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Fernando Vásquez Rodríguez

~ Escribir y pensar

Fernando Vásquez Rodríguez

Publicaciones de la categoría: Cuentos

La Chuchumeca

31 jueves Jul 2025

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Cuentos

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«Alegoría del invierno» de Remedios Varo.

Cuando Catalina era niña, niña y de cachumbos, escuchó hablar a su madre de La Chuchumeca:

—Algún día la conocerás —le dijo, mientras le peinaba su largo cabello ondulado.

—¿En cuánto tiempo?, mamá —preguntó intrigada Catalina.

—En muchos años, mi amor, en muchos años vendrá a visitarte.

A la niña le intrigó aquella respuesta de su madre Hermelinda. Pero a pesar de preguntarle en varias ocasiones por el mismo asunto, todas las veces obtuvo la misma respuesta:

—Con los años podrás conocerla.

Quizá porque siempre andaba ocupada recogiendo los huevos, desgranando el maíz, trayendo astillas para prender el fogón en las mañanas, dándole de comer a los marranos, atendiendo los mandados que le pedía su madre o estudiando de memoria las lecciones que le ponía la profesora Beatriz en la escuela, a Catalina se le fue olvidando conocer a La Chuchumeca.

Después pasó el tiempo, Catalina dejó de ser una niña, se convirtió en una mujer de manos diligentes, abrió su corazón al amor y se casó de blanco. Fue madre muy joven, supo mantener durante varios años un humilde hogar y, de manera inesperada, por el miedo a los bandoleros, tuvo que huir con Bonifacio, su marido, a la ciudad capital dejando atrás sus más queridos recuerdos.

No resultó fácil para Catalina adaptarse a la gran ciudad. Sin embargo, amparada en el amor de Bonifacio y de su hijo Israel, logró mantener viva la alegría en su pecho y conservar la tenacidad necesaria para enfrentar las dificultades cotidianas.

Una noche de frío intenso, recostada al lado de su esposo, sin saber bien por qué, Catalina recordó a La Chuchumeca. Le sorprendió escuchar una respuesta parecida a la que le dio su madre años atrás:

—Lo que yo sé es que cuando uno menos lo espera, ella viene a visitarlo.

—¿Y tú la conoces? —le preguntó Catalina a Bonifacio.

—Todavía no, pero sé que la voy a conocer.

Después se abrazaron, como lo venían haciendo durante muchos años, y subieron el volumen de un pequeño radio para escuchar uno de los programas musicales que transmitían los domingos hacia las seis de la tarde.

Catalina logró con su marido mantener durante largo tiempo un pequeño negocio de panadería y, tras una larga peregrinación de inquilinatos, pudo celebrar en familia la posesión de un techo propio. Su corazón se llenó de mucha alegría cuando Israel se hizo profesional y consiguió un empleo. Todo parecía ir muy bien hasta que una enfermedad le arrebató a su querido Bonifacio. Fueron años difíciles, pero, refugiada en el amor de su hijo y fortalecida por sus oraciones diarias, Catalina siguió adelante con su vida, centrada en el cuidado de Israel y las labores de su casa.

Una tarde de mayo, mientras se tomaba un chocolate caliente, oyó que alguien timbraba en la puerta de su casa. Cuando fue a levantarse sintió un dolor fuerte en las rodillas que, solo hasta ahora le engatillaban las piernas. Pasados unos segundos, se sobó con sus manos ambas rodillas y fue hasta el portón.

Al abrir la puerta descubrió que no había nadie. Catalina pensó que debía ser alguna broma de los niños de un colegio cercano que oprimían el timbre y salían corriendo.

Esa noche, cuando Israel llegó de trabajar le contó que le habían estado doliendo fuerte las rodillas. Y que ella se había estado aplicando un ungüento para mitigar el dolor.

—Mamá, esos son los años —dijo su hijo—. No en vano ya vas a cumplir los ochenta.

—Debe ser, hijo, pero lo raro es que antes no me dolían.

Como sucedía en los últimos años, compartieron la comida y, luego, cada uno se fue a dormir en su habitación. Catalina se puso una pijama azul de estrellas y se acomodó lo mejor que pudo en su colchón. El dolor en las rodillas la acompañó toda la noche.

Al otro día, cuando su hijo vino a despertarla antes de irse a su trabajo, le refirió que no había pasado buena noche y que tenía un desaliento en todo el cuerpo.

—Ay, mamá, —respondió su hijo—, si sigues así hay que ir al médico.

—Eso se me pasa durante el día —fue la respuesta de Catalina, mientras recibía el beso de Israel.

Durante toda esa semana, y las que siguieron, los dolores en las articulaciones ocuparon la atención de Catalina. Justo un jueves, mientras terminaba de preparar el almuerzo, escuchó el timbre a la entrada de su casa. Dejó lo que estaba haciendo y fue hasta el portón. Abrió la puerta y no halló a nadie. Se lamentó de haber caído de nuevo en la trampa de algún chiquillo travieso y volvió a su cocina. Extrañamente se sintió fatigada, como si el aire le fuera esquivo a sus pulmones. Se sentó por unos momentos en un asiento puesto al lado de la estufa y recuperó las fuerzas.

A la mitad de la tarde, después de subir con dificultad las escaleras hacia el segundo piso, quiso llamar a una de sus hermanas, pero, extrañamente, olvidó el número del teléfono. Por más que lo intentó los números no venían a su memoria; entonces buscó una pequeña libreta y allí encontró escrito el teléfono de Helenita. Apenas la hermana contestó, Catalina le contó lo del olvido de ese número que había marcado muchas veces.

—Eso es normal con la edad que ya tienes —le respondió su hermana—; hay que tener paciencia y resignación.

Sin saber bien por qué, en ese instante Catalina recordó a Hermelinda, y esta súbita rememoración la llevó a formularle una pregunta a su hermana, quien era menor cinco años.

—¿A ti ya te visitó La Chuchumeca?

—No, señora. Pero según decía nuestra madre, tarde que temprano me visitará.

Las dos hermanas hablaron de sus hijos y de las vicisitudes cotidianas, evocaron anécdotas de su pasado y de las preocupaciones que las atormentaban. Catalina terminó la llamada y se refugió en el rezo del rosario con absoluta devoción. A pesar de su optimismo para enfrentar la vida, se sintió nostálgica.

Esa noche, después de compartir con su hijo la comida, de dialogar con él sobre sus achaques, de frotarse un gel calmante en las rodillas y en la cintura, y de contarle mentalmente a Bonifacio, su difunto esposo, los pormenores de aquel día, pudo dormir unas horas. El sueño que tuvo se convirtió poco a poco en pesadilla:

Se vio a sí misma de niña, subida en la cúspide del Cerro Colorado, mirando en lejanía un humo denso que venía serpenteando por la base de las montañas de Lomalarga. Después, como si fuera en un vuelo mágico, pudo verse en uno de los apartamentos en arriendo que compartió con su marido y su hijo, mirando por la ventana esa misma niebla gris que parecía aposentarse agazapada en las calles vecinas. Luego, en un rápido desplazamiento, se trasladó a su casa, la que ahora habitaba, y comprobó que toda la pared de la fachada, especialmente el portón, estaba copada por ese humo denso, de una tonalidad ceniza. Sintió que debía subir a refugiarse en su alcoba, pero el ahogo y las piernas no le obedecían… en ese momento entró Israel a despertarla. El hijo abrió las cortinas y el sol iluminó la habitación.

—Ese humo no podía pararlo, no podía pararlo —le comentó agitada a Israel— Se metía por debajo del portón, y yo veía cómo seguía avanzando hacia el comedor y la cocina y empezaba a subir por las escaleras…

—Debió ser algo que te cayó mal —respondió el hijo—. Recuerda que no debes comer nada después de las seis y media de la tarde.

—Y el humo me ahogaba y se me metía en los ojos como si fuera una catarata… una cosa horrible, horrible.

Israel se acercó a la cabecera de la cama de Catalina, le dio un beso en la frente y le puso un cojín que le sirviera de soporte para recostarse.

—Como te he visto últimamente renqueando un poco te compré un bastón para que te ayudes a caminar.

—Gracias, hijo, gracias.

La reverberación del sueño le duró buena parte de la mañana. Desayunó algo ligero y ensayó durante un buen tiempo caminar con el bastón negro que le había comprado el hijo. Se sintió algo extraña moviéndose de esa manera. Ese día fue consciente de que la fatiga era más constante. Sin embargo, sobreponiéndose a esas dolencias empezó a preparar el almuerzo. Casi al medio día volvió a escuchar el timbre en la puerta de su casa. Adivinó que seguramente era una broma e hizo caso omiso del sonido repetitivo. Pasados unos minutos el timbre volvió a inundar buena parte del pasadizo del primer piso. Catalina pensó que, de pronto, era la persona de la energía que mensualmente pasaba a mirar el contador de la luz y prefirió encaminarse hacia el portón. Apoyada en su bastón abrió la puerta. Un chiquillo de ojos vivos estaba justo en ese instante intentando otra vez oprimir el timbre. Catalina lo interpeló de manera severa:

—¡Deje de molestar!, coja oficio.

El niño, sonriente, le lanzó una respuesta mientras salía corriendo a toda prisa:

—¡Vieja Chuchumeca!

Un brazo de apoyo

01 viernes Mar 2024

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Cuentos

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Pintura de Sandra Bierman.

Manuel, que estaba sufriendo esos días de una pérdida de masa muscular en sus nalgas y piernas, salió hacia las nueve a su caminata de la mañana. Fue primero hasta un cajero que quedaba a unas seis cuadras de su casa y retiró algún dinero para pagar la cuota mensual de su salud prepagada. Volvió a bajar hasta su residencia, pero antes prefirió ir a buscar unos pandeyucas en un local atendido por una familia boyacense.

Apenas desembocó en una de las carreras principales y pasó la avenida, notó que una mujer estaba ayudando a bajar de un taxi a una anciana. El conductor, sentado, miraba a las dos mujeres sin inmutarse.

—¿Las ayudo? —preguntó el hombre canoso.

—Gracias —respondió la mujer más joven de las dos.

Manuel tomó el brazo izquierdo de la anciana mientras la otra mujer trataba de levantarla, agarrándola del brazo derecho.

—Me duele— musitó la anciana, apenas Manuel hizo un poco de fuerza para impulsarla a salir del taxi y ponerse de pie.

—¡Vamos, mamá! —dijo la mujer de pelo castaño, mirando a Manuel con ojos de agradecimiento.

El taxista seguía la escena, impasible, igual que si estuviera mirando un programa aburrido de televisión.

Después de unos minutos, entre los ayes de la anciana y las voces de aliento de la hija, la señora de pelo blanco logró descender del automóvil y ponerse de pie.

Manuel le ofrecía un brazo de apoyo a la anciana y con el otro le sostenía levemente la cintura.

—Muchas gracias, —le expresó la mujer al taxista quien, indiferente, cerró la puerta y pronto desapareció.

La anciana se quedó de pie, inmóvil, soportada por Manuel y la mujer adulta.

—¿Hacia dónde?

—Aquí, al frente —respondió la mujer más joven, señalando con su cabeza un local de venta de implementos ortopédicos.

El desplazamiento de la orilla de la acera hasta la entrada del local duró un buen tiempo. Cada paso de la anciana era preludiado por la voz de la hija, y cada movimiento parecía ser sacado más de un antiguo hábito que de su voluntad.

—¡Otro paso, mamá!

Manuel seguía al lado izquierdo de la anciana sirviéndole de bastón y de respaldo a su debilidad.

—¿Cómo sigue su mamita?

La pregunta de la mujer tomó por sorpresa al hombre mayor. Pero amparado en aquella complicidad ante la vejez, restituyó los puntos suspensivos del diálogo.

—Bien, ahí va con su artrosis degenerativa, a pesar de ya haber cumplido los ochenta y cuatro…

—Ella tiene diez más —dijo la mujer mirando a su madre.

Manuel trató de buscar en su memoria quién era esa mujer y por qué conocía a su progenitora. Quizá era una de esas vecinas lejanas que su mamá visitaba años atrás, cuando aún caminaba por las calles de este barrio antiguo de Bogotá.

Lo más difícil no fue hacer el recorrido del andén, sino lograr que la anciana subiera tres escalones que conducían a la entrada del local: “Ortopédicos Camel”. El hombre mayor recordó, viendo el nombre del establecimiento, que, durante algún tiempo, cuando era joven y fumaba, le gustaba comprar esa marca de cigarrillos porque olían a picadura; y pensó también en su visita el día anterior a otra tienda de ortopédicos buscando unas pesas y un electroestimulador.

—No mamá, acérquese un poco más.

La anciana trataba de levantar la pierna, pero estaba muy lejos del primer escalón y, por lo mismo, le resultaba imposible tener la suficiente fuerza para impulsar su cuerpo.

Manuel impulsó suavemente a la anciana para que estuviera más cercana a su objetivo. La memoria del hombre mayor retrocedió en el tiempo y se vio a sí mismo sostenido por la fisioterapista que se acomodaba detrás de él para que no perdiera el equilibrio cuando hacía los ejercicios de levantar una pierna sentado en un enorme balón azul.

—Ya casi, mamá.

Luego de una penosa travesía el hombre mayor y la mujer pudieron, por fin, acomodar a la anciana en una de las sillas que estaban en la antesala del local.

—No sabe cuánto le agradezco—dijo la mujer, mirando a Manuel.

El hombre canoso respondió con un gesto cordial.

—Dele saludes a su mamita, que hace rato no la veo.

Manuel se despidió de la anciana y ella, a manera de respuesta, le regaló una frase que correspondía al sentimiento expresado en su mirada.

—¡Que Dios lo bendiga!

El hombre mayor bajó las pequeñas escalas y salió de nuevo a la avenida rumbo al norte. Mientras cruzaba otra de las calles sintió que sus dolencias eran pequeñas frente a aquellas que acaba de presenciar. Esa anciana le llevaba treinta años. El cabello blanco, la mirada un tanto perdida, la pulcritud en el vestuario, la voz tenue… El cuerpo ya casi ajeno, y una hija luchando para que su madre siguiera de pie.

Tal vez fueron las bendiciones de aquella anciana las que hicieron que Manuel se sintiera más fuerte y siguiera adelante otras tres cuadras para buscar los exquisitos pandeyucas que tanto le gustaban a su madre.

A la par que caminaba su mente seguía otro recorrido lleno de cavilaciones. ¿Serían las dolencias de esos últimos meses un preludio a la entrada en la vejez?  Aunque su espíritu continuaba sintiéndose jovial, lo cierto era que su cuerpo por momentos se sentía con falta de fuerzas y la irritación del colon sumado a la gastritis hipertrófica y el reflujo no lo dejaban dormir de corrido, además de haberle ocasionado un desbarajuste muscular en los glúteos y en la pierna derecha. Su aspecto no era el de un viejo, pero las continuas visitas a especialistas y los interminables exámenes, los medicamentos constantes, todo ello, eran indicios de que su organismo empezaba a padecer alguna “avería” o ya era un buen candidato para las enfermedades crónicas.   

En ese instante pasó al frente de un almacén de espumas en el que, días atrás, había mandado hacer una colchoneta para realizar los ejercicios recomendados por la fisioterapista. Elba María, así se llamaba la muchacha. Prosiguió su caminata y llegó al local donde vendían pandeyucas, envueltos, queso y otros alimentos de la gastronomía boyacense. No tuvo suerte. Faltaban por lo menos veinte minutos para que salieran los pandeyucas. Manuel decidió volver más tarde.

Tomó el camino hacia occidente. Bajó una cuadra y pasó por la Iglesia de San Pedro Nolasco, donde su madre, cuando aún asistía a misa, iba con su gran amiga la señora Rosita, la que tenía una tienda al lado del desaparecido teatro Roma. La imagen de su madre hablándole de tener fe en su pronta mejoría y la voluntad de ella para no dejarse doblegar por los “achaques”, todo aquello contrastó con el recuerdo de la anciana que acababa de ayudar.

Volteó la esquina y tomó la dirección sur de su casa. Tuvo un tiempo para entrar a otro lugar en el que vendían aguacates, la única grasa que por esos días su organismo toleraba.

—¿Lo de siempre, vecino? —dijo un hombre joven con sonrisa espontánea.

Manuel salió de aquel sitio con una bolsa y tres aguacates adentro. Caminó varios metros más y entró por fin a su hogar. Pasó directamente hasta la cocina en la que estaba su madre preparando el almuerzo. Ella al verlo dio unos pasos para saludarlo y recibir el paquete de aguacates.

—Todavía no estaban los pandeyucas —dijo el hombre canoso.

—Bueno, mijo, más tarde va.

Manuel se sentó en el comedor. La madre vino a acompañarlo. El hombre mayor le relató a su madre el encuentro con la mujer y la anciana y de cómo el taxista ni se inmutaba por aquel hecho.

—Que muchas saludes.

La madre buscó en su memoria feliz el retrato de esa persona de quien le hablaba su hijo.

—La que tiene una venta de ortopédicos —agregó Manuel, como ofreciendo otra pista a su interlocutora.

—Ah, sí, ella es hija única —dijo la anciana.

Después, uniendo las piezas del rompecabezas de sus recuerdos, agregó:

—Ella es una santa. Es hija única. Y desde hace muchos años vela por su mamá. Le ha tocado muy duro, porque venden muy poco. Pero ella no deja a su mamá por nada del mundo.

Manuel escuchaba a su madre mientras se sobaba la rodilla de la pierna izquierda que a veces le dolía levemente.

—La viejita casi no puede subir al local —rememoró en voz alta.

—Así son los años, mijo. Fíjese en mí, casi ya ni puedo ir hasta la plaza o al supermercado de allí cerquita. No queda sino tener paciencia y pedirle a mi Dios que le dé a uno fortaleza.

—La viejita me regaló unas bendiciones —dijo Manuel, como para cerrar la corta conversación.

—Esas son las obras de caridad que uno recoge para su vejez.

Manuel se levantó de la silla del comedor, que tenía un cojín protector especial de esos que usan las personas que están mucho tiempo en silla de ruedas, y se dirigió a su alcoba. Ya iba siendo hora de empezar con su rutina de ejercicios.

Se puso una pantaloneta azul petróleo y una camiseta color lila, calzó sus tenis, buscó los implementos, las pesas, la pelota pilates, la banda roja y con el recuerdo de aquella anciana sirviéndole de escenografía, se tendió en la colchoneta. A la par que empezaba a apretar un balón amarillo con sus dos piernas comenzó a levantar su cadera, sosteniéndola arriba y tensando fuerte el estómago. Mentalmente empezó a contar la primera serie de repeticiones: “Uno, dos, tres, cuatro, cinco…”

El despertar de José

03 sábado Feb 2024

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Cuentos

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Ilustración de Alberto Breccia.

José, con una barba larga y espesa de un color casi níveo, despertó de su sueño en la eternidad. Todo era a causa de alguien que, a muchos kilómetros de su natal Perdriel, estaba limpiando con esmero un ejemplar de la primera edición de su obra más querida, la que lo había ocupado por tantos años.

Miró hacia abajo de su mundo –no supo bien si con sus ojos o con su pensamiento– y vio cómo esa persona se esforzaba, con papel de lija, para que el amarillento lomo de las hojas del libro recuperara la lozanía del papel original. Observó que luego, con la ternura de una madre con su propio hijo, lo limpiaba con una crema para aminorar la suciedad en las solapas y en el lomo del volumen de cubiertas azules.

Súbitamente tuvo el recuerdo del rostro de Estrada cuando le entregó los originales de sus versos. Reconoció las manos flacas de aquel editor que confiaba en él, a pesar de que su estilo no era lo común en ese tiempo.

—Quinientos ejemplares, para empezar —había puntualizado—, poniendo en las últimas palabras un acento muy rosarino, como si preguntara o dejara una inquietud en el interlocutor.

Enseguida vio al hombre, terminada la limpieza, echarle un líquido blanco al lomo desprendido del libro y, acto seguido, apretarlo con las dos manos para que el pegamento hiciera efecto. En esa posición y con el fuerte sol que entraba por una claraboya de la casa, lo consideró un ser caritativo, como si fuera la aparición de un ángel, y por su empeño dedujo que también debía ser un escritor.

Se acarició la barba mentalmente, porque entonces comprobó que no tenía manos, y comenzó a pergeñar unas líneas, semejantes a esas que hacía cuando la pampa era su paisaje cotidiano. Se maravilló de cómo los versos le salían sin esfuerzo, con una fluidez parecida al agua que tanto le encantaba oír cuando se sentía cansado de su trabajo:

Yo quisiera agradecer

a esas manos tan prolijas

que con goma y buenas lijas

supieron recuperarme

y a poco lograron darme

vida nueva a mi valija.

 

Porque en aquella maleta

que escribí en un encierro

bien vale su desentierro

pa que el tiempo y la polilla

no acaben con la semilla

de mi gaucho el Martin Fierro.

Sintió nostalgia de no tener un papel a la mano, de no contar con una pluma. Pero prefirió no angustiarse. Volvió a repetir sus sextillas y hasta hizo unas sutiles correcciones a esas líneas en su pensamiento. Retornó a mirar hacia abajo y se sumó a la alegría del hombre quien, satisfecho de su labor, había cogido el libro para conducirlo hasta uno de los anaqueles de su biblioteca. Enseguida, rememorando al sufrido gaucho de sus querencias, se le ocurrieron unos consejos. Se sintió feliz de no haber perdido la inspiración a pesar de su interminable edad…

Es bueno que el hombre guarde

y conserve en su memoria

lo que ha sido y es su historia

pa no dejar que el olvido

vuelva todo tan perdido

como excremento o escoria.

 

Porque si nada guardamos

la vida que ha sido hermosa

será igual a cualquier cosa

y las personas que amamos

o los hechos que forjamos

se hundirán en nuestra fosa.

 

Limpien todos cada día

sus recuerdos más preciados

no dejen que sean ajados

por la lerda ingratitud

mejor pulan –y es virtud–

las hojas de su pasado.

Mi «Koinonós»

12 miércoles Jul 2023

Posted by Fernando Vásquez in Cuentos

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«Noli me tangere» de Giulio Romano.

—Mi koinonós —me decía — cuando iba a su encuentro o a veces para despedirse de mí.

Y a mí me bastaba saber que yo era eso para él, su koinonós, a pesar de que Juan quisiera ese título para rubricar su mayor cercanía con el Maestro. Tal vez por eso, porque los otros discípulos escucharon más de una vez que Jesús me llamaba de esa manera, es que procuraban alejarlo de mí o no compartirme el lugar donde iba a predicar.

En otras ocasiones él me decía Marianne, quizá para no confundirme con su madre o con las otras Marías que lo seguían y estaban dispuestas a servirlo. Marianne me gustaba también que me dijera porque reflejaba mi espíritu rebelde. Sólo una vez me nombró María, pero eso es algo que contaré después, hacia el final de esta historia.

Yo supe de él una tarde cuando venía del muelle de piedra, subiendo por la calle central de Magdala, en la que el olor intenso del pescado seco contrastaba con las voces estridentes de los pescadores que alargaban un rumor hasta los sótanos de sus locales.

—Es uno que afirma que si alguien lo sigue no tendrá hambre…

Esa frase me caló hondo, porque yo he sido una mujer con hambre, desde pequeñita, cuando la pobreza se adentraba en nuestros vientres y ni el sueño podía aplacarla. Así que, corrí en su búsqueda, pero nadie sabía decirme con certeza en qué lugar estaba ese Mesías de cabellos largos y paso lento.

He de confesarles, de una vez, que también soy una mujer curiosa, y así no haya podido viajar como quisiera, mi imaginación me ha ayudado a romper las fronteras de mi pueblo de Magdala. Mi madre decía que yo era una soñadora y mi padre, para hacer más gráfico mi temperamento, usaba un giro verbal que de tanto escucharlo enrutó mi destino.

—Ella anda siempre de paseo por la bóveda del cielo.

Pero la suerte quiso que un día, cuando íbamos con mi hermano hacia Cafarnaúm, me llamara la atención a un lado del camino un grupo numeroso de personas reunidas en una pequeña colina alrededor de alguien que les hablaba. Invité a mi hermano a acompañarme, pero él dijo que tenía muchas cosas que hacer como para perder el tiempo entre niños y gente desocupada.

—Yo sí quiero ir —le respondí—, dirigiéndome hacia aquel corrillo resguardado por el sombrío de los algarrobos.

Lo primero que llamó mi atención fue el tono de su voz. Si bien no hablaba fuerte, sus palabras llegaban clarísimas a mis oídos. Alrededor de él estaban los que parecían sus más cercanos amigos. El silencio contribuía a que su mensaje se expandiera como el viento tibio de esa mañana.

—¿Cómo se llama? —pregunté a un viejo de ojos cansados.

—Jesús —me respondió, sin dejar de mirar al hombre de túnica blanca.

Busqué un lugar en el prado y me senté a escucharlo con atención. Me cautivaron sus manos y el modo como ellas acompañaban su discurso: “Un hombre sensato edificó su casa sobre rocas. Vinieron las lluvias, soplaron los vientos, pero esta no se derrumbó, porque estaba construida sobre cimientos fuertes. Otro hombre insensato, edificó su casa sobre la arena; y apenas cayeron las lluvias y soplaron los vientos, derrumbaron su casa…”.

De inmediato comprendí que él hablaba con paroimías, esa manera de explicar de las gentes de Galilea. Así que no me pareció extraño su modo de expresarse, aunque me sorprendió que hubiera fijado en mí sus ojos azules. Esa mirada era como un gesto de invitación, como un llamado silencioso. Después siguió hablando de otras cosas, pero siempre usando comparaciones para explicar lo que pensaba: “Había un sembrador que salió a sembrar. Algunas de sus semillas cayeron en el camino y pasaron los pájaros y se las comieron; otras semillas fueron a parar sobre las piedras, trataron de crecer, pero como no tenían raíces fuertes, vino el verano y se secaron; otras más terminaron entre los abrojos y, por lo mismo, fueron ahogadas por las ortigas. Pero hubo otras que cayeron en terreno fértil y esas sí crecieron y dieron fruto por millares”.

Dicha paroimía se adentró en mi ser. Sentí de inmediato que yo era tierra fértil para acoger las semillas de sus palabras, que ese iba a ser ahora mi destino: seguirlo, acompañarlo, fuera donde fuera.

Cuando volví a mi casa le compartí a mi madre lo que había visto y oído. Ella apenas comentó que no era la primera vez que escuchaba la llegada de un mesías a estas tierras resguardadas por el monte Arbel. Por eso no le dije nada de lo que comentaba la gente sobre los milagros y del reino por venir que él anunciaba. Vino la noche y las palabras de Jesús apartaban cualquier asomo de sueño. Casi entrada la madrugada pude dormirme, pero ya en mi pecho sabía que debía huir de mi casa para sumarme al grupo de los que se llamaban sus discípulos.

*

Durante mucho tiempo yo formé parte de la turba de enfermos, lisiados, hambrientos y viudas que seguían a Jesús. Caminé detrás de él y lo oí predicar, estuve en el Monte Eremos que ahora llaman de las bienaventuranzas, lo vi apaciguar a endemoniados y curar a los leprosos, observé de lejos cuando una mujer le enjuagó los pies con un perfume, lo vitoreé cuando entró a Gadara y Gergesa y dormí a la intemperie en las llanuras de Betsaida, de donde eran tres de sus discípulos. Quizá por mi constante presencia y por mi voluntad de servicio fue que Andrés, primero, y después Santiago, rompieron sus prevenciones hacia mí y me acogieron como su hermana. Gracias a ellos fui hallando un lugar en la barca en la que hacían sus viajes y formaba parte de su comitiva. 

Yo creo que Jesús ya me reconocía cuando a las orillas del lago Tiberíades decidió alimentar a los miles de seguidores famélicos y enfermos que lo venían siguiendo desde hacía varios días. Cogió unos pocos panes y los repartió a sus discípulos con el fin de que ellos los fueran entregando a las personas que se multiplicaban en filas interminables. Jesús me entregó a mí uno de esos pedazos de pan y, obediente, lo vi multiplicarse a medida que lo entregaba a otras manos. No supe a cuántas personas alimenté con ese mendrugo. Después hizo lo mismo con unos cuantos pececillos secos que alcanzaron para alimentar a toda la multitud. En todo caso, hacia el final de la tarde sentí que ya hacía parte de los suyos, junto a Pedro, Juan, Felipe y Tomás… Y por más que lavé mis manos con vinagre, el olor a pescado seco permaneció conmigo varias semanas.

Pero fue en Cafarnaúm cuando pude intimar con él y conocer a fondo la ternura de su alma. Después de que Jesús predicó en la sinagoga y le dijo a un paralítico que sus pecados eran perdonados, yo me animé a contarle mis angustias. Le confesé que sentía remordimientos por haber abandonado a mis padres, le hablé de mis insomnios y de mis deseos incontenibles por caminar sola sin rumbo en la noche. También le hablé de la ansiedad que me producía permanecer mucho tiempo en un solo sitio.  El me escuchó sin decir nada, con una mirada compasiva y un gesto que albergaba en sí mismo la solución a mis aflicciones y zozobras. Luego tomó una de mis manos, la puso entre las suyas, y expresó una frase que fue como si yo naciera nuevamente:

—No tengas miedo, porque yo estoy contigo.

Quise postrarme y besar sus pies, pero él me detuvo. Sin soltar mis manos me confesó qué él también tenía temores y por eso a veces se apartaba de sus discípulos, para entregarse a la oración. Yo tímidamente lo interrumpí para saber en qué consistía ese modo de proceder del que hablaba. Por un tiempo se quedó mirándome y después me regaló otra de sus enseñanzas:

—Orar es una confiada disposición del alma de pedir para recibir; de buscar para encontrar; de llamar a la puerta para que le abran…

Quise continuar el diálogo, pero Pedro vino a interrumpirnos para decirle a Jesús que dos mujeres venidas de Betania deseaban pedirle uno de sus caritativos milagros. Él se levantó a atenderlas, aunque al salir del pequeño cuarto donde estábamos, un grupo numeroso de personas lo estaba esperando para tocar sus manos, su túnica, untarse de su saliva, beneficiarse de sus palabras. Yo lo seguí a prudente distancia, oyéndolo hablar de un reino que no era de este mundo, de que no solo de pan vivían los hombres y repitiendo una frase que parecía rubricar todos sus actos: “hay más dicha en dar que en recibir”.

No era fácil estar a solas con él. Sin embargo, después de terminar su último discurso público en Jerusalén el maestro me hizo una confesión que, de alguna forma, delineaba el final de su vida. Fue una paroimía, dicha a manera de susurro:

—Mi koinonós, si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto.

Lo que siguió después, es algo que pasa en mi mente como un remolino. Me duele aún recordarlo. El vino que ayudé a servir en la última cena con el maestro, su silencio cuando se apartó de nosotros para orar en el monte de los Olivos, la traición de Judas, el juicio, el escarnio, la crucifixión. Yo estuve ahí con su madre tratando de mitigar el dolor de Jesús con nuestro llanto, yo me mantuve arrodillada hasta que exhaló el último suspiro, yo acompañé a José de Arimatea y Nicodemo cuando lo bajaron de la cruz, yo limpié sus heridas y alejé con mis manos calientes el frío de su cuerpo inanimado. Si me había mantenido fiel y cercana durante su vida, cómo no iba a estarlo en su muerte.

*

Tres días después de sepultar al crucificado, invité a María la madre de Santiago, otro de los discípulos, a que fuéramos a visitar la tumba y ungir su cuerpo con especias y aceite. Fue un impulso del corazón y una suerte de compasión por el sufrido final del hombre que hablaba en paroimías. Cuando llegamos, la entrada de la tumba estaba abierta. Con sigilo cruzamos el umbral. La lobreguez del espacio nos silenció los labios. De pronto, vimos un destello tan luminoso que nos enceguecía y no dejaba ver las formas con claridad… el asombro se apoderó de mi cuerpo y un temor extraño poseyó mi alma. Esa visión duró unos segundos. Después de que nuestros ojos se acostumbraron a la penumbra, pudimos comprobar que la losa de la tumba estaba abierta y que adentro no había nadie. Solo el vacío de la ausencia de nuestro Maestro.

—¡Es un milagro! —grito María, arrodillándose y extendiendo sus manos en actitud suplicante. El llanto se confundió con sus plegarias.

Yo preferí buscar el aire fresco. Mi espíritu necesitaba cuanto antes sentir la compañía de los arbustos y la protección del cielo. No sé por qué, pero en ese momento, recordé las palabras del hombre de manos hermosas: “No olvidéis mis enseñanzas”. Su voz sonaba clarísima en las paredes de mi memoria: “Id por el mundo a divulgarlas”. Sentí que la sangre latía fuerte en mi corazón. Llamé a María, pero ella me respondió que deseaba quedarse rezando un tiempo más, a solas, en aquel recinto vacío.

Abandoné el lugar y me encaminé a paso rápido hacia Jerusalén. Debía, cuanto antes, buscar a alguno de los discípulos. Pero mi poco conocimiento de la ciudad y la zozobra que había dispersado a Pedro, Santiago y Juan, hicieron que fuera de calle en calle como una ciega mendicante sin lograr mi cometido.  Cansada y con el alma a punto de estallar por la noticia que aún quemaba mi boca, resolví volver al sitio de la tumba de Jesús. Ya eran más de las tres de la tarde.

Al aproximarme a la cueva de piedra caliza una quietud extraña parecía haber detenido el viento y el canto de las aves. Me acerqué otra vez a la tumba del Maestro y, cuando traspasé el umbral con un cierto temor, comprobé que ya María había partido. Mis ojos duraron un poco a habituarse a la oscuridad. En medio de esa soledad, yo sentí que mi deber era seguir a su lado, velar su desaparición, orar en silencio como él me había enseñado a hacerlo. Recosté mi espalda en una de las paredes de la gruta y me fui desvaneciendo entre los recuerdos de ese día y mi anhelo secreto de volver a escucharlo. Un sueño maravilloso y triste a la vez me transportó a un escenario que parecía el huerto de Getsemaní. Estaba yo con él, y lo vi resplandeciente, con un gesto de tranquilidad alejado de cualquier sufrimiento. Me sorprendió observar una pala de jardinero en una de sus manos. Al verlo tan indemne, me sentí inmensamente feliz. De inmediato, di unos pasos hacia él para tocar sus manos, como era nuestra costumbre cuando andábamos por los pueblos ribereños de Galilea. Pero, él, me detuvo nombrándome de una forma como jamás lo había hecho: “María”; después agregó, en un tono de súplica: “no me retengas”. Y siguió su camino, adentrándose entre los arbustos, irradiando luminosidad, como si fuera una luciérnaga enorme de movimientos lentos. Tal fue el impacto de aquel sueño que de inmediato me desperté. Salí de aquella morada totalmente abatida. Las lágrimas me acompañaron todo el tiempo que deambulé a oscuras por las laderas del Gólgota hasta que vi encenderse las primeras luces en las casas de la entrada a Jerusalén.

Otros relatos cortos (4)

16 domingo Abr 2023

Posted by Fernando Vásquez in Cuentos

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Ilustración de André Da Loba.

TAM-TAM

Y de pronto, cuando menos lo pensaba, la princesa oyó golpear los sonidos del corazón de su amado. Estaban ahí, a la entrada de la puerta. Tam-tam, volvió a escucharlos. Sintió tanta alegría, que prefirió no abrir; se mantuvo en la cama, absolutamente feliz, acabándose la caja de chocolates.

LLEGAR A LA CÚSPIDE

—No creo que pueda llegar a la cúspide —dijo la señora Martínez—. Enseguida se acercó más a la ventana y vio a aquel hombre trepar por el árbol situado en la esquina oriental del paradero de buses.

El hombre se metió entre las hojas que, al llegar a la copa del árbol, se hacían diminutas, más pequeñas en relación con los brazos del tronco. Hojas verdes, amarillas; aguamarinas; desde las más claras hasta las más oscuras. Las hojas se movían en un aletear infinito. El hombre, al subir más arriba del árbol, se había vuelto parte de su follaje. El viento mecía las ramas, las movía a veces rápida y, otras, lentamente. El viento se entretenía en acariciar el árbol, lo abarcaba todo.

—¡Hay dos huevos en el nido! —gritó la voz desde el centro del árbol.

—Pobre hombre —dijo condolida la señora Martínez—. Aún no sabe que es más fácil subir que bajar de los árboles.

Entre el grito del hombre y la observación de la señora, quien seguía asomada a la ventana, se acrecentó la fuerza del viento. La borrasca se hizo más fuerte y el follaje verde amarillento se estremeció largo tiempo. La figura del hombre se perdió definitivamente entre la espesura del movimiento de las hojas. Un sonido de pájaros no vistos se escuchó en la distancia; el murmullo de aves parecía un eco a las voces lejanas de algunos muchachos en el parque cercano.

—Ese debe ser Raúl, buscando huevos de pájaro para su queridísima María; ella y sus antojos de embarazada.

Cuando el hombre bajó del árbol, las botas del pantalón estaban totalmente manchadas de amarillo limón, de azul verdoso tenía pintadas las nalgas del pantalón y de verde musgo las de la entrepierna. La señora Martínez lo miró por última vez y observó los brazos llenos de arañazos del árbol.

 —Lo que suponía. Era Raúl.

La señora Martínez se alejó de la ventana y se sentó en un sillón forrado en terciopelo gris plomo y continuó mirando el árbol magnífico. Desde aquel otro lugar la figura del árbol se volvía estática, inalterable; parecía una larga sombra inamovible.

—Qué extraño es el mundo cuando me dejo caer en mi sillón —dijo la anciana—. Y recostándose en el espaldar del mueble, agregó: —Todo se va volviendo como de piedra en la vejez.

EL PRÍNCIPE AZUL

El hombre se quitó la capa azul oscura, se desprendió de la corona plateada con joyas iridiscentes, dejó sobre un ropero los pantalones azul rey y el camisón con bordados de oro, se sentó en la cama y puso debajo de ella las zapatillas doradas.

La dama que había estado observándolo, resguardada por las sábanas, se sorprendió de lo flaco, blanco y frágil que era. Se sintió defraudada y empezó a llorar en silencio. Se mantuvo allí encorvada, en posición fetal, lanzando cortados suspiros, apenas dejando el espacio suficiente en el lecho para que entrara el cuerpo del hombre.

Esa noche de bodas la dama comprobó que los príncipes azules, desnudos, son hombres comunes con los pies muy fríos.

EMAÚS

Emaús es un bonito nombre para encontrarse con un viejo amigo, con alguien que creíamos haber olvidado pero que, por un hecho fortuito, identificamos sorprendidos y con gozo.

No es fácil distinguir, a primera vista, el rostro de alguien que consideramos ya perdido. No resulta inmediato reconocer al antiquísimo muchacho con quien jugábamos a bajar frutas o con quien nos perseguíamos hasta el cansancio, allá, muy lejos, en la antigua casa familiar de nuestra infancia. Como tampoco es fácil aceptar esos cambios de rostro y de estatura; esos cambios de voz. Ahora, ante nuestros ojos, el niño de antaño lleva sobre su rostro las marcas de una vida, el peso de la experiencia; porque eso es un amigo cuando regresa: alguien que vuelve con el peso de la vida a cuestas, y anhela contárnosla; alguien que espera el calor fraterno de un abrazo.

Precisamente hoy, cuando iba camino a mi casa, me encontré de pronto con aquel amigo de colegio, aquel compañero de juegos y de aventuras infantiles: el querido amigo de barrio. Primero un titubeo. Tanto él como yo, dudamos. Aunque pensándolo mejor, fui yo el que no acertaba ubicar bien entre mis recuerdos el sitio exacto de ese rostro. Él, estaba seguro. Me llamó por ni nombre. Yo, en cambio, utilicé una exclamación de esas de tipo impersonal, algo así como ¡hola!, ¡qué hay!, ¡cómo te ha ido!… Uno de esos saludos para cualquier desconocido. Él, por el contrario, me llamó por mi nombre y, luego, despacio, agregó mi apellido. Cuando lo pronunció, cuando dijo mi nombre y mi apellido de esa manera, el rostro se me encendió de felicidad. Pude por fin reconocerlo. Era él, sin lugar a dudas; era él: el que me defendía de los muchachos más altos cuando hacíamos la primaria, el que dividía conmigo las onces en los recreos de aquel colegio, el que compartía el puesto en el pupitre, el mismo que vivía con su abuela, una señora enferma y, sin embargo, siempre alegre.

Entonces, sí, lo estreché contra mí, fuerte. Como se estrecha a alguien que, antes, fue muy querido. Y aunque su nombre, el bendito nombre, no acudía a mis labios, lo invité a mi casa. Teníamos tanto de qué hablar. Él, como para desembarazarse de ese compromiso, contestó que no podía. “Será en otra ocasión”, me dijo, con cierta tristeza. “En otra ocasión”, volvió a repetirme, trepándose al primer bus que atravesó la avenida. “No veremos después”, me gritó desde la puerta del vehículo, alejándose entre el ruido y la barahúnda citadinas.

Es indudable: Emaús es un bonito nombre para cualquier sitio, para cualquier calle en la que podemos reencontrarnos de pronto con un viejo amigo.

MATAR A CUPIDO

Esa noche, como le habían sugerido sus hermanas, después de encender la lámpara y sorprenderse de la hermosura de aquel dios, muy en contra de su voluntad y del encanto que le había producido aquel hombre alado, decidió acercar el cuchillo hasta la garganta del confiado durmiente.

Por unos instantes recordó todas las noches pasadas al lado de aquel hombre, se engolosinó de nuevo con sus besos de fuego y, especialmente, tuvo en su memoria la resonancia de sus palabras. Se vio a sí misma ebria de deseo, abandonada al ritmo impuesto por aquellas manos sabias y tuvo la evidencia de que lo que era saberse completamente feliz. Todas esas rememoraciones vinieron al unísono por unos segundos, pero, cerrando sus ojos, y manteniendo en la mano izquierda la lámpara que parecía opacar su lumbre para resguardar al durmiente, de un golpe rápido abrió la garganta de Cupido.

Un líquido espeso brotó a borbotes. El dios despertó ahogado por su propia sangre. Confundido, apenas logró llevar las manos a su garganta para tratar de parar la vida que se le iba entre sus dedos. Al verlo agonizando, Psique se arrepintió de aquel acto asesino; con rapidez apagó esperanzada la luz de la lámpara, pero las sombras que antes habían sido cómplices protectoras de su amor ahora la dejaron con un cuerpo exánime entre sus brazos.

AEROMANÍACO

Minutos después de estrechar las manos de algunos amigos que generosamente acudieron a despedirlo, el señor Navia se acomodó en una de las acolchonadas sillas del moderno avión. Buscó precisamente una que estuviera cercana a la ventanilla para poder contemplar con mayor claridad el paisaje. Sus ojos escudriñaban cada parte del avión, cada letrero, cada ocupante, en tanto sus manos tocaban, escudriñaban, oprimían interruptores. Todo un universo de cosas y circunstancias nuevas estaban frente a él. Cuando escuchó la voz suave de una mujer que ordenaba apretarse el cinturón de seguridad, obedeció como si fuera una tarea cotidiana. El despegue se hizo sin ninguna dificultad y los edificios comenzaron a hacerse más diminutos.

El paisaje se empequeñecía y perdía el color verdoso. El gris y el blanco ocuparon el sitio de preferencia visual. Las nubes, esas grandes masas informes, deambulaban ante su mirada. El avión continuaba subiendo, más y más alto. Ahora el paisaje era blanquecino, lleno de figuras abombadas y juguetonas que crecían y se diluían con rapidez. El avión parecía inmóvil y la velocidad no coincidía con lo que el señor Navia contemplaba por la ventanilla.

Discretamente dejó su puesto y se encaminó al cuarto de baño. Cerró la puerta y se sentó en la taza del inodoro. Después, extrajo de su bolsillo un avión de papel y empezó a moverlo con los movimientos de una nave verdadera. Subía y bajaba el avioncillo sosteniéndolo por momentos, capitaneando con pericia aquella frágil figura que aún tenía visibles las líneas de un cuaderno escolar. Varios minutos estuvo volando hasta que escuchó unos golpes en la puerta. Guardó de nuevo el avión en su bolsillo, bajó el agua del inodoro y salió del pequeño cuarto.

Una vez que el señor Navia volvió de nuevo a su puesto, sacó de su maleta de viaje una gruesa libreta de papel periódico, una caja de colores y se acomodó lo mejor que pudo en el asiento. Se apretó el cinturón de seguridad, desplegó la mesita auxiliar, abrió la libreta, sacó los colores y se dispuso a dibujar. Seis horas para pintar aviones, a diez mil metros de altura, había sido su sueño anhelado por más de 50 años.

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