podrán ser reemplazados por otros menos molestos. Las tecnologías de hoy con sus variadas aplicaciones han ido creando más y más murallas para este individualismo insolidario. Enclaustrados y embebidos en una pantalla, cuando no absortos en un videojuego, nos despreocupamos por la suerte del prójimo, nos refugiamos en el propio cuarto cual si fuera un reino independiente de la casa familiar. Lejos han quedado el ágora, el parque, la calle, en los que se fraguaba la convivencia, en los que se aprendía a compartir, a resolver problemas hablando y a sentirnos corresponsables con los que vivían al lado, con los otros habitantes de cuadra, o con aquellas personas que sin ser conocidas considerábamos parte de nuestras preocupaciones o de una misma familia llamada humanidad. Algo hay en estos tiempos hipermodernos, al menos en el aspecto moral, de la arquitectura medieval. De allí las xenofobias, el sectarismo, la exclusión de cualquier forma de diferencia étnica, religiosa, política o sexual.
Noto también que la ausencia de saludables prácticas de comportamiento social, de provechosas relaciones interpersonales, poco contribuye a establecer o mantener el buen trato, la cordialidad y un espíritu fraterno. Lo que abunda es la agresión por cualquier falla involuntaria, la ofensa verbal, el deseo de dañar o perjudicar, la furia desmedida que desea acabar al que no comparte las mismas creencias o se interpone a nuestro paso. El tacto, la prudencia, la discreción en el decir o el actuar han cedido su lugar a la chabacanería, la ordinariez y una insolencia propia del criminal desadaptado o el bárbaro que se vanagloria de su crueldad o sus atropellos. Por eso las desavenencias se multiplican, por eso nadie respeta el turno, por eso cada quien quiere salirse con la suya, al precio que sea. De allí por qué se consideren los bienes públicos objeto del pillaje, de vandalismo, y todo lo que suene a regulación de la convivencia parezca una imposición o un mandato autoritario. Si un policía pide unos papales o nos llama la atención por una infracción de tránsito, la respuesta no es el reconocimiento de la falta, sino la bravuconada denigrante, el golpe o la grosería altanera; si le reclamamos al vecino que no ponga su bolsa de basura al frente de nuestra residencia, nos mirará desafiante por haberlo descubierto en su mal comportamiento; si hay que atender un aislamiento preventivo por un posible contagio, la réplica es salir a la calle a mostrar, como ebrios salvajes, que “aquí estoy yo, y nadie puede mandarme”. Más que la vergüenza o el perdón por un error, lo que sobresalen son la desfachatez o el descaro sumado a un desprecio humillante por nuestros semejantes.
Todas las anteriores evidencias nos llevan a pensar que estamos aún en cierta minoría de edad para atender las necesidades colectivas; que aún seguimos necesitando de la fuerza externa, del castigo, para lograr entrar en el concierto de los retos colectivos. Lejos seguimos estando de la autorregulación, de la autonomía, de la fraternidad y el voluntario acatamiento de los pactos colectivos, de lo que implica sabernos corresponsables de lo público. De pronto estos días de aislamiento preventivo obligatorio nos permitan reflexionar sobre este modo antisocial de comportarnos, sobre lo que conlleva adquirir la condición de ciudadanos; que podamos, en un genuino acto de madurez moral, sentir que formar parte de una sociedad presupone el cuidado del semejante. Sólo así, mediante esa ayuda de solidaria responsabilidad, fue como logramos vencer el miedo a las fieras cuando andábamos solos en las cavernas, y gracias a esa alianza de preocupaciones solidarias podremos consolidarnos como un pueblo adulto para enfrentar colectivamente las adversidades y constituirnos en una sociedad sensible al beneficio común.
Sondear en la interioridad es fundamental si no entendemos la razón de ser de algunos de nuestros comportamientos o si no comprendemos bien “zonas” o “fronteras” de nuestra identidad. Es una práctica difícil porque hay que ir hacia el fondo de sí, enfrentarnos a aspectos que no necesariamente serán de nuestro agrado. Es un ejercicio en el que interviene la memoria pero, esencialmente, es una tarea de “sinceramiento” con nuestros temores, nuestras angustias, nuestro subsuelo psicológico. Por eso, hay que ir por partes, desentrañando las diferentes dimensiones de nuestro ser; abriendo ese mundo como si fueran capas de un organismo supremamente frágil, tomando nota de los datos marginales o secundarios pero que, al relacionarlos, logran configurar unos hitos o unas marcas profundas de nuestra existencia. En últimas, se trata de un trabajo de investigación en el que el problema es, precisamente, lo que no comprendemos de nosotros mismos.
Recordando a Freud, este trabajo conlleva estar atentos a datos aparentemente marginales, a anécdotas o situaciones banales. Repasar nuestro pasado, en esta perspectiva, no es tanto atender a los eventos más notorios, sino a aquellos otros asuntos que en su momento pasaron desapercibidos. De otra parte, muchos motivos o claves de nuestro carácter no los hallaremos a simple vista; habrá que socavar, revolver, hacer una genuina arqueología para descubrir lo que ha estado tapado o sepultado por tanto tiempo.
La escritura es un útil poderoso para este examen íntimo. Ella sirve para hacer visible lo que es fantasmal o evanescente. Así que, a la par que se eche mano de la rememoración hay que ir registrando o poniendo en el papel las palabras más adecuadas para dichos episodios. Aquí vale la pena tener presente que el mismo lenguaje es una herramienta poderosa para esta labor: bien porque nos presta los signos certeros para nombrar lo que vamos encontrando, bien porque a pesar de no hallar en el momento el término preciso, nos da indicios o aproximaciones sobre el campo de analogías en el que nos estamos moviendo. Por lo demás, al escribir no solo tendremos el diario de a bordo, el testimonio de este sondeo, sino que nos permitirá –en su relectura– comprender otros asuntos que en la misma travesía no nos percatamos. Tales escritos serán una evidencia y un espejo para nuestro propósito.
Otro tanto podría decirse del pigmento o la línea que son recursos idóneos cuando deseamos aflorar esa dimensión más emocional de nuestro temperamento; pintar o dibujar son medios insustituibles cuando ansiamos explorar en los territorios menos controlados por nuestra férrea racionalidad. El grafismo es una manera más de viajar hacia dentro, de iniciar una catábasis a esas tierras que nos pertenecen pero que, por diversos motivos, consideramos ajenas o abandonadas de nuestras posesiones personales.
Primer ejercicio
Confeccionar un portafolio por capas de colores
Lo mejor para sondear en nuestro yo profundo es ir por capas. El ejercicio consiste, precisamente, en escribir sobre nosotros mismos, pero apoyándonos en hojas de distinto tono que ayuden a comprender diversos niveles de nuestra individualidad. En consecuencia, puede usarse o confeccionarse un pequeño portafolio en el que se incluyan diferentes hojas de colores. Cada color servirá de ayuda para distinguir un aspecto de nuestra personalidad. Así, por ejemplo, podemos emplear el color gris para los aspectos familiares (los relacionados con papá, mamá, hermanos, hijos); el color azul para los aspectos afectivos (los vinculados con los sentimientos, las pasiones, la zona emocional); el color verde para los aspectos de interrelación (los que tienen que ver con nuestra forma de comunicarnos con otros, con nuestro modo de establecer vínculos, con las formas de hacer pareja). Por supuesto, cada hoja puede servir también para detallar un elemento de un aspecto mayor: es decir, si hemos elegido el color azul para los afectos, podríamos tomar el color amarillo sólo para mirar el amor, o el color rojo para centrarnos específicamente en la sexualidad. El desarrollo del ejercicio mostrará la necesidad de acudir a diversas capas o subcapas con el fin de no quedarnos en la superficie o en las generalidades de lo que somos o suponemos ser.
A las capas de colores del portafolio pueden añadírsele hojas de acetato o papel calcante que permita mostrar niveles superpuestos o estratos de un mismo aspecto; también resulta útil emplear distintos tipos de tinta si consideramos necesario resaltar, rubricar o poner en alto relieve una característica específica, el nombre de determinada persona, cierta circunstancia o un motivo recurrente De igual modo, las notas adhesivas resultarán de gran ayuda si, después de escribir determinado aspecto en una hoja, al volverla a leer necesitamos agregar o aclarar determinada cuestión. Finalmente, el portafolio nos permite incluir materiales que ayuden a enriquecer o tener evidencias de lo que vamos acopiando sobre nuestra propia historia. Una buena dosis de creatividad, además de un gusto por lo artesanal, hará que el portafolio tenga la impronta de nuestra identidad y logre un “estilo expresivo” tanto en los aspectos formales como de contenido.
Segundo ejercicio
Dibujar nuestro monstruo
Otra manera de adentrarnos en la interioridad es dibujar o pintar nuestro monstruo. Se trata de hacer un retrato, lo más cercano posible, de aquella o aquellas figuras negativas que pueblan nuestro psiquismo. No es un ejercicio para el que se requieran tener finas cualidades artísticas; más bien es una práctica estética, lúdica, para dejar fluir el inconsciente, y así intentar sacar a la luz esa “pesadilla”, ese “engendro”, ese “ogro” que por muchas razones hemos mantenido en las sombras. Es probable que no nos sea tan claro plasmarlo de manera inmediata o que dicho ser permanezca algo difuso en nuestra mente, en nuestros recuerdos o en nuestra imaginación. Por eso, es válido tener presente una gama de elementos gráficos con los cuales nos sea más fácil dibujar aquello que nos amenaza, nos atemoriza o nos imposibilita ser. También es posible que nos lancemos impulsivamente a pintar nuestro monstruo, tal como vaya saliendo espontáneamente de nuestras manos y, luego, interpretarlo a la luz de estos ocho campos de características.
Pelos, espinas, púas, dientes.
Sirven para identificar aquello que tememos o nos sirve de protección. Son una manera de cubrirnos pero, en realidad, muestran nuestra vulnerabilidad. Apuntan a mostrar los miedos que nos habitan, consciente o inconscientemente.
Indican todo aquello relacionado con culpas, pecados, errores, faltas que permanecen en nuestra mente y en nuestro corazón. Es la zona más dolorosa, el lugar escondido de la piel del monstruo.
Corresponde a nuestro modo de comunicarnos. Son los signos para expresar el exceso o la carencia de lenguaje, de palabras. Hablan también de nuestra manera de interrelacionarnos: construir pareja, familia, equipo. Dicen el grado de fluidez de nuestra capacidad comunicativa.
Espuelas, picos, garfios, tenazas, garras, uñas.
Son emblemas de nuestras pasiones más notorias para herir a los demás. Muestran nuestra forma de producir dolor en otros, de manera consciente. Con estos signos evidenciamos la zona de maldad que nos es más fácil provocar. Es nuestro lado destructivo hacia los demás.
Ojos, orejas, narices, manos, pies.
Todo ello refleja el nivel de vulnerabilidad que sentimos frente a la gente, o hacia los demás. Indica qué tanto somos afectables por el comentario de los otros, por el rumor del prójimo. Es la parte más visible del monstruo, la que está más expuesta al vecino, al colega, al semejante.
Brazos, tentáculos, ramificaciones, piernas.
Dicen de nuestro monstruo el sentido o el sinsentido de nuestras decisiones. Corresponde al uso debido o indebido de nuestra libertad. Evidencian la claridad u oscuridad de nuestros objetivos o metas existenciales. Son indicios del uso de nuestra voluntad.
Son indicios de nuestros hábitos, de nuestras costumbres. Son un testimonio de la vida rutinaria, de lo que reiteramos en el día a día. También puede indicar la “zona sagrada” de nuestro “nicho” vital. Hablan de nuestros rituales, nuestras manías, nuestras terquedades, nuestras costumbres más enquistadas.
Antenas, colas, rabos, extensiones, jorobas.
Permiten identificar la relación que tenemos con el pasado; es la parte heredada, la genética física y moral a la cual pertenecemos. Explica o señala cómo aceptamos o rechazamos una sangre, una parentela. Es el modo como expresamos nuestro vínculo o ruptura con una familia, un apellido, una genealogía.
Tercer ejercicio
Construir un álbum de fotos con relatos derivados
La imagen tiene el poder de vincularnos con lo afectivo, con las zonas emocionales de nuestra interioridad. La imagen a la par que evoca, convoca a nuestra conciencia. El ejercicio consiste, por lo tanto, en elegir un número de fotografías que sean lo suficientemente significativas para cada persona, como para considerarlas “hitos” o “referentes” de la propia vida. Una vez hecha esta labor de búsqueda y selección –en lo posible copando desde la infancia hasta la edad actual– se procede a escribir un pequeño relato derivado de esa imagen. El texto no es una mera notación de ubicación de personas, espacios y tiempos, sino una ampliación escrita del recuerdo asociado a esas fotografías. Es, por decirlo de otra manera, un “comentario”, muy de corte autobiográfico, en el que demos cuenta de la resonancia de cada una de las fotografías en nuestro ser, en nuestra geografía intelectual y emocional.
Es obvio que la misma elección de cada imagen ya dice mucho de su importancia en nuestra vida. Al construir el álbum estamos “reconstruyendo” nuestra biografía. Le otorgamos sentido a esas fotografías porque, desde la mirada retrospectiva, ahora sí podemos valorar en su cabal significación: por la felicidad o el dolor que allí está representado; por la fuerza o la importancia que determinado evento sigue teniendo en nuestra vida; por la trascendencia que una persona tiene en nosotros; por la revelación de huellas indelebles, muchas veces inadvertidas, que al mirar esas fotografías persisten como cicatrices en nuestro tránsito vital. Por eso, al escribir un texto emanado de cada imagen lo que estamos haciendo es asignar sentido a hechos, situaciones, o personas que en su momento parecían tener un significado indefinido, o que aún no poseíamos el horizonte para sopesar su alcance o su valía en nuestra existencia.
Y si bien Marcel Proust pudo ir pos de su propia historia a partir de un sabor, en este ejercicio el detonante está en la imagen. Las fotografías serán como “dispositivos de memoria”, con “anclas simbólicas” que ayudarán a sacar a la luz los rasgos sepultados de un carácter, los vestigios o huellas de lo que debemos a otros, los mapas dispersos de nuestra identidad. En esta perspectiva, es fundamental dejarse atrapar por la seducción anamnésica de la imagen, que sea ella la que jalone la rememoración, la reminiscencia con su variedad de relaciones. Y luego, con la redacción de esos cortos relatos asociados a las fotografías, completar el ejercicio dejando que la escritura no solo fije el recuerdo, sino que amplíe y multiplique sus conexiones imaginarias en un inquietante descubrimiento al revivir nuestra vida. Porque ahí está lo esencial de elaborar este tipo de álbum: dejar que la imagen, como espejo que es, nos permita mirarnos para reconocernos; permitir que la escritura, en cuanto soliloquio del pensamiento, sirva de eco reflexivo a nuestra propia voz.
Variadas son las preocupaciones –cuando no las angustias– de los directivos y docentes al notar que los estudiantes de sus instituciones obtienen bajos resultados en las pruebas nacionales o no avanzan en la lectura comprensiva. Este problema se hace mayor al observar una merma en las prácticas de lectura de las nuevas generaciones, al igual que una falta de estrategias didácticas más enfocadas en este aspecto por parte de los educadores. Con este escenario de fondo deseo ubicar las siguientes reflexiones.
Lo básico es entender una cosa: la lectura comprensiva supone la previa enseñanza y desarrollo de habilidades de pensamiento como la relación, la inferencia, el análisis o la comparación. Digo esto porque los docentes descuidan estas operaciones de la mente, confiados en que de manera natural o espontánea crezcan en los alumnos. Sin embargo, si no se enseñan con intencionalidad y bastante constancia tendremos gran dificultad para obtener resultados favorables.
En esta perspectiva, el uso de los cuadros comparativos, el empleo de mapas de ideas, el ejercicio en la formulación de hipótesis, la insistencia en los procesos de clasificación, al igual que el frecuente ejercicio de la deducción y la inducción, se convierten en el caldo de cultivo necesario para que sea factible una lectura comprensiva. Por eso, la mejora de esta habilidad cognitiva no es una responsabilidad única del área de español, sino un compromiso intencionado de todos los docentes de todas las disciplinas.
Dicho esto, me gustaría señalar algunos asuntos sobre la comprensión que a veces olvidamos los dedicados al oficio de enseñar:
Uno:la comprensión es un modo de leer que demanda un esfuerzo mayor que la decodificación. No es una actividad que se dé sin el empeño y la participación activa del lector. Quien lee comprensivamente un texto necesita tener a la mano útiles de trabajo diferentes a los ojos. La lectura comprensiva exige que la práctica del subrayado y la glosa se hagan cotidianas, y que el uso de colores, fichas o esquemas sean habituales por parte de los estudiantes.
Dos:la comprensión implica acciones permanentes de relación y comparación, de contrastar inferencias, de entender el texto como un tejido en el que conviven los intertextos y los contextos. Quien lee comprensivamente vincula, hace conjeturas, tiende lazos de significado entre palabras distantes, entrevé filiaciones con otros textos o con otros órdenes de realidad.
Tres:la comprensión necesita de la explicación para tener alguna validez, para tener un soporte que le de consistencia y hondura. Y la explicación proviene de un conocimiento a fondo de los elementos constitutivos de un texto; supone una relectura atenta y un dominio de las particularidades semánticas que, a simple vista, parecen innecesarias. La explicación es reconocimiento de las partes de un texto y de su estructura; es decir, es el soporte para cualquier comprensión posible.
Cuatro:la comprensión tiene niveles o permite un avance en estratos o grados de profundidad. Por eso, cuanto más apropiado se tenga un texto y se vaya cualificando con la práctica, mayor será el avance en la comprensión. La comprensión nunca es definitiva, porque lo que se busca es alcanzar lecturas más consistentes, más abarcadoras, más llenas de sentido. Entre más traseguemos un texto, cuanto más estemos familiarizados con él, en la medida en que lo conozcamos en su variedad de significados, mayor será el grado de lectura comprensiva, más rico el resultado y los análisis obtenidos.
Cinco:la comprensión se enriquece con el diálogo entre lectores, con la discusión y el debate sobre un texto determinado. De allí que sea tan importante en la planeación de la clase, disponer tiempos y espacios para que haya la circulación de las distintas comprensiones, para que cada estudiante escuche otras aproximaciones a un texto, otras vías de acceso, otras interpretaciones sacadas de una misma partitura. Gracias a la tertulia, al conversatorio, al diálogo sobre una lectura, es que la comprensión gana en profundidad, muestra su importancia para un aprendizaje significativo.
Seis:la comprensión varía según el tipo de texto que tengamos como objetivo. Las estrategias y los modos de acceder a un texto informativo, a uno argumentativo o a uno narrativo, no son idénticas. Cada tipología textual pide una comprensión particular. Así que, saber identificar el tipo de texto que tenemos entre las manos es un aspecto crucial para saber utilizar los medios adecuados y, a la vez, prever los resultados posibles. Una buena parte de los fracasos en la lectura comprensiva se debe a que los estudiantes no diferencian el texto de estudio y, por lo mismo, usan recursos inapropiados.
Dicho lo anterior, considero oportuno ofrecer enseguida unas orientaciones didácticas a los docentes o unas pistas de ayuda para los estudiantes sobre la lectura comprensiva. Advierto que estas pistas tienen un mayor desarrollo en varias entradas de este blog o en algunos de mis libros, especialmente en La enseña literaria, La palabra inesperada, Vivir de poesía, Educar con maestría, El quehacer docente y Vías y sentidos de la lectura.
Primero:Una lectura comprensiva demanda poner en relación, más de una vez, la parte con el todo. Reconocer la macroestructura de un texto es tan importante como identificar sus elementos constitutivos. Quien así lee, puede reconocer el bosque y, a la vez, cada árbol. Un lector comprensivo teje relaciones entre lo macro y lo micro, entre las grandes unidades y las pequeñas líneas; entre las capítulos mayores y los párrafos. Ejercitar a los estudiantes en hallar vínculos o interrelacionar capas de significado, usando acetatos o papel calcante, ayuda a que la comprensión de un texto se vaya ampliando, multiplicándose, ganando en complejidad.
Segundo:Una lectura comprensiva se mueve en la dinámica de la conjetura, de la inferencia permanente. Cada idea, cada verso, cada frase está sometida a la validación de la siguiente línea, del siguiente enunciado. A la par que suponemos o conjeturamos algo sobre lo que vamos leyendo, tenemos que cotejar esas intuiciones, esos primeros significados, con aquellos nuevos que brotan de la siguiente unidad de lectura (la lexía, diría Roland Barthes). La comprensión se hila, se teje, se va engarzando, imbricando como las partes de una tela. Y si bien tenemos significados diversos al enfrentar determinada sección de un texto, esas primeras aproximaciones tienen que ser contrastadas con las subsiguientes, y éstas con las demás que constituyen el texto completo. La lectura comprensiva avanza y retrocede, moviliza la imaginación en sus probabalidades, pero, también, la validación permanente.
Tercero:La lectura comprensiva presupone una reserva semántica tanto o más amplia cuanto sea la complejidad del texto. Contar o desarrollar en los lectores un mundo amplio de palabras y de significados es fundamental no solo para precisar bien los mensajes subyacentes, sino para avizorar posibles vías de interpretación. Comprender un texto es entrar en los juegos del lenguaje, en las diversas acepciones de un término y su utilización específica en la organización de un ensayo, un poema o un artículo periodístico. Si la reserva semántica de quien lee es muy limitada o demasiado restringida, será difícil que se alcancen niveles de comprensión relevantes. No obstante, comprender un texto no es hacer un inventario de palabras desconocidas, sino otra cosa: adentrarse en los matices, en las filiaciones, en las potencialidades de las palabras. Advirtamos que las palabras en un texto están en situación; no operan como entes autónomos o independientes. Más bien son como piezas de ajedrez que, dependiendo de la intención del autor o de la estrategia de composición textual, así será su función, su rendimiento, su eficacia comunicativa.
Cuarto:La lectura comprensiva requiere, para obtener logros destacados, la ejercitación, la práctica continua. No puede esperarse que seamos afinados lectores comprensivos si ese no es nuestro hábito, si determinado tipo de texto no es el que frecuentamos. Más bien cabría decir lo contrario: en la medida en que hagamos cotidiana la lectura de una tipología textual, en que vayamos una y otra vez a sus planos de significado, con más rapidez y calidad irán dándose en nosotros las condiciones para comprender los textos y habrá una habilidad para entender su forma de estructurarse y producir significación. Enfrentarse de forma recurrente a esta práctica lectora, crear condiciones para que eso acaezca en el aula, idear tareas bien pensadas que refuercen este modo de leer, seguramente producirán mejores lectores comprensivos.
Quinto:Una lectura comprensiva demanda ampliar el mundo simbólico del lector, su capital cultural. A veces se piensa que la comprensión de un texto puede reducirse a un estudio formal de sus partes; pero lo cierto es que si el lector no posee un capital cultural, una constelación de símbolos para entrever alusiones o poner en relación un texto con otros contextos, su tarea adolecerá de exploración de sentidos y de una mínima intertextualidad; será una simple constatación de su literalidad. Conocer o saber de arte, de historia, de antropología, de literatura, es indispensable si queremos darle vuelo a aquello que leemos. Quien se considera un lector comprensivo es porque puede poner en diálogo lo que lee con las voces implícitas de la tradición y con todas las potencialidades de lo imaginario.
Sexto:La lectura comprensiva es el resultado del análisis, de la rumia, de la meditación atenta. Es común creer que de un solo golpe de vista o con una somera lectura se alcanza la lectura comprensiva. Que es un resultado inmediato o que se puede aplicar un comodín dilucidador para cualquier texto. Lo que poco se insiste es que si no hay el tiempo necesario para cavilar, para examinar con cuidado los planteamientos en un texto, para ponderar las razones expuestas o para razonar con suspicacia los sentidos indirectos de un mensaje, los resultados estarán muy alejados de una genuina lectura comprensiva. En este aspecto, los cursos de lectura rápida o las prácticas de lectura en el entrenamiento de habilidades oculares, riñen con el estudio lento y bien masticado de la lectura comprensiva.
Hablar con otros, reunirnos para tal fin, es una de las actividades más valiosas para reforzar los vínculos sociales. Mediante ese rito se afirma la amistad, se afianzan los lazos del afecto y se comparten las vicisitudes de la existencia. Conversamos para enterarnos de lo que acaece más allá de nuestras fronteras, para conocer las interpretaciones que otras personas tienen de los acontecimientos más actuales, para adentrarnos en las particularidades de la historia de nuestros semejantes. El diálogo fue y sigue siendo el medio como los seres humanos se consolidan como pareja, como familia, como comunidad.
Por supuesto, dialogar presupone una valoración significativa de la persona con quien deseamos encontrarnos. De por sí, la conversación le otorga o le devuelve a nuestro interlocutor una importancia que lo hace digno de interés. Por eso sacamos tiempo para estar con él o con ella, para disponer nuestra atención y nuestro gusto, para dejar que el ovillo de la comunicación se desenrede poco a poco. Y si bien tenemos una necesidad de expresarnos, de confesar una pena o compartir una alegría, lo que hace más valiosa la conversación es que alguien esté dispuesto a escucharnos. Sin la escucha empática la conversación pierde su médula, su esencia. Tal vez ahí esté la clave de la secundaria importancia que tiene la conversación en nuestros días: nadie quiere en verdad escuchar a los demás.
Habría que recordar, como un hecho histórico, la relevancia de la conversación en pasados siglos. Piénsese no más, en los salones literarios, en la abundancia de los cafés, en las tertulias o en las veladas familiares. Y si se asistía a esos lugares era porque se tenía la necesidad y la convicción de que la experiencia propia o ajena necesitaba aprenderse y refrendarse; que si bien existían fuentes escritas o conocimientos disciplinares, hacía falta el filtro de la oralidad para convertirlos en asimilable sabiduría. Era hablando con los demás como la vida reclamaba para la existencia individual una anécdota, un apunte digno de recordación, una peripecia llena de ejemplaridad. En aquellos salones o en esos sitios en los que el café o un buen vino sazonaban la palabra, los contertulios leían, debatían, festejaban, hacían actos públicos de contrición o dejaban fluir el aforismo crítico o la sátira picante. Era una práctica gobernada no por una agenda preestablecida, sino acomodada al ritmo propio de la duración; es decir, a un tiempo interior elástico y proclive a disfrutar los placeres de la ocasión.
Desde luego, si había esos sitios de encuentro para conversar, si asistir al ágora privada era un programa estimulante, se necesitaba a la par desarrollar el habla, fortalecer el pensamiento argumentado, darle a la locuacidad y el buen uso del lenguaje una trascendencia tanto académica como social. Hablar bien, saber elegir las palabras adecuadas, tener una amplia y variada reserva lexical, eran condiciones básicas para ser un excelente contertulio. Por eso la prensa de esos años tenía articulistas y editorialistas que con sus escritos constituían tácitamente una escuela del buen conversar. De igual modo, los centros educativos propiciaban, como uno de sus objetivos fundamentales, el que sus estudiantes tuvieran una expresión oral fluida y coherente; se retomaban lecciones de la retórica clásica y se aprendían modelos de las figuras literarias para darle color y fuerza a la expresión. Todo esto convergía en un gusto por reunirse con el familiar, el vecino o el colega a intercambiar ideas, discutir pareceres y enriquecer experiencias.
Contrario a esas épocas, nuestro exceso de individualismo, nuestro ideal adolescente de la “burbuja” existencial, el desprecio por lo público, todo ello ha hecho que sea el encierro, el espejismo solipsista, la egolatría fanática, los que han convertido la práctica de la conversación en un evento esporádico o poco llamativo. Hay demasiada agresión en el ambiente, demasiada desconfianza con el vecino, demasiada soberbia proveniente de los guetos ideológicos, como para tomarse un tiempo, largo y lento, a sentarse a escuchar la confesión del extraño, del forastero, de esos otros que tienen opiniones diferentes a la nuestra. Y como estamos llenos de ruido, como pasamos todo el tiempo conectados a algún dispositivo tecnológico, tampoco sabemos cómo escuchar, padecemos de una sordera para saber descifrar, en el escueto relato de una persona, los clamores de ayuda de otra vida. De allí la poca importancia que tiene para estas nuevas generaciones conservar el tejido social o sean apáticos para contribuir en la rehechura de los vínculos de toda índole. Se nos está olvidando sentarnos a conversar; por eso abunda la ofensa grosera, la calumnia insidiosa, el odio que busca acabar con la vida de nuestros conciudadanos. Porque hemos ido olvidando la plural riqueza del diálogo nos hemos ido acostumbrando al monólogo asesino de las armas.
Puede creerse que chatear o intercambiar mensajes por whatsapp sea un substituto de la conversación cara a cara; pero no considero que sea así. El diálogo genuino presupone cierto contacto, una atención permanente a los gestos y los sobreentendidos, a las pausas intencionadas, a los intersticios que la conversación va dejando en la medida en que avanza y, sin los cuales, resultaría imposible intercambiar opiniones con sentido. Eso de una parte. Además, el diálogo obliga a una compenetración con el interlocutor que nos invita a dejar de lado artefactos distractores u otro tipo de actividad. Si uno se sienta a conversar es porque estima que ese hecho es el fin mismo de encontrarse; no es un pretexto mientras se hace otra cosa o un modo de entretenimiento marginal. De allí que el diálogo en directo, el que posee ese calor de las relaciones interpersonales vivas y cambiantes por el fragor de los afectos, nos invite a escuchar a otro ser con total interés, a sabiendas de que lo dicho no podrá ser repetido o asimilado de igual manera en el futuro. La conversación reclama para sí el sello del acontecimiento; en consecuencia, no podemos perdernos ningún detalle de dicho evento, ni pasar inadvertidos los gestos y las palabras de la persona que está al lado o al frente nuestro. Dialogar es, en últimas, una práctica de dignificación del interlocutor, del ser humano con el que compartimos nuestra mesa.
Resulta prioritario, en este mundo de la rapidez mecánica y el egoísmo individualista, dedicar horas y espacios a esta práctica de la conversación. Pero no me refiero a almuerzos de trabajo o a mesas de negocios, sino a recuperar el sentido del diálogo fraterno, de la conversación con que se acendraba la crianza, se ahondaba comprensiblemente en los laberintos del corazón, y se establecían puentes para que los saberes de la tradición dejaran en los espíritus jóvenes improntas de valores civiles o virtudes morales. Si conversáramos más, entenderíamos que los mayores problemas de nuestra existencia, si se comparten en la mesa familiar, en un bar o en una cafetería, resultan más llevaderos; que las desavenencias o los conflictos tienen vías solución cuando se tiene la voluntad de solucionarnos; y que la sabiduría de vivir no es otra cosa que el recuento de muchas conversaciones guardadas en nuestra memoria.