Cuando Catalina era niña, niña y de cachumbos, escuchó hablar a su madre de La Chuchumeca:
—Algún día la conocerás —le dijo, mientras le peinaba su largo cabello ondulado.
—¿En cuánto tiempo?, mamá —preguntó intrigada Catalina.
—En muchos años, mi amor, en muchos años vendrá a visitarte.
A la niña le intrigó aquella respuesta de su madre Hermelinda. Pero a pesar de preguntarle en varias ocasiones por el mismo asunto, todas las veces obtuvo la misma respuesta:
—Con los años podrás conocerla.
Quizá porque siempre andaba ocupada recogiendo los huevos, desgranando el maíz, trayendo astillas para prender el fogón en las mañanas, dándole de comer a los marranos, atendiendo los mandados que le pedía su madre o estudiando de memoria las lecciones que le ponía la profesora Beatriz en la escuela, a Catalina se le fue olvidando conocer a La Chuchumeca.
Después pasó el tiempo, Catalina dejó de ser una niña, se convirtió en una mujer de manos diligentes, abrió su corazón al amor y se casó de blanco. Fue madre muy joven, supo mantener durante varios años un humilde hogar y, de manera inesperada, por el miedo a los bandoleros, tuvo que huir con Bonifacio, su marido, a la ciudad capital dejando atrás sus más queridos recuerdos.
No resultó fácil para Catalina adaptarse a la gran ciudad. Sin embargo, amparada en el amor de Bonifacio y de su hijo Israel, logró mantener viva la alegría en su pecho y conservar la tenacidad necesaria para enfrentar las dificultades cotidianas.
Una noche de frío intenso, recostada al lado de su esposo, sin saber bien por qué, Catalina recordó a La Chuchumeca. Le sorprendió escuchar una respuesta parecida a la que le dio su madre años atrás:
—Lo que yo sé es que cuando uno menos lo espera, ella viene a visitarlo.
—¿Y tú la conoces? —le preguntó Catalina a Bonifacio.
—Todavía no, pero sé que la voy a conocer.
Después se abrazaron, como lo venían haciendo durante muchos años, y subieron el volumen de un pequeño radio para escuchar uno de los programas musicales que transmitían los domingos hacia las seis de la tarde.
Catalina logró con su marido mantener durante largo tiempo un pequeño negocio de panadería y, tras una larga peregrinación de inquilinatos, pudo celebrar en familia la posesión de un techo propio. Su corazón se llenó de mucha alegría cuando Israel se hizo profesional y consiguió un empleo. Todo parecía ir muy bien hasta que una enfermedad le arrebató a su querido Bonifacio. Fueron años difíciles, pero, refugiada en el amor de su hijo y fortalecida por sus oraciones diarias, Catalina siguió adelante con su vida, centrada en el cuidado de Israel y las labores de su casa.
Una tarde de mayo, mientras se tomaba un chocolate caliente, oyó que alguien timbraba en la puerta de su casa. Cuando fue a levantarse sintió un dolor fuerte en las rodillas que, solo hasta ahora le engatillaban las piernas. Pasados unos segundos, se sobó con sus manos ambas rodillas y fue hasta el portón.
Al abrir la puerta descubrió que no había nadie. Catalina pensó que debía ser alguna broma de los niños de un colegio cercano que oprimían el timbre y salían corriendo.
Esa noche, cuando Israel llegó de trabajar le contó que le habían estado doliendo fuerte las rodillas. Y que ella se había estado aplicando un ungüento para mitigar el dolor.
—Mamá, esos son los años —dijo su hijo—. No en vano ya vas a cumplir los ochenta.
—Debe ser, hijo, pero lo raro es que antes no me dolían.
Como sucedía en los últimos años, compartieron la comida y, luego, cada uno se fue a dormir en su habitación. Catalina se puso una pijama azul de estrellas y se acomodó lo mejor que pudo en su colchón. El dolor en las rodillas la acompañó toda la noche.
Al otro día, cuando su hijo vino a despertarla antes de irse a su trabajo, le refirió que no había pasado buena noche y que tenía un desaliento en todo el cuerpo.
—Ay, mamá, —respondió su hijo—, si sigues así hay que ir al médico.
—Eso se me pasa durante el día —fue la respuesta de Catalina, mientras recibía el beso de Israel.
Durante toda esa semana, y las que siguieron, los dolores en las articulaciones ocuparon la atención de Catalina. Justo un jueves, mientras terminaba de preparar el almuerzo, escuchó el timbre a la entrada de su casa. Dejó lo que estaba haciendo y fue hasta el portón. Abrió la puerta y no halló a nadie. Se lamentó de haber caído de nuevo en la trampa de algún chiquillo travieso y volvió a su cocina. Extrañamente se sintió fatigada, como si el aire le fuera esquivo a sus pulmones. Se sentó por unos momentos en un asiento puesto al lado de la estufa y recuperó las fuerzas.
A la mitad de la tarde, después de subir con dificultad las escaleras hacia el segundo piso, quiso llamar a una de sus hermanas, pero, extrañamente, olvidó el número del teléfono. Por más que lo intentó los números no venían a su memoria; entonces buscó una pequeña libreta y allí encontró escrito el teléfono de Helenita. Apenas la hermana contestó, Catalina le contó lo del olvido de ese número que había marcado muchas veces.
—Eso es normal con la edad que ya tienes —le respondió su hermana—; hay que tener paciencia y resignación.
Sin saber bien por qué, en ese instante Catalina recordó a Hermelinda, y esta súbita rememoración la llevó a formularle una pregunta a su hermana, quien era menor cinco años.
—¿A ti ya te visitó La Chuchumeca?
—No, señora. Pero según decía nuestra madre, tarde que temprano me visitará.
Las dos hermanas hablaron de sus hijos y de las vicisitudes cotidianas, evocaron anécdotas de su pasado y de las preocupaciones que las atormentaban. Catalina terminó la llamada y se refugió en el rezo del rosario con absoluta devoción. A pesar de su optimismo para enfrentar la vida, se sintió nostálgica.
Esa noche, después de compartir con su hijo la comida, de dialogar con él sobre sus achaques, de frotarse un gel calmante en las rodillas y en la cintura, y de contarle mentalmente a Bonifacio, su difunto esposo, los pormenores de aquel día, pudo dormir unas horas. El sueño que tuvo se convirtió poco a poco en pesadilla:
Se vio a sí misma de niña, subida en la cúspide del Cerro Colorado, mirando en lejanía un humo denso que venía serpenteando por la base de las montañas de Lomalarga. Después, como si fuera en un vuelo mágico, pudo verse en uno de los apartamentos en arriendo que compartió con su marido y su hijo, mirando por la ventana esa misma niebla gris que parecía aposentarse agazapada en las calles vecinas. Luego, en un rápido desplazamiento, se trasladó a su casa, la que ahora habitaba, y comprobó que toda la pared de la fachada, especialmente el portón, estaba copada por ese humo denso, de una tonalidad ceniza. Sintió que debía subir a refugiarse en su alcoba, pero el ahogo y las piernas no le obedecían… en ese momento entró Israel a despertarla. El hijo abrió las cortinas y el sol iluminó la habitación.
—Ese humo no podía pararlo, no podía pararlo —le comentó agitada a Israel— Se metía por debajo del portón, y yo veía cómo seguía avanzando hacia el comedor y la cocina y empezaba a subir por las escaleras…
—Debió ser algo que te cayó mal —respondió el hijo—. Recuerda que no debes comer nada después de las seis y media de la tarde.
—Y el humo me ahogaba y se me metía en los ojos como si fuera una catarata… una cosa horrible, horrible.
Israel se acercó a la cabecera de la cama de Catalina, le dio un beso en la frente y le puso un cojín que le sirviera de soporte para recostarse.
—Como te he visto últimamente renqueando un poco te compré un bastón para que te ayudes a caminar.
—Gracias, hijo, gracias.
La reverberación del sueño le duró buena parte de la mañana. Desayunó algo ligero y ensayó durante un buen tiempo caminar con el bastón negro que le había comprado el hijo. Se sintió algo extraña moviéndose de esa manera. Ese día fue consciente de que la fatiga era más constante. Sin embargo, sobreponiéndose a esas dolencias empezó a preparar el almuerzo. Casi al medio día volvió a escuchar el timbre en la puerta de su casa. Adivinó que seguramente era una broma e hizo caso omiso del sonido repetitivo. Pasados unos minutos el timbre volvió a inundar buena parte del pasadizo del primer piso. Catalina pensó que, de pronto, era la persona de la energía que mensualmente pasaba a mirar el contador de la luz y prefirió encaminarse hacia el portón. Apoyada en su bastón abrió la puerta. Un chiquillo de ojos vivos estaba justo en ese instante intentando otra vez oprimir el timbre. Catalina lo interpeló de manera severa:
—¡Deje de molestar!, coja oficio.
El niño, sonriente, le lanzó una respuesta mientras salía corriendo a toda prisa:
—¡Vieja Chuchumeca!




