Los urapanes de La inmaculada.

Los urapanes de La inmaculada.

Esa tarde, a eso de las cuatro, le pidió a su amiga que lo acompañara al cementerio. No sabía bien por qué sentía esa necesidad. Quizá por ser un treinta de diciembre, o por ser las primeras fiestas navideñas sin la presencia de su padre. Sea por la razón que fuese atendió bien las voces de su corazón y las convirtió en un acto. Ya en el carro de su amiga, pasó a recoger a su mujer. Y los tres tomaron el camino de la autopista rumbo al norte, bien al norte de la ciudad. Un trancón puso su corazón al acecho. Más después de padecer una larga cola de automóviles pudieron llegar a las cuatro y media. A la entrada del cementerio compró flores moradas y de colores. Con ese regalo entre sus manos buscó la tumba correspondiente. A la vera del camino, debajo de los urapanes, se encontró con su viejo. Quitó las flores marchitas y trajo agua fresca. Con devoción armó el florero. Las lágrimas se le vinieron encima, como un alud repleto de imágenes y palabras. Con la voz entrecortada les pidió a las dos mujeres que fueran a buscar un ramo más de siemprevivas. Se quedó sólo con su dolor, desyerbando la pérdida, limpiando con sus manos aquella huerta de la hojarasca y los chamizos. Por primera vez le habló a aquella ausencia. Le pidió en voz queda por la salud de su madre, enferma en esos días; y le susurró una vez más su amor, su gran amor de hijo. Ahora las lágrimas parecían fardos que le doblaban la espalda. Cuando las dos mujeres llegaron él ya había limpiado la tumba. Levantó sus ojos llorosos y pudo ver los de su mujer, igualmente húmedos. Volvió a acariciar el florero con la misma ternura con que le acariciaba la cabeza y el cabello a su padre. Luego se metió en el carro azul navajo y cerró la puerta. Minutos después entraron las dos acompañantes. Un silencio fraterno y respetuoso también tomó asiento. Las manos del hombre esculcaron en la guantera buscando un pañuelo desechable. Le reiteró a su amiga las gracias por haberlo acompañado. Respiró profundo. En su mente seguía presente el pasado diciembre cuando el viejo, haciendo un esfuerzo descomunal, los había acompañado al ritual del abrazo, los besos, los parabienes y las recomendaciones para el año reciente. Y sabía que al otro día, en la siguiente noche, en esa otra noche de Walpurgis, tendría que encontrarse con esa evidencia de no verlo, ni oírlo, ni poder estrecharlo fuerte contra su pecho. Quizás por eso fue al cementerio, tal vez por eso sintió tal llamado. Como una manera de preparación, de ensayo para la función del otro día. Con la mano izquierda acarició la pantorrilla de su mujer. La apretó tiernamente, pero con firmeza. Ella le tomó el lóbulo de su oreja con gran cariño, como si supiera del dolor que en esos momentos transitaba por su corazón, similar a una recua de mulas por un camino de herradura.

         —¿Tienes mucha hambre?— le preguntó el hombre a su mujer, haciendo trizas el silencio.

         —Un poquito.