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Fernando Vásquez Rodríguez

~ Escribir y pensar

Fernando Vásquez Rodríguez

Archivos mensuales: agosto 2022

Escolios a la Odisea (cantos XVI a XX)

28 domingo Ago 2022

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“El Reencuentro de Odiseo y Telémaco” de Henri-Lucien Doucet.

El reencuentro entre Odiseo y Telémaco es conmovedor. Más que largos discursos o extensas palabras de cariño, lo que describe Homero es la sorpresa, el gesto del abrazo y el llanto común que los une hasta “mover a la compasión”. Sabemos que ese llanto tenía el tono agudo de las aves, águilas o buitres, “cuando les arrebatan las crías antes de que pudieran usar sus alas”; y para darle un mayor realce, ese llanto podría haberse prolongado “hasta la puesta de luz del sol”. La emoción contenida durante tantos años, ahora halla su punto de desborde. Todo lo anterior cobra aún más realce porque Homero los deja solos en tal momento: Atenea ha partido, Eumeo corre hacia la ciudad, no hay nadie en la majada; únicamente el padre y el hijo, en ese emotivo y entrañable abrazo, ocupan el primer plano de la escena.

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El número de pretendientes es, en verdad, considerable. Telémaco le enumera a su padre los esforzados varones que consumen su hacienda y cortejan a su madre: “de Duliquio vinieron cincuenta y dos mozos escogidos, a los que acompañan seis criados; otros veinticuatro mancebos son de Same; de Zacinto hay veinte jóvenes aqueos; y de la mismas Ítaca, doce, todos ilustres”. Son más de 100 pretendientes con los debe luchar Ulises. Pero el modo de enfrentarlos es, en principio, pidiendo información pormenorizada de sus enemigos a Telémaco: “recuenta y descríbeme a los pretendientes  para que yo sepa cuántos y quiénes son hombres”; después, ocultando su presencia en Ítaca (“que ninguno oiga decir que Odiseo está dentro, ni lo sepa Laertes, ni el porquerizo, ni los domésticos, ni la misma Penélope”); y más tarde, enviando a su hijo Telémaco a que se mezcle con ellos y les dé “consejos con palabras amables”, hasta que, en determinado momento, después de  recibir una señal suya con la cabeza les esconda sus armas. De otra parte, Odiseo confía además de su astucia y el disfraz de mendigo que le oculta su verdadera identidad, en el apoyo celeste de Atenea y Zeus: “¿acaso ha de buscar algún otro defensor?”. Lo que resulta más dramático en estos preparativos es que Homero asimila el plan secreto urdido por Odiseo para acabar con los pretendientes con las maquinaciones de aquéllos para matar a Telémaco. Aunque todo parece seguir igual, cada bando conspira y fragua una estrategia para acabar con su contraparte.

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El perro Argos es una alegoría de la espera incansable por el ausente amado. Como nadie lo cuida está “todo lleno de garrapatas”, débil hasta el punto de no poder “salir al encuentro de Odiseo”. Argos fue el can criado por Ulises, un perro ágil, fuerte y “hábil en seguir un rastro”, pero “ahora le abruman los males a causa de que su amo murió fuera de la patria y yace arrinconado sobre un montón de estiércol de mulos y vacas”. El momento en que Argos reconoce a Odiseo, después de 20 años de ausencia, y muere exánime, tipifica a otras vidas que se abandonaron o fueron envejeciendo entristecidas, como su padre Laertes, esperanzados en el regreso de Ulises.  

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Parte de la estrategia de Odiseo cuando llega a su antiguo palacio es soportar sin responder los insultos y los golpes de los pretendientes. Antínoo le tira un escabel y le pega en el hombro derecho, pero Ulises “se mantiene firme como una roca”. No responde a la ofensa. Su actitud es semejante a la que, en su viaje hacia la mansión de Penélope, usó para responder a la patada en la cadera que le había dado el cabrero Melantio: “padecer el ultraje y contener la cólera en su corazón”. En cada una de esas ocasiones, aunque a Odiseo “se le ocurre acometer al agresor y quitarle la vida con el palo que llevaba, o levantarlo un poco y estrellarle la cabeza contra el suelo”, prefiere asumir la condición de forastero, de mendigo, de necesitado que debe soportar los insultos de los altaneros del camino o el desprecio de los soberbios pretendientes. El aguante y la contención de sus impulsos (tan parecidos a la firmeza en el mástil que mantuvo mientras escuchaba el canto seductor de las Sirenas) hace parte de su estrategia. El hombre de acción, el guerrero insigne de Troya, acude a lo contrario de sus atributos beligerantes: la quietud, el dominio y el refrenamiento de su fuerza.

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La persecución del mendigo Arneo a Odiseo y la posterior pelea que tienen es una forma de dilatar el relato para aumentar la tensión, el drama. El combate entre el verdadero mendigo y el mendigo disfrazado es también es una estrategia narrativa para darle la oportunidad a Ulises de azuzar o provocar a los pretendientes. De igual modo, el golpe que Odiseo le atizó a Arneo “en el cuello bajo la oreja y le partió los huesos por dentro”, preludia los otros golpes que les dará a los pretendientes; a ellos, también, les “cubrirá de sangre los morros y el pecho” y les hará “brotar sangre roja de su boca y se derrumbarán con gritos, y rechinarán los dientes mientras patalean con sus pies en el suelo”.

«Ulises y Euriclea» de Gustave Boulanger.

“Calla y nadie lo sepa”, le advierte Ulises a Euriclea, después de que ella descubre la cicatriz en su pierna, originada por el diente blanco de un jabalí. La criada que lo alimento y crio responde con una frase que tiene el mismo temple del Odiseo: “guardaré el secreto como una sólida piedra o como el hierro”. El disfraz de Ulises, por más de estar hecho con el don transformador de los poderes de Atenea, tiene una fisura a través de la cual puede verse su verdadera identidad: la cicatriz en la piel. Euriclea “toca con la mano esa cicatriz” e inmediatamente el “gozo y el dolor” invaden su corazón. Ulises logra simular de incógnito en su propia casa varias cosas: procedencia, fuerza, bienes y posesiones, intenciones verdaderas. Pero lo que no puede del todo camuflar está asociado a un dolor que desgarró la carne y, como si fuera una impronta, se estampó en su piel. Puede mentirle a Penélope: “fabulaba contando sus mentiras semejantes a verdades” pero no a su nodriza: “te aseguro que nunca vi a ninguno tan parecido a Odiseo, como tú te asemejas, en el cuerpo, la voz y los pies”. Euriclea lo reconoce, especialmente, por el tacto: “sí, de verdad tú eres Odiseo, querido hijo. Al principio no te reconocí, hasta tocarte del todo, mi señor”. Esa cicatriz de Ulises viene siendo como una marca de este hijo de Ítaca, como una enseña encarnada de la cual no es posible desprenderse y que, como se sabe, a medida que pasan los años, tiende a hacerse más notoria. Odiseo puede engatusar con sus palabras, fingir con sus atuendos, disimular sus actitudes; pero no puede borrar la cicatriz que lo hace único, esa encarnadura que relata una historia, esa profunda herida-señal que habla sin palabras de su identidad.

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En el canto XX se cuenta que Atenea, la permanente consejera y protectora de Odiseo, les infundió a los pretendientes “una risa inextinguible, y les perturbó la razón”. Ese estado “les trastornó el juicio”: “reían con risa forzada, devoraban sanguinolentas carnes, se les llenaron de lágrimas los ojos y su ánimo presagiaba el llanto”. Tal posesión hilarante y lacrimosa provocada por Atenea, es retratada y llevada a un sentido premonitorio por Teoclímeno, el augur refugiado por Telémaco en su nave cuando venía de vuelta a Ítaca. En la traducción de Fernando Gutiérrez, esto es lo que describe y anuncia el ornitomante: “¡Desdichados! ¿Qué mal padecéis? Noche oscura os envuelve la cabeza y el rostro y debajo de vuestras rodillas; los gemidos aumentan, las caras se bañan en lágrimas y de sangre se manchan los muros y los bellos areóstilos, y el vestíbulo y patio se llenan aquí con las sombras de los que hacia el Erebo sombrío se van, y en cielo se ha extinguido ya el sol y se extiende una lóbrega niebla”. La risa súbita acompañada de infinidad de lágrimas preludia que “viene sobre ellos la desgracia, de la cual no podrán huir ni librarse ninguno de los que en el palacio del divinal Odiseo insultaron a los hombres, maquinando inicuas acciones”. El mal que sufren sorpresivamente los pretendientes es dual: ríen interminablemente como si estuvieran en un banquete prolongado; pero, lloran a la vez, como si ese fuera su último festín. El augur entrevé que, la posesión que padecen, es el preámbulo a la pérdida de la luz de la razón y la entrada al mundo de las sombras del Hades.

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Las referencias a los pretendientes atraviesan los diferentes cantos de la Odisea. Desde el inicio, cuando Atenea le pide a Telémaco que los invite a dejar su casa, pasando por la confabulación de ellos para asesinar al hijo de Ulises; están presentes en las exhortaciones de Menelao y Alcínoo al igual que en los augurios premonitorios de su desgracia. Se hacen más vivos con el regreso de Telémaco, después de salir a buscar a su padre, y cobran toda su relevancia en el momento en que Odiseo, disfrazado de mendigo, los ve, los escucha y los increpa al regresar a su tierra patria. Los pretendientes son los permanentes antagonistas de Odiseo, pero la manera como Homero va acercando el momento de la pelea final es lo que le da suspenso y tensión a la historia. Ya desde el canto XVII, los pretendientes maltratan a Odiseo, lo humillan y se burlan de él. Antínoo, Eurímaco, Anfínomo, Agelao, Ctesipo… Son muchos. La narración, canto a canto, nos los va haciendo más visibles, conocemos de cerca sus comportamientos, su forma de hablar, su soberbia y su desfachatez en casa ajena. Y los oyentes o lectores de la Odisea, estamos como Telémaco, a la espera de que Ulises “les ponga la mano a los desvergonzados y procaces pretendientes”.

Escolios a la Odisea de Homero (cantos XI al XV)

21 domingo Ago 2022

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Comentarios

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«Odiseo en el Hades», ilustración de Peter Malone.

El modo como Homero nos acerca al Hades empieza en el “confín del océano profundo”, se adentra luego en la descripción del país de los cimerios, hombres “envueltos en tinieblas y nubes” y a los que “jamás el sol ardiente los contempla bajo sus rayos”, para luego entrar en una zona de libaciones que, con la sangre de las reses degolladas, abre las puertas subterráneas del Érebo para que surja una multitud de almas en un “clamor horroroso”. Homero va de la claridad a la sombra y de la penumbra a la obscuridad; únicamente la quema de las reses sacrificadas ilumina la escena. 

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El interrogatorio es doble en el Hades: Odiseo pregunta por sus allegados y amigos, y los muertos por las personas queridas que siguen vivas. Aquiles y Agamenón preguntan por sus hijos; Ulises indaga por su madre, por su esposa y por Telémaco. Anticlea, la madre de Odiseo, pregunta por cosas que, desde su muerte, no sabe: “¿acaso vienes ahora de Troya errando hasta aquí durante mucho tiempo con tu nave y tus compañeros? ¿Aún no has llegado a Ítaca ni viste en tu hogar a tu esposa?” Y Ulises inquiere por la causa del fallecimiento de su progenitora: “¿Qué destino de lamentable muerte te sometió? ¿Una larga enfermedad, o la flechera Ártemis te mató asaeteándote con suaves dardos?” Unos y otros ignoran la suerte de los de su contraparte. El único que no habla ni responde a las preguntas de Odiseo, es Ayax, porque el rencor lo sigue carcomiendo aún en el Hades. Esta dinámica de preguntar por los “ausentes”, tan típica de los que se encuentran después de un largo tiempo (hace diez años que Odiseo partió hacia la guerra de Troya, y otros tantos se van a cumplir para retornar a su Ítaca), además de otorgarle al diálogo un tono cercano al de la conversación familiar, hace que sea menos escabroso o fantástico el estar allí en el reino de Hades y Perséfone. Las almas de los muertos reconocen a Odiseo según el tipo de trato que tuvieron con él y, en esa misma proporción, Ulises recuerda los vínculos, las hazañas o los eventos compartidos con aquellos difuntos. Para que eso sea posible, para que sean audibles dichas voces, es necesario que beban la negra sangre de las reses degolladas derramada en un hoyo, la cual divide la fila de las almas de los muertos de la presencia de Odiseo y sus compañeros.

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En algunas ocasiones el vaticinio de una diosa o un augur es en realidad la narración del suceso que va a pasar después. Ese es el caso del encuentro de Ulises con la Sirenas. Circe cuenta con qué se va a encontrar Odiseo, cuál es el efecto de oír las voces y el canto de aquellas mujeres pájaro y qué debe hacer Ulises para escucharlas y evitar el desenlace mortal. Lo que sucede después es la descripción de tal vaticinio, pero está contado de manera rápida y sin mayores datos adicionales. Esta técnica de Homero de anticipar el futuro no solo invita a seguir escuchando la historia, sino a constatar si lo presagiado se cumple a cabalidad, a detallar las reacciones del héroe ante tales eventos, a sentir compasión o piedad por lo que se avecina.  Los oyentes o lectores de esta historia, entonces, asumen el papel de dioses que observan cómo Odiseo y su tripulación van hacia el cumplimiento de su destino.

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Odiseo es un gran narrador, según Alcínoo: “tú das belleza a las palabras, tienes excelente ingenio e hiciste la narración con tanta habilidad como un aedo”; Ulises “cuenta con precisión”. Homero pone en la boca de Odiseo la habilidad de saber cortar el relato en un momento crucial o de gran intriga para despertar un mayor interés: “hay un tiempo de largos relatos y también un tiempo para el sueño”. Al interrumpir de pronto la narración, al matizar la descripción de las diversas ánimas del Hades que van desfilando con pequeñas historias como la de Tántalo o Sísifo, es un modo de incitar al oyente a escuchar otras historias semejantes. Alcínoo, Arete su esposa, y toda la concurrencia están presos de la magia del narrador, al punto de pedirle que retrase su partida. La solicitud del rey de los feacios a Odiseo es la mejor prueba de que Homero ha logrado su cometido: “La noche es muy larga, inmensa, y aún no llega la hora de recogerse en palacio. Cuéntame prodigiosas hazañas. Que yo puedo aguantar hasta la divina aurora, siempre que tú quisieras seguir relatando en esta sala tus aventuras”.

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Contrasta en la Odisea los reiterados juramentos violados fácilmente por los compañeros de Ulises y los juramentos firmemente cumplidos por parte de los dioses. Euríloco y Circe, pueden servir de ejemplo: el primero, mientras tenga alimentos a la mano y se siente no amenazado, parece cumplirle la promesa a Odiseo de no tocar el ganado de Apolo; pero apenas las urgencias del hambre o el temor lo agobian, incita u ofrece “maliciosos consejos” a los compañeros de viaje: “todas las muertes son odiosas para los infelices mortales, pero lo más penoso es sucumbir y perder la vida por hambre. Así que, adelante, cojamos las mejores vacas de Helios y sacrifiquémoslas a los dioses que habitan el Olimpo”. El juramento de no dar muerte a ninguna vaca o cordero es violado con facilidad. En el caso de Circe, es todo lo contrario. Ella accede a hacer “el gran juramento de los dioses” y, en consecuencia, se mantiene firme en su promesa de “no tramar contra él ningún maleficio”. Por el contrario, sus vaticinios le dan a Ulises pistas claves para bajar seguro al Hades y salir indemne del encuentro con las Sirenas o del escollo resguardado por las temibles Escila y Caribdis. Y por violar esos juramentos es que se desata la enemistad de los dioses o, lo más grave, se padece el castigo del “rayo ardiente” de la ira de Zeus.

«La aventura con Escila», ilustración de Henry Justice Ford.

La gran astucia de Odiseo se mide en el momento en que debe pasar entre Escila y Caribdis; esos dos monstruos representan la situación de encrucijada entre dos peligros o entre dos opciones igualmente adversas. Y si bien Circe le había vaticinado lo que se iba a encontrar, además de indicarle algunos consejos salvadores, no podía ayudar del todo a Ulises para sortear este obstáculo porque según ella: “debes decidirlo tú mismo en tu ánimo”. ¿Cómo lo logra? En principio, advirtiendo a su timonel donde está la mayor amenaza, antes de que las olas “lo lleven a la ruina”; Odiseo es atrevido, pero también se anticipa al contragolpe, es excesivamente precavido. En segunda medida, observando de frente al monstruo, mirando a todos los sitios posibles, “así no pueda verlo en parte alguna”; Ulises en un insigne atisbador de lo brumoso. En tercera instancia, mostrando valentía ante sus compañeros, animándolos a enfrentar el miedo a morir; Odiseo arenga a la par que contagia con su ejemplo temerario. Por lo demás, toma las experiencias pasadas como un motivo inspirador para afrontar la situación actual: “¡Amigos! No somos novatos en padecer desgracias y la que se nos presenta no es mayor que la sufrida cuando el Cíclope, valiéndose de su poderosa fuerza, nos encerró en la excavada gruta. Pero de allí nos escapamos por mi valor, mi decisión y prudencia, como me figuro que todos recordaréis”. Odiseo es un hábil estratega para salir airoso de las encrucijadas; las tres virtudes que le sirven de escudo y protección merecen subrayarse, porque sintetizan bien el carácter de este héroe hijo de Laertes y Anticlea: “valor, decisión y prudencia”.

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Atenea, la astuta en transformaciones, justo después de llegar a Ítaca convierte a Odiseo en un anciano. La deidad de los brillantes ojos provoca en Ulises un cambio en el que se condensa la transferencia suprema de los dones de la divinidad: “voy a hacerte incognoscible para todos los mortales: arrugaré el hermoso cutis de tus ágiles miembros, raeré de tu cabeza los blondos cabellos, te pondré unos harapos que causen horror al que te vea y haré sarnosos tus ojos, antes tan lindos, para que les parezcas un ser despreciable a todos los pretendientes y a la esposa y al hijo que dejaste en tu palacio”. Esta estrategia de simulación, tramada entre la protectora y el pupilo, entre dos “peritos en astucias”, (“porque tú eres con mucho el mejor de todos los humanos en ingenio y palabras, y yo entre todos los dioses tengo fama por mi astucia y mis mañas”) no solo es un recurso para constatar y poner a prueba la fidelidad de la intachable Penélope, sino un medio de conocer de primera mano a los enemigos y hacer un reconocimiento del lugar. Odiseo y Atenea conciben el plan como genuinos estrategas. Ahora es Ulises el que, disfrazado de anciano, entra como el caballo de Troya a su propio palacio. El objetivo es “enterarse antes e informarse”, minar desde “adentro” a los pretendientes que “devoran su hacienda”, se “sienten dueños de su hogar” y asedian a su esposa con propuestas agobiantes. La astucia mayor de Odiseo, aprendida de Atenea, es mimetizarse según la conveniencia o la necesidad, “hacerse semejante a cualquiera”.

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Odiseo llega dormido a Ítaca; el sueño es como un puente; un recurso para pasar de un espacio a otro, de una situación positiva a una negativa, de un evento controlado a otro en el que impera el desorden o el peligro. Cuando Odiseo duerme, las promesas de la tripulación se incumplen; cuando Odiseo duerme, Euríloco desata los vientos de Eolo, trayendo con ello la imposibilidad de regresar a la patria; cuando Odiseo duerme, se le revelan presagios y recursos para salir victorioso en un futuro peligro. El sueño lo exime de responsabilidades ante los dioses y el sueño le ofrece un medio de acceder a otra dimensión temporal. Los dioses o el cansancio llevan a Odiseo a entrar en “un sueño profundo, suave, dulcísimo, muy semejante a la muerte”. En algún sentido, a través de los sueños Ulises se “libra de carnes y huesos” para que su alma pueda seguir viajando sin temores ni tropiezos.

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La mejor forma de comprobar el agradecimiento de alguien por otra persona es oírla como habla de ella cuando está ausente. Tal es el caso de Eumeo, el porquerizo de Odiseo. Todas las palabras que dice de su señor, están llenas de una profunda gratitud y todos sus deseos, sus ruegos a los dioses, son para que esté bien, salga ileso de sus dificultades y, si sigue vivo, llegue cuanto antes a su querida patria para castigar a los soberbios pretendientes. Eumeo es un guardián de la hacienda de Ulises, de sus cuantiosas posesiones, (“yo guardo y protejo estas marranas”) pero de igual manera es un custodio de su memoria, de su nombre, de su prestigio honroso y digno de alabanza (“ya no hallaré un amo tan benévolo en ningún lugar a que me encamine”; “aún en su ausencia, siento respeto al nombrarlo, pues mucho me quería y me apreciaba en su ánimo”). Independientemente de quien llegue a la humilde vivienda, el porquerizo le habla con elogiosas palabras de su señor, del “hermano del alma” que está lejos. Y otra manera de mostrar gratitud, de enaltecer la memoria de Odiseo, es atender a un viejo harapiento como si fuera un rey, como si se tratara del mismo amo que Eumeo aún no reconoce: “traed el mejor de los puercos para que lo sacrifique en honra de este forastero venido de lejanas tierras”. Las palabras y los gestos de gratitud son hitos de memoria, recursos de los agradecidos para que no desaparezca el nombre, el prestigio, las hazañas de quien los acogió, los protegió o los trató de manera digna y generosa. La Odisea nos muestra que el héroe vive por los agradecidos y leales y por los relatos de quienes testimonian sus maravillosas aventuras.

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En los primeros cantos de la Odisea, Telémaco va en la búsqueda de su padre ausente; en tanto Ulises, desde el canto V, intenta por todos los medios regresar a Ítaca, donde están Penélope y su hijo. Y si al inicio era Telémaco el que esperaba su padre, después es Odiseo, disfrazado de anciano harapiento, el que espera a Telémaco en las porquerizas cuidadas por Eumeo. El canto XV es como un lugar bisagra entre estos dos movimientos de espera y de búsqueda, de partidas y retornos encontrados. Homero debe usar, entonces, un conector entre esos dos viajeros, un amarre verbal que sigue siendo el puente entre dos tiempos de una misma aventura: “mientras tanto”. Este conector temporal es un modo de dejar en suspenso una acción para darnos información de otra que sucede en otro espacio. Es decir, mientras Telémaco regresa con premura a su casa porque Atenea lo ha persuadido de que los pretendientes pueden “repartir sus bienes” y los padres de Penélope la están “exhortando a que contraiga matrimonio con Eurímaco; en Ítaca, Odiseo está como huésped, esperando a su propio hijo quien, según Eumeo: “le dará un manto y una túnica para revestirse y lo conducirá a donde el corazón y su ánimo prefieran”. Usando este recurso el narrador cuenta a la vez los acontecimientos de dos incidentes diferentes y nos hace partícipes de dos acontecimientos o dos ambientes al mismo tiempo. Por supuesto, este recurso incita y preludia el futuro encuentro.

Escolios a la Odisea de Homero (cantos V al X)

15 lunes Ago 2022

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Comentarios

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«Homero» de Jean- Baptiste Auguste Leloir.

Los dioses, los inmortales, sufren y padecen las mismas pasiones de los hombres condenados a la muerte. Ese parece ser uno de los rasgos más interesantes de las divinidades de los griegos. Tal particularidad se evidencia a lo largo de la Odisea: Poseidón está ofendido por lo que Ulises le hizo a su hijo; padece una venganza que se hace más honda porque nunca se sacia a pesar de los sufrimientos del héroe. Atenea favorece a unos más que a otros, puede aliviar las penas, pero también provocar sufrimientos indescriptibles. Calipso es consciente de tal condición de los habitantes del Olimpo: “Sois, oh dioses, malignos y celosos como nadie, pues sentís envidia de las diosas que no se recatan de dormir con el hombre a quien han tomado por esposo”. Al sufrir las mismas pasiones de los hombres, las divinidades se vuelven variables, temperamentales, afectables por el cariño o el desprecio de los mortales. Y si bien este atributo es propio de la religión griega de aquel entonces, aporta un valor adicional a la trama de la Odisea, porque no solo están en juego los conflictos entre reyes y héroes, entre mujeres y hombres habitantes de la tierra, sino entre dioses y deidades que los vigilan desde el Olimpo. 

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Parte de la plasticidad del lenguaje en la Odisea se debe a los símiles de que se vale Homero para hacer más vívida una situación o un hecho. Cuando Ulises, después de su largo viaje en balsa por el mar, naufraga como consecuencia de la furia de Poseidón, y se ve de pronto arrastrando su humanidad hasta las playas de los feacios, la comparación de que se vale el aedo contribuye a dar colorido e intensidad al relato: “así como el pulpo cuando lo sacan de su escondrijo, lleva pegadas a los tentáculos muchas pedrezuelas; así, la piel de las fornidas manos de Odiseo se desgarró y quedó en las rocas, mientras le cubría inmensa ola”. Los recursos casi siempre provienen de la naturaleza o de la vida cotidiana, de alguna realidad cercana al mundo que habitan o viven los personajes. Recordemos uno de los parlamentos del rubio Menelao en el canto IV, al hablar indignado de los cobardes pretendientes: “así como una cierva puso sus hijuelos recién nacidos en la guarida de un bravo león y fuese a pacer por los bosques y los herbosos valles, y el león volvió a la madriguera y dio a entrambos cervatillos indigna muerte; de semejante modo también Odiseo les ha de dar a aquéllos vergonzosa muerte”. Usando el mismo recurso Homero cierra el canto V: “así como el que vive en remoto campo y no tiene vecinos, esconde un tizón en la negra ceniza para conservar el fuego y no tener que ir a encenderlo a otra parte; de esta suerte se cubrió Odiseo con la hojarasca”.

«Odiseo se despide de Calipso» de William Russell Flint.

Al ver la descripción de la isla de Calipso, con esos jardines idílicos de “amenos prados”, donde “anidaban aves de luengas alas”, en la que había una “viña floreciente” con cuatro fuentes que manaban muy cerca una de la otra, lo menos que podría sentirse, como fue el impacto de Hermes, es admiración; un asombro que “alegraba el corazón”. La cueva de Calipso descrita por Homero es un símbolo de acogida, de resguardo seguro que invita a permanecer allí. Un sitio para descansar eternamente. Sin embargo, después de pasados siete años, Ulises se siente acongojado e infeliz. Su mirada no está absorta en ese paisaje paradisíaco, sino “clavada en el ponto estéril”. Su horizonte es Penélope y todo lo que ella representa. La diosa, que le había ofrecido la inmortalidad, sabe que aquella mujer es el anhelo de quien tuvo cautivo por siete años. Su último recurso es plantearle a Ulises una comparación (ella también es tejedora, ella de igual modo conoce los secretos del placer amoroso), a ver si en ese contraste, logra cambiar su propósito: “comparada con ella, de cierto, inferior no me hallo ni en presencia ni en cuerpo, que nunca mujeres mortales en belleza ni en talla igualarse han podido a las diosas”. Sin embargo, Ulises es consciente de tal diferencia: “mi esposa es mujer y mortal, mientras tú ni envejeces ni mueres”. Entonces, ¿cuál es la ventaja de Penélope sobre Calipso? La respuesta parece ir más allá de la belleza o la eternidad del goce íntimo, se trata de algo más: Penélope es la casa, el hogar, Ítaca. En definitiva, hay un momento en que el sumo aventurero, el errabundo curioso de tierras y gentes desconocidas, se cansa de navegar, y lo que desea es la tranquilidad de lo conocido, “el gozo de la luz del regreso”.

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Cubierto apenas con una rama, Odiseo se encuentra sorpresivamente con la doncella Nausicaa. Para evitar la vergüenza, opta por cubrirse con palabras elogiosas para la hija de Alcínoo: “que nunca se ofreció a mis ojos un mortal semejante, ni hombre ni mujer, y me he quedado atónito al contemplarte”. A la desnudez propia contrapone Odiseo la seducción. La manera como evita o desvía la mirada del vergonzoso sarro del mar, de la desnudez salvaje del extranjero, es con “dulces palabras”: “te contemplo, con admiración, oh mujer, y me tienes absorto y me infunde miedo abrazar tus rodillas”. El rico en recursos, el de multiforme ingenio sabe que, a falta de una espada, igual de contundente es el dominio de la palabra.

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Con la descripción y las actuaciones del divino Demódoco, podemos hacernos una mejor idea de la importancia y respeto que tenían los aedos en aquellos tiempos. Odiseo dice “que a los aedos por doquier les tributan honor y reverencia los hombres terrestres, porque la Musa les ha enseñado el canto y los ama a todos”. Y Alcínoo subraya que son los númenes “quienes les otorgan gran maestría en el canto para deleitar a los hombres, siempre que a cantar les incite el ánimo”. Homero al describir al aedo parece hacer un autorretrato: la Musa “le había dado un bien y un mal; prívole de la vista y concediole un dulce canto”. Demódoco, al igual que otros aedos, se acompañaba de la cítara y “celebraba la gloria de guerreros”, como fue la disputa de Odiseo y del Pelida Aquiles, dos de los mejores aqueos; o relataba aventuras de los dioses, al estilo “de los amores de Ares y Afrodita, la de bella corona: “cómo se unieron en secreto y por vez primera en casa de Hefesto, el herrero cojo de ambos pies”. Su canto era una excelente compañía después de cenar o podía alegrar los juegos y otras celebraciones. A Demódoco, o a otros aedos, se le podía también pedir que entonara algo en especial, un acontecimiento memorable que mostrara en él la bendición de la Musa o del mismo Apolo; tal es la solicitud de Odiseo cuando lo invita a que cante cómo estaba dispuesta “la máquina engañosa”, el famoso caballo de madera “lleno con los guerreros que arruinaron a Troya”.

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Entre los variados recursos narrativos usados por Homero está el de apelar a los mismos personajes de la Odisea para, por su solicitud o su curiosidad, contar algo del pasado y hacer avanzar la historia. Tal es el caso de Alcínoo cuando, después de invitarlo a su mesa, de llenarlo de regalos, de mandar a equipar una nave con la tripulación de 52 marineros, y sobre todo intrigado por el llanto que le producían al huésped los cantos del aedo Demódoco, lo invita a explicar el motivo de sus penas: “habla y cuéntame sinceramente por dónde anduviste perdido y a qué regiones llegaste, especificando qué gentes y qué ciudades bien pobladas había en ellas; así como también cuáles hombres eran crueles, salvajes e injustos y cuáles hospitalarios y temerosos de los dioses. Dime por qué lloras y te lamentas en tu ánimo cuando oyes referir el azar de los argivos, de los dánaos y de Ilión”. Gracias a este medio de invitación a contar el pasado, las peripecias que se avecinan en los siguientes cantos, brotan de manera natural en el desarrollo del relato. Es un recurso fluido, un engarce ingenioso del rapsoda para suturar lo que podrían ser episodios con saltos poco verosímiles. La demanda de Alcínoo por saber cosas de Odiseo, su filiación, su lugar de origen, es decir, las preguntas normales que se le hacen a un extranjero, constituyen el detonante para que Ulises despliegue sus recuerdos, sus aventuras, y lance su voz cual veloz nave feacia en las páginas siguientes.

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El episodio de los lotófagos es digno de análisis. Odiseo relata que esas gentes se nutren de un “manjar floral”: el loto. Y si a ellos les gusta, no les sucede lo mismo a los compañeros que envió Ulises a indagar sobre sus costumbres. Porque, una vez consumido tal alimento, ellos “anhelaban sólo permanecer allí”, dejaban de pensar en el regreso, “no se acordaban de tornar a la patria”. El loto es un fármaco dulce de la desmemoria; un alucinógeno que afecta la facultad de recordar; que lleva a los compañeros de Odiseo a dejar de lado el pasado y vivir en un permanente presente. El hijo de Laertes, el hábil en tretas, comprende que permanecer allí o dejar que otros miembros de la tripulación coman de ese loto es el fin de su vuelta a Ítaca. Y a los que ya habían probado el “manjar floral”, en contra de sus lloros y negativas, los hace amarrar debajo de los bancos de la embarcación. Como puede verse, el olvido de la patria es, en realidad, el absoluto naufragio. Así las cosas, los lotófagos tienen una secreta relación con el canto de las Sirenas: comer loto o escuchar las voces de esas mujeres pájaro es quedarse fijo en un punto; es sacrificar el pasado y, de alguna manera, imposibilitarse el porvenir.

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Divinidades y reyes le brindan a Odiseo muchas cosas: Calipso, la “divina entre las diosas”, le ofrece la inmortalidad; Alcínoo, rey de los feacios, le promete “casa y riquezas” si se casa con Nausicaa y se “queda para siempre” en la tierra de los expertos navegantes; Circe, la maga, “lo quiere como marido” y, si no hubiera sido por los consejos de Hermes, la hechicera con  sus filtros habría logrado que él “olvidara por completo su tierra patria”. Las tentaciones de Ulises, con ligeras variaciones, se cifran en no retornar a su patria, en permanecer en los sitios por donde pasa, en renunciar a su añoranza por Ítaca. Sin embargo, ninguno de esos ofrecimientos de eternidad u “hogares opulentos” lograron, dice Odiseo, “convencer su pecho”.

“Ulises escapando de Polifemo, el cíclope”, Pintura de Henry Fuseli.

La monstruosidad de Polifemo consiste en su negativa o desgano para ofrecer los dones de la hospitalidad. Es un gigante prepotente y “salvaje”, que ni planta ni labra la tierra, vive apartado de otros cíclopes, no posee navíos, desconoce el ágora y menciona abiertamente que no tiene temor de los dioses por sus impíos comportamientos. Además, carece de elocuencia, prolifera en gritos y confía esencialmente en su descomunal fuerza. El hecho de que devore a los compañeros de Odiseo y los secuestre en su cueva, es un dato más de su primitivo modo de relacionarse con los demás. Su único ojo es un símbolo del poder violento sin responsabilidades; es el instinto salvaje que desconoce los compromisos de vivir en sociedad.

*

No es que Ítaca sea muy bella; por el contrario, es áspera, escabrosa y “no se eleva mucho sobre el mar”. Es alargada y llana y con un único monte “de sombrías arboledas”; es la “más alejada hacia el punto en el que el sol oscurece”. Sin embargo, Odiseo afirma al referirse a ella que es la tierra en donde nació y, según confiesa, “no hay cosa más dulce que la patria y los padres”. Su belleza no es física, sino espiritual y pegada a los afectos y los sentimientos. Tal vez Ítaca sea un estado del alma; un nombre para llamar a la familia, para evocar y revivir los lazos de la sangre. Ítaca es lo propio, lo contrario a ser extranjero; Ítaca es el antónimo de errar, de vagabundear, del peregrinaje… Ítaca es el inicio y el final del viaje; un símbolo del ciclo de la vida.

*

Apenas Odiseo y sus compañeros ven en la distancia a su Ítaca querida, algo les impide o los aleja de nuevo de su añorado destino. La curiosidad excesiva, la ambición o la falta de prudencia de la tripulación es la que, precisamente, los hace distanciarse de su patria de la que veían “encender fuego cerca del mar”. El regalo de Eolo se convierte en maldición. Y si bien esto acaece porque los designios de Poseidón deben cumplirse, al interior de la Odisea desempeñan otra función: la de mantener en vilo la historia, la de fabricar con maestría el suspenso, la de crear una tensión entre la esperanza y la desesperación. La fuerza espiritual de Ulises, lo que lo hace un héroe memorable, es que a pesar de todos esos cambios de fortuna “sufre todo en silencio y permanece inquebrantable entre los vivos”. Odiseo representa esto, esencialmente: “el que sufre y resiste”.

«Circe» de Newell Convers Wyeth.

Circe tiene el don de transformar a sus visitantes en sirvientes. Con sus filtros vuelve a fieras y guerreros en cerdos sumisos y obedientes. Sus encantamientos, “sus drogas perniciosas”, hacen que los aventureros estén “siempre acostados”, satisfechos de su encierro y contentos con las hayas, las bellotas y las drupas del cornejo que a bien tenga tirarles la maga de lindas trenzas. Odiseo, por haber comido la raíz de moly, es inmune a sus encantamientos; en él no opera el mandado supremo de Circe: “Ve ahora a la pocilga y échate con tus compañeros”. El gran poder de esta deidad estriba en amansar, en privar del valor y la fuerza, en convertir “lobos montaraces y leones” en tranquilos animales domésticos de su regio palacio. Pero Odiseo, según afirma la diosa de voz encantadora, “tiene en su pecho un ánimo indomable”.

*

“Circe, cúmpleme la promesa de mandarme a casa”, le suplica arrodillado Odiseo a la “conocedora de muchas drogas”. Pero la respuesta a tal ruego está en emprender otro viaje, el viaje al Hades. Es Tiresias el que sabe cómo volver a la tierra patria. Bien parece que para llegar a Ítaca hay que pasar primero por el reconocimiento de su pérdida. No se puede alcanzar el ideal, sino se enfrenta previamente el miedo a no alcanzarlo.

Escolios a la Odisea de Homero (Cantos I al IV)

11 jueves Ago 2022

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Comentarios

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«Homero y su guía» de William Adolphe Bouguereau.

Escolio: “nota crítica, explicativa, o aclaración, interpretación, observación ilustrativa, o comentario de un texto”. (Helena Beristáin)

Con un grupo de colegas docentes de la Universidad de La Salle de Bogotá (pertenecientes al Centro de lectura, escritura y oralidad, CLEO) hemos venido realizando semanalmente una tertulia. El tema que nos ha convocado este semestre ha sido el de la oralidad. Precisamente ahora, uno de los textos que tenemos como motivo para el diálogo, entre otras cosas por ser el culmen de la narración oral, es la Odisea de Homero. Por tal motivo, durante algunas semanas usaremos la estrategia del escolio, para ir poniendo en común (con ellos y con otros lectores de este blog que tengan interés en acompañarnos en tal conversación) las resonancias del texto, los comentarios al margen, las observaciones u opiniones derivadas de uno de los referentes más importantes de la épica en el mundo Occidental. Para darle algún orden a dicho ejercicio gozoso de lectura iremos avanzando en la lectura de la obra según un grupo de cantos, que enunciaré en el título de cada entrada.

*

Invocar a la Musa es, por supuesto, un llamado para obtener el favor de esta divinidad protectora de las artes (Musa o Musas), pero al mismo tiempo, es una reiteración a despertar las potencias de la memoria (la madre de las Musas fue Nemosine). El llamado a la Musa advierte, además que, si bien el aedo quisiera contarnos todos los pormenores de la vida del astuto Ulises, se conforma al menos con que la Musa lo inspire para contar “un pasaje” de tales aventuras, una parte de sus andanzas. También es una licencia celestial para empezar por donde quiera o mejor afloren sus recuerdos. En todo caso, al usar los giros verbales de “háblame” o cuéntame” el aedo se asume como un intermediario de la Musa; él presta su voz y su canto, pero la que en verdad conoce la historia del errante guerrero es esta hija de Zeus.

*

Si bien Ulises está preso por las artimañas seductoras de Calipso; de igual manera, Penélope está asediada por los arrogantes pretendientes. Cada uno, en un diferente espacio (cueva y palacio), no puede cumplir su mayor deseo. Ulises añora regresar a su Ítaca (al menos ver el humo de su tierra patria), estar de nuevo con su esposa; Penélope, entre sollozos, añora el rostro de él, hallar descanso para su honda pena. Lo que mantiene unidos a estos dos “cautivos” es el recuerdo; en medio de esta larga separación, el recuerdo es el vínculo. La etimología de “recordar” cobra más sentido en este contexto: la memoria tiene su asiento en el corazón.

*

Homero, el gran rapsoda, ya presenta en el primer canto de la Odisea a un colega de oficio: Femio. Y leyendo la obra, sabemos que los aedos “cantaban cosas gratas al hombre, gestas de héroes y dioses”, o “bellos cantos” para entretener a su audiencia de turno (en este caso, “los pretendientes”), como también entonaban “cánticos tristes” capaces de provocar “angustia en el pecho” de Penélope. Sabemos por Telémaco que era grato escuchar a estos cantores porque su voz era semejante a las mismas deidades.

«Penélope y los pretendientes» de John William Waterhouse.

No es solo Ulises el astuto, también Penélope urde tretas para postergar elegir a uno de los “pretendientes”. La argucia de pasar el día tejiendo la gran tela, para luego, en la noche, deshacerla, es un ejemplo de esta mujer “sin igual en astucias”. Y pareciera también que los ardides de Penélope, sin tener un halo mágico, se asemejan mucho a las estratagemas de Poseidón: postergar el cumplimiento del objetivo final; alejar, distanciar la realización del mayor deseo.

*

Los presagios son un modo de crear la expectativa, un adelanto de lo que va a pasar después. Los presagios crean suspenso. Tal es el caso del augur Haliterses Mastórica, conocedor de la ornitología, que interpreta el vuelo del par de águilas que se arremolinan sobre la asamblea del pueblo de Ítaca, para luego lanzarse en picada atacándose entre sí, como una forma de la suerte aciaga de los futuros “pretendientes”.

*

Puede percibirse en la Odisea una voluntad de nombrar las cosas con precisión y gran detalle. La mirada aguda del “ciego” Homero es contundente. Baste, como ejemplo, el vocabulario empleado en la escena cuando Telémaco se embarca, junto a Atenea, hacia la arenosa Pilos: “alzaron el mástil de abeto y lo fijaron erguido en el agujero del centro de cubierta, lo sujetaron con las drizas, y tensaron la blanca vela con correas bovinas bien retorcidas”, en la versión de García Gual o, siguiendo la traducción rítmica de José Manuel Pabón: “Telémaco diole a su gente la orden de echar mano a las jarcias, pusiéronse todos a ello, en la hueca carlinga encajaron el mástil de abeto, que afirmado quedó al anudar los estayes, e izaron con la drizas de cuero trenzado la cándida vela”. Por supuesto, esta manera de describir afianza el realismo y aumenta el grado de verosimilitud de la historia.

*

Sea en la traducción de Segalá y Estalella: “como que todos los hombres están necesitados de las deidades” o en la de García Gual: “porque todos los hombres se sienten dependientes de los dioses”, lo cierto es que en la Odisea hay un trasfondo religioso que permea y regula las prácticas cotidianas. En ese ambiente sagrado abundan las libaciones y las invocaciones, el sacrificio, la quema de muslos de toros, la sangre derramada que busca protección para un viaje, una persona, una familia o una comunidad. Cuántas suplicas encontramos a lo largo de la Odisea. Por supuesto, todos esos gestos y discursos se dan dentro de un ritual que necesita de alguien especial que lo dirija y de unos determinados objetos (la copa de oro) que lo doten de trascendencia. Lo esencial del sacrifico comporta una especie de trueque: cuanto mayor sea el número de toros o bueyes (la hecatombe era de 100) en esa misma proporción se espera mayor recompensa por parte del dios invocado. Los sacrificios se hacen para “otorgar gloria a un guerrero”, para que se realicen los empeños”, “para conjurar la cólera de un dios o diosa”, “por haber recorrido la vasta superficie marina”. En todo caso, son manifestaciones sagradas que pretenden, esencialmente, “elevar una súplica a los inmortales”.

*

Los dioses o divinidades son otros protagonistas de la Odisea. No solo por ser aliados o figuras protectoras de los diversos personajes (se los invoca, se solicita su ayuda, a ellos se les ofrecen sacrificios), sino porque entran a formar parte de las diversas peripecias de los actores principales de la obra. Y el recurso que emplean es el de las transformaciones; asumen otra voz, otro cuerpo, para intervenir en el curso de los hechos. Atenea, por ejemplo, puede asumir la “figura y el timbre de voz” de Méntor o del mismo Telémaco; o convertirse en un “fantasma” (Iftima) que le habla en sueños a Penélope. Los dioses se disfrazan al igual que el astuto Ulises. Y Homero juega a que los personajes no sepan del todo, sin están al frente de un héroe o una persona de verdad, o si su diálogo es o ha sido con una divinidad. La misma Atenea puede convertirse en águila, así como Odiseo “cubriendo su ser, se transfiguró en otro hombre que parecía un mendigo”, y gracias a ese disfraz penetró en la ciudad de Troya. Asocio este recurso de dioses y hombres con la metis, ese tipo de inteligencia sagaz, en la que además de la astucia, intervienen el artificio, el truco, el engaño (Atenea, no hay que olvidarlo, era hija precisamente de Metis quien tenía como rasgo notorio su insigne capacidad de transformación).

*

Las palabras y los gestos de hospitalidad aparecen en varios momentos de la Odisea. Está presente en la manera cuidadosa como se acoge al extranjero, como se le da la bienvenida, como se le ofrece o se lo hace partícipe de la una comida abundante, y también en la preparación del lecho para recuperar las fuerzas y disfrutar de un buen sueño. Nunca se agobia al recién llegado con preguntas sobre su identidad o procedencia, sobre sus fines o propósitos, sin antes haberle garantizado un alimento y una cama para su descanso. Al otro día se podrá indagar por su identidad, su filiación y su propósito. Esta práctica de la hospitalidad genera compromisos: a Telémaco le dolía en las entrañas que algún huésped quedase a la puerta, en el umbral de su palacio; y Menelao se indigna con el sirviente Eteoneo, cuando le pregunta si debe acoger a Telémaco y el hijo de Néstor: “también nosotros, hasta que logramos volver acá, comimos frecuentemente en la hospitalaria mesa de otros varones… Desunce los caballos de los forasteros y hazles centrar a fin de que participen del banquete”. Atender al huésped es una obligación y un riesgo de que, si no se hace de manera adecuada, se pueda tener la enemistad del visitante y su familia, al igual que de sus dioses protectores. Esta costumbre de la hospitalidad se cierra con la entrega de un regalo valioso o altamente significativo: “te despediré regalándote como espléndidos presentes tres caballos y un carro hermosamente labrado; y también he de darte una magnífica copa para que hagas libaciones a los inmortales dioses y te acuerdes de mí todos los días”, le anuncia con orgullo Menelao a Telémaco, próximo a la partida del hijo de Ulises. Los regalos buscan enaltecer o dignificar al huésped; hacen las veces de rúbricas de fraternidad, de vínculos para el futuro y, lo más importante, se convierten en objetos mnemónicos; es decir, en cosas parlantes sobre la persona que los regaló. Es un recurso para no olvidar y mantener vivo el agradecimiento. En este ambiente de navegantes a la suerte del destino y de forasteros errabundos la hospitalidad es una práctica sagrada.

*

Cuando Penélope sabe que su hijo está en peligro por la futura emboscada que traman los “pretendientes”, se deshace en llanto, pero luego de “lavarse la cara y vestirse otra ropa”, se fue a sus aposentos y entonó una oración a Atenea: “¡Óyeme, hija de Zeus que lleva la égida; indómita deidad! Si alguna vez el ingenioso Odiseo quemó en tu honor, dentro del palacio, pingües muslos de buey o de oveja; acuérdate de los mismos, sálvame al hijo amado y aparta a los perversos y ensoberbecidos pretendientes”. Homero dice que la “divinidad escuchó su plegaria” y que, para aliviar su llanto y su “flébil lamento”, entró en su sueño en la forma fantasmal de su hermana y le habló con unas palabras esperanzadoras y tan hermosas como la misma plegaria: “¿Te has dormido, Penélope, y tienes tal pena en el ánimo? Sabe, pues, que los dioses que viven dichosos no quieren que solloces ni penes, que al hijo has de ver de regreso, porque a ojos de todos los dioses jamás ha pecado”. Un corto diálogo prosigue entre las dos hermanas hasta que Penélope despierta con alegría en su corazón “porque había tenido tan claro ensueño en la oscuridad de la noche”.  

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