Ilustración de Christian Schole

Ilustración de Christian Schole.

Qué alegría, vivir

sintiéndose vivido.

Rendirse

a la gran certidumbre, oscuramente,

de que otro ser, fuera de mí, muy lejos,

me está viviendo.

Que cuando los espejos, los espías,

azogues, almas cortas, aseguran

que estoy aquí, yo, inmóvil,

con los ojos cerrados y los labios,

negándome al amor

de la luz, de la flor y de los nombres,

la verdad trasvisible es que camino

sin mis pasos, con otros,

allá lejos, y allí

estoy besando flores, luces, hablo.

Que hay otro ser por el que miro el mundo

porque me está queriendo con sus ojos.

Que hay otra voz con la que digo cosas

no sospechadas por mi gran silencio;

y es que también me quiere con su voz.

La vida –¡qué transporte ya!–, ignorancia

de lo que son mis actos, que ella hace,

en que ella vive, doble, suya y mía.

Y cuando ella me hable

de un cielo oscuro, de un paisaje blanco,

recordaré

estrellas que no vi, que ella miraba,

y nieve que nevaba allá en su cielo.

Con la extraña delicia de acordarse

de haber tocado lo que no toqué

sino con esas manos que no alcanzo

a coger con las mías, tan distantes.

Y todo enajenado podrá el cuerpo

descansar, quieto, muerto ya. Morirse

en la alta confianza

de que este vivir mío no era sólo

mi vivir: era el nuestro. Y que me vive

otro ser por detrás de la no muerte.

 Pedro Salinas

Varios y exquisitos son los poemas de Pedro Salinas para referirse al amor, a las facetas y los dramas del amor. Pero el poema “Qué alegría, vivir sintiéndose vivido”, en especial, pone su acento en el amor profundo, en ese que no necesita de la presencia física para existir. Un amor tanto más fuerte cuanto está enraizado en la ausencia. Un amor esencial porque se manifiesta a través de otro. Porque es el otro el que verdaderamente encarna lo que sentimos por él.

Salinas parte de una certidumbre: a través de otro ser puedo también vivir. Me es posible, por decirlo así, desdoblarme. Y la otra persona, me presta sus ojos, sus labios y puedo ver cosas y decir palabras sin moverme del sitio en que estoy o manteniendo cerrados los labios. Sigo viviendo a partir de esa otra persona. Allí está el milagro del amor: “que haya otro ser por el que miro el mundo porque me está queriendo con sus ojos”. O, si se quiere, que el amor hacia otra persona se hace más intenso, más hondo, cuando encarna en ella, cuando sus sentidos son los de otro, cuando su memoria es también la del amado ausente. Esa es la certeza de Salinas, que cuando amamos, cuando lo hacemos de verdad, comenzamos a vivir doblemente.

Todo aquel que haya vivido la experiencia de amar de esta manera sabrá que eso es cierto. Cuántos de nosotros al estar lejos del ser que amamos, al mirar un paisaje, un evento o entretenernos en determinada cosa, ponemos en nuestros ojos no la mirada propia sino aquella otra de la persona que de tanto besarla y llenarla de historia ya es parte de nuestra carne. El gusto por un color, la pasión por una comida, la preferencia por un aroma, se convierten en motivos poderosos para desdoblar nuestra identidad; aunque estemos solos, somos en realidad un nosotros. Igual acontece con las palabras. Por momentos nos vemos usando expresiones que reconocemos, en un segundo, como propias del ser que amamos; pero después, pasado ese fugaz asombro, las hacemos tan nuestras, que no parecen distinguirse de nuestro propio vocabulario. La razón de esta vida doble que provoca el amor puede ser el hecho de fraguarlo en el yunque del día a día, de alimentarlo con pequeñeces, de verle su rostro esencialmente humano.

Creo igualmente, y el poeta lo manifiesta hacia el final del poema, que un amor así sólo puede gestarse desde la confianza. Salinas la tilda de “alta”, porque si es una confianza pequeña, si alberga así sea una incipiente duda, lo más seguro es que sea demasiado frágil y no pueda sostener o mantener en el tiempo las vigas del amor. La confianza es el lubricante del amor genuino. Por ella es que la distancia puede sortearse o tocarse el negado cuerpo de la amada ausente. La alta confianza, además, es la clave para decir “lo nuestro”. El amor maduro, el amor que logra incorporar a otro, nos hace plurales, nos reivindica de “la primer condena de la vida”, como dice el mismo Salinas, en otro poema. Ya no estamos solos; nos sabemos dos, nos llamamos “pareja”. Al decir lo nuestro, alcanzamos el estadio superior del amor porque logramos trascender la limitada satisfacción de lo propio.

Las últimas líneas del poema, que pueden parecer enigmáticas, llaman la atención sobre la “no muerte”. Pareciera que la vida tuviera una cara y un envés. La cara, ya lo sabemos, es la fuerza vivificante del amor; el otro lado, por supuesto, es la muerte. Pero Salinas dice que al ser amados de esta manera, al lograr que alguien nos ame en la ausencia y la alta confianza, tendremos no un lado oscuro sino otra cara de luz a nuestra espalda. Que al ser dos, que al vivir esa doble vida del amor, a la muerte no le queda espacio para ejercer sus dominios. La imagen es magnífica: si el vivir vale la pena, si tiene algún sentido, es porque el amor —como se exalta en el Cantar de los Cantares— es más fuerte que la muerte, porque detrás de las sombras del olvido, está radiante la memoria de un otro que nos ama. 

(De mi libro Vivir de poesía. Poemas para iluminar nuestra existencia, Kimpres, Bogotá, 2012, pp. 65-69).