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Fernando Vásquez Rodríguez

~ Escribir y pensar

Fernando Vásquez Rodríguez

Publicaciones de la categoría: Fábulas

En el arca de Noé

10 domingo May 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Fábulas

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La gran aventura de Margaret Keare

“La gran aventura” de Margaret Keane.

Lo más difícil no fue la llegada a aquella larga embarcación de madera, ni el lento proceso como cada pareja de animales fue acomodado en el arca. Tampoco el brusco bamboleo y el ir a la deriva cuando empezó el diluvio. Lo realmente complicado empezó cuando todos comprendieron que ese no iba a ser un corto viaje con una meta precisa, sino un confinamiento gobernado por la incertidumbre.

—¡Tranquilos!, ¡tranquilos! —exclamaba el viejo Noé—, contagiando ánimo en medio de aquella tormenta interminable.

La distribución de los animales había sido pensada con cuidado. En jaulas estaban los más salvajes, las aves en el techo del enorme barco, los rumiantes en pequeños establos, los reptiles en una rústica poceta, un sinnúmero de roedores vagaban entre los pasadizos y los monos se colgaban de los maderos de la barca. Todo parecía lo suficientemente organizado, a pesar de la estrechez natural de aquel espacio oscuro y repleto de sonidos de diversa especie.

—¿Y alguien sabe aquí para dónde vamos? —preguntó una leona, mirando por detrás de la jaula.

—Que es un cambio de pradera —respondió un tigre, mirándola desde otro enrejado semejante.

—No —interrumpió un elefante, dejando de agarrar con su trompa un haz de pasto de una cesta colgante—. Es para protegernos de la inundación.

—Ojalá esto acabe pronto porque no aguanto el mareo —repuso una jirafa, abriendo bien las patas para no dejarse caer.

Noé y su familia no paraban de trabajar. Alumbrándose con un lámpara de aceite iban de un lado a otro, tratando de controlar los nervios de los pasajeros, recogiendo huevos, leche, rellenando de granos o de pasto cestas y vasijas de barro, echando agua en palanganas de madera o barriendo o limpiando las heces y la mugre que se multiplicaba todos los días.

Los truenos resonaban más fuertes al interior del arca. El eco no permitía que las conversaciones entre los animales fluyeran o se dieran de forma natural.

—¿Y por qué hay unos afuera, y nosotros encerrados aquí? —preguntó una pantera.

—Privilegios que tienen —repuso su pareja, rezongando entre dientes, y cambiando con dificultad de posición.

Todos los animales salvajes, además de estar confinados dentro del arca, padecían el enclaustramiento de las jaulas. Y por más que Noé o sus hijos les traían alimento, especialmente leche, no dejaban de sentir como una injusticia que otros animales transitaran libremente por los corredores de aquella nave.

—Mira esos venados allí —agregó la pantera—. Ellos sí pueden mover sus piernas.

—Lo que digo —repuso el compañero de celda—. Aquí no todos estamos en igualdad de condiciones.

Como si Noé hubiera escuchado al par de panteras, a los pocos segundos pasó por allí. Miró su pelambre a la tenue luz de la llama de la lámpara, vio sus ojos amarillos y el lomo magnífico de estos animales.

—Ya casi deja de llover —les decía—. Ya casi escampa.

Los animales escucharon a Noé sin replicar. Aunque entendían sus palabras, prefirieron no decirle nada, para que él adivinara su malestar.

—Todos los que estamos aquí somos unos privilegiados —volvió a hablar Noé, yendo y viniendo cerca de la jaula.

—Unos más que otros —replicó la pantera, impaciente por el caminar de lado a lado de Noé.

—Para salvar la vida hay que soportar algunos sacrificios —repuso el anciano, moviendo el índice de su mano derecha en un gesto pedagógico de obediencia.

—Primero es lo primero —volvió a hablar, prosiguiendo su ronda de vigilancia nocturna.

Porque no era fácil en aquella nave, sellada con brea, saber cuándo era de día y cuándo de noche, y menos cuando el clima, los truenos, el ruido ensordecedor del torrencial seguían azotando por todos los costados a la embarcación.

Así pasaron las dos primeras semanas. Tal vez por la novedad de la situación, buena parte de los animales se conformaron con los cambios en sus hábitos de alimentación, en sus ciclos de sueño y en el ambiente al que estaban acostumbrados. Sin embargo, iniciada la segunda semana, una grulla de largo pico y patas delgadas, se atrevió a interpelar al capitán del navío:

—Cuándo terminará esta aventura —dijo.

Noé se fijó en la grulla y le pareció que tenía las patas más flacas o más largas que como las recordaba en su mente.

—Yo creo que el tiempo lo dirá.

La respuesta del viejo no le pareció suficiente a la grulla.

—¿Otra semana, quizás?

—Ya veremos… hay que tener paciencia —respondió Noé.

La grulla puso un gesto de resignación y voló hacia una de las vigas del techo del arca.

—¿Qué te dijo? —preguntó el compañero de baranda.

—Nada. Que no sabe nada —repuso la grulla—. A esperar, esa es la consigna.

Pero no eran únicamente las grullas o las cigüeñas las que estaban angustiadas; también los pelícanos y unos flamencos que, por la falta de sol, habían perdido el rojo encendido de sus plumas. Y ni qué decir de las águilas, insatisfechas de comer siempre pescado seco.

—¿Será que Noé si sabe para dónde vamos? —preguntó de manera retórica un águila calva a las otras aves que estaban alrededor.

—¿O nos tiene aquí engañados, sin decirnos el verdadero propósito de este encierro?

Una pareja de halcones compartieron las dudas del águila, moviendo hacia arriba y abajo su cabeza. Por unos minutos se escucharon chillidos, graznidos y gritos de protesta, pero que no repercutieron en el ánimo de los otros animales.

—Con tal de que a mí me pongan cualquier planta de vez en cuando, no tengo nada de qué preocuparme —dijo una camella de largas pestañas.

—Sí —repuso su consorte—. Lo que pasa es que nadie está conforme.

Noé no era indiferente a las afectaciones que tendría ese prolongado encierro en sus animales. En sueños supo que debía informarles a los pasajeros, de cuando en cuando, las peripecias de aquella situación. Confiado en aquellas voces, escuchadas en sueños, organizó con sus hijos una pequeña reunión con todos los animales, escogiendo para ello, el centro del arca. Desde ese punto, trepado en unos de los estantes del segundo nivel de los tres que tenía aquella casa flotante, empezó su explicación. Dadas las precarias condiciones de luz, los ratones, las tortugas, las liebres, los puercoespines, tuvieron que contentarse con oír lo que no podían ver. Además, la cantidad de patas, colas, pezuñas, no dejaban mucho espacio para divisar el rostro barbado del anciano.

—Estamos aquí reunidos —empezó a decir Noé— porque es la única manera de salvarnos de la inundación.

El término inundación fue reforzado por el crujir de los maderos del arca.

—Y si queremos salvarnos de estas aguas impetuosas, de estas olas inmensas, de esta lluvia huracanada, tenemos que tener paciencia…

Los búfalos, las cebras, pensaron en la palabra inundación y se imaginaron un caudaloso río desbordado, cubriendo pastizales, árboles y llanuras inmensas. Noé prosiguió hablando de no perder la calma y de algunas medidas que eran necesarias conocer para una mejor convivencia.

—Hemos puesto paja en las jaulas para que allí hagan sus necesidades… —dijo en tono de amonestación a los que defecaban en cualquier lugar.

—Hay que habituarse a una ración diaria —agregó—, mirando a los hipopótamos y a los cocodrilos que parecían nunca llenarse.

—Respeten el turno cuando estemos entregando las frutas —señaló—, dando a entender que los orangutanes, las ardillas y los hurones eran unos constantes infractores.

—Y de ahora en adelante —prosiguió entusiasmado Noé— al no tener sol o luna que nos guíe, usaremos este cacho, para fijar las horas de sueño.

El anciano mostró el objeto y con una señal invitó a Jafet que soplara el instrumento de marfil. El sonido llegaba hasta todos los rincones del arca.

—Un llamado para levantarnos y dos para irnos a dormir —concluyó Noé— volviendo a retomar el cacho de las manos de su hijo.

—Esto ya parece una cárcel —murmuró una hiena a su pareja—, molesta por aquellas medidas disciplinarias de Noé.

—Yo me  duermo cuando tenga sueño, y no cuando me lo imponga un cacho —refunfuño un jabalí, tratando de hozar en el piso de la barca.

—¿Y quién va a controlarlo a uno —gruñó una zarigüeya—, en esta oscuridad y con tantos que estamos  metidos en esta inmensa cueva?

El viejo continuó con sus indicaciones:

—He pensado que vamos a distribuir el arca en tres zonas, la del norte, la del sur y la del centro. Y al frente estará cada uno de mis hijos: Sem al norte, Cam al sur y Jafet al centro.

Noé terminó su discurso y cada una de las parejas de animales retornó a su sitio acostumbrado. El murmullo se fue opacando en la medida en que desalojaban la parte central, ocupada por la mayoría de los animales enjaulados.

Así transcurrieron dos semanas más, en las que los movimientos intempestivos, el sonido de la tormenta, la inestabilidad del viaje, parecían distraer otras preocupaciones de los animales. La situación empezó a empeorar cuando dejó de llover y el arca asumió la monotonía de andar en aguas tranquilas.

—Me hace falta carne fresca —manifestó una guepardo—.

—Perseguir a alguien… eso es lo que más necesito—repuso el macho de piel manchada.

—Ni que fuera uno un impala para comer siempre lo mismo —agregó la flaquísima fiera.

—Estoy que pierdo la paciencia.

Un grupo de animales, del ala sur, empezaron a romper las normas que había determinado Noé. Fueron inútiles las amonestaciones de Cam y los regaños paternales del viejo. No era sino que ellos dejaran de observarlos para hurtarse la comida de un vecino, hacer sus necesidades en un lugar alejado de donde dormían, estar merodeando y dando alaridos después de que el cacho había sonado dos veces. Pocos pensaban que eran unos privilegiados o daban gracias por salvarse del diluvio; la mayoría sentía el aburrimiento correrle por las tripas, o una especie de angustia que, por lo general, se convertía en agresión permanente. El arca empezó a llenarse de patadas, de picotazos, de dientes amenazantes y una mutua desconfianza. Los tres hijos de Noé parecían estar desbordados por las peleas, las amenazas, el vandalismo entre los animales. Dada esta situación, Noé sintió la necesidad de volver a dirigirse a la audiencia confinada.

—Comprendo sus angustias —dijo para empezar—. Pero si ya amainaron las lluvias ese es un buen presagio de que pronto esto terminará.

La concurrencia se entusiasmó con lo que parecía un anuncio de pronta salida de aquella prisión de madera con olor a brea.

—No podemos desfallecer ahora —prosiguió Noé—. Lo peor ya ha pasado.

Unos canguros dieron varios saltos buscando un espacio con una mejor visibilidad. El interés era total.

—Yo creo que en un tiempo no muy lejano podremos salir…

Un ruido de decepción se propagó entre el público.

—Pero, ¿cuándo? —gritó fuerte un gorila con rabia contenida.

—Yo ya no aguanto estos olores —exclamó una oveja, alzando una de sus patas.

—No hay cuero que resista esta falta de luz —complementó un caimán, abriendo de par en par la dentada boca.

Noé no se inmutó por los comentarios negativos. Subió el tono de la voz y, tratando de parecer convencido de su mensaje, soltó una frase tan dura como retadora:

—Ahora, si alguno quiere irse, bien pueda…

Los animales guardaron silencio. Entendieron que la oferta era imposible. Después de tantos días de lluvias, lo más seguro era que las aguas debían cubrir las montañas, los árboles, toda la tierra firme. Sin contar la fetidez de las aguas por todos los que, a diferencia de ellos, habían muerto por la inundación. Lo único vivo estaba dentro de aquella nave; afuera la muerte rondaba a sus anchas. Así que, cabizbajos, empezaron a dispersarse. El único que se mantuvo unos minutos mirando desafiante a Noé fue el gorila, pero después de una corta amenaza territorial, se retiró a la zona donde estaban otros simios.

—Un toque de cacho para levantarnos y dos para irnos a dormir —repitió fuerte por tres veces Noé.

Lo que siguió durante la semana siguiente en el cuerpo de los animales fue una modorra que los llenaba de pereza y aburrimiento hasta el punto de quitarles las ganas de alimentarse. Los hijos de Noé, por primera vez, notaron que los alimentos dejados en las cestas o la leche puesta en las palanganas, permanecía igual a la última vez que la habían cambiado. Jafet le contó a su padre que en los ojos de los coyotes y los lobos se podía ver una tristeza desconocida. Que el encierro los había vuelto dóciles y con una mansedumbre que parecía más una mueca de resignación ante lo inevitable.

—Ponen ojos de cuando uno los va a matar —dijo Jafet, claramente afectado por aquel comportamiento de esos carnívoros salvajes.

Noé escuchó a sus hijos y salió a comprobar si era verdad. Jafet y sus hermanos no se equivocaban. Se encontró con varios animales echados, encorvados en su propio vientre, como si padecieran de peste; observó a las cascabeles mudas en su mover de crótalos; descubrió a los guacamayos y a las cacatúas en un silencio impensable; y pudo constatar que el instinto de aquellas bestias había sido devorado por la monotonía. Del júbilo y la algarabía ya no quedaban sino quejidos o cuerpos tirados en el abandono.

Después de una noche en que Noé no pudo conciliar el sueño, tomó la decisión de abrir una de las ventanas del arca. No fue fácil hacerlo. La brea había sellado los intersticios de tal forma, que fue necesaria la fuerza de sus tres hijos para despegar la hoja del marco. El rayo de luz que entró por el pequeño espacio despertó a los animales de su apatía. Los balidos, los graznidos, los silbos y castañeteos, los gorjeos y gruñidos se sumaban a rebuznos, rugidos, aullidos  y trinos infinitos.

—¡Por fin! —gritó una danta.

—¡Acabado este encierro! —exclamó un armadillo.

Noé dejó de mirar el inmenso e interminable mar y volvió sus ojos hacia a ese conglomerado de ojos, cuernos, pelos, alas… que entonaban un coro de algarabía en el piso del arca.

—¿Dónde está el cuervo? —preguntó Noé.

Cam dijo que lo había visto hacía poco. Descargó una bolsa con cereales y fue a buscar el ave. Al poco tiempo volvió ante su padre:

—Aquí está —dijo.

El cuervo estaba asustado porque en esas circunstancias no era fácil saber lo que se propondría Noé.

—Quiero que vayas a hacer una inspección —dijo.

El pájaro negro, casi gris por el encierro, apenas se atrevió a contestar. Si bien se sentía feliz por ser el primero en que podía abandonar el arca, por otro lado temía por su vida, al no conocer con lo que se encontraría.

—No te vayas tan lejos, apenas unas brazadas.

—¿Tengo que ir solo? —preguntó el cuervo.

—Es mejor —repuso Noé.

El cuervo miró hacia arriba del arca pero no encontró a su compañera. De un corto vuelo se puso en el borde de la ventana y de allí extendió sus alas hasta cuando los ojos del anciano lo perdieron de vista. Noé permaneció al lado de la ventana esperando al animal, pero este no retornó.

—La muerte sigue rondando afuera —dijo—, cerrando la ventana con fuerza.

Los animales sintieron que su alegría había sido fugaz.

—¡Déjela abierta!— exclamaron al tiempo, sin ponerse de acuerdo.

—¡No la cierres! —volvieron a pedir.

Pero Noé entendió que era mejor resguardarse y no exponer a estas criaturas a las contaminaciones y los vientos putrefactos. Haciendo caso omiso a las súplicas, les pidió a sus hijos que amarraran con cuerdas el pasador de la ventana. La oscuridad volvió a aposentarse en todas las partes del arca.

—Noé nos salvó para matarnos —exclamó una avestruz.

—Prefiero morir ahogado que seguir en este encierro —chilló un mandril—, arengando a los más cercanos.

—Estamos cansados de obedecer —repuso un burro.

No obstante las manifestaciones de protesta, Noé se mantuvo férreo en su decisión. Pero prefirió no caminar por entre los animales, como una medida de sana protección.

Una semana después, cuando nadie lo esperaba, Noé eligió a una paloma y, con sus tres hijos, abrieron la ventana del arca.

—Vuela a ver qué encuentras —fue la sucinta orden del viejo.

—Allá voy —respondió la paloma—, feliz de estar de nuevo entre el cielo y el viento.

Los animales, al ver entrar la luz, no se entusiasmaron como la primera vez. Apenas miraban de reojo, como para no perder del todo lo que podría suceder.

—Seguro, que luego nos vuelve a decir que por el bien de nosotros lo mejor es quedarnos a oscuras otra semana —refunfuño un pavo.

—Que la muerte sigue en el aire, como nos amenazó la última vez —agregó un carnero de cuernos encorvados.

Los comentarios de uno y otro animal no dejaron escuchar la exclamación de júbilo de Noé, cuando vio llegar a la paloma con una rama de olivo en su pico.

—¡Ya terminó el encierro!, ¡ya terminó!

Noé y sus hijos se abrazaron y con ellos sus esposas. La paloma voló presurosa a contarle a su parejo lo que había visto.

—Árboles muy verdes, esplendorosos… como nadie los imagina —arrullaba feliz la paloma, moviendo el cuello de un lado para otro.

—¿Y qué más pudiste ver? —preguntaron unos turpiales que estaban cerca.

—Un cielo límpido, hecho de un azul que al solo verlo le alegra a uno el corazón.

La noticia corrió de arriba hacia abajo en un alud de comentarios que se impregnaban al cuero, a los pelos, a la piel de cada ser vivo.

—Que hay pasto tan abundante como para alimentar a muchísimas manadas.

—Y las frutas cuelgan de toda rama, maduras o a punto de madurar.

—Que el aire es tan reciente que lo hace volar a uno con solo aspirarlo.

Pasado el regocijo y la exaltación, Noé consideró que debía volver a reunir a los animales para darles unas últimas indicaciones de lo que vendría. Una vez más se ubicó al centro del arca, acompañado de sus hijos. Jafet hizo sonar el cacho, pero para que la concurrencia guardara silencio.

—La buena noticia es que estamos salvados.

Muchas ovaciones y vítores retumbaron en el espacio del arca. Noé dejó que esa algarabía mermara y siguió con su discurso.

—Ya vi en el cielo el arco iris…

—¡El arco iris! —exclamaron los animales entusiasmados.

La gritería se convirtió en una exaltación de fiesta. Los ratones bailaban con los gatos y las gallinas saltaban de la mano de los zorros. Nunca antes hubo tantos abrazos juntos, nunca se había visto tanta fraternidad en la naturaleza.

—Pero no podemos salir todos al tiempo —dijo Noé—, así que tendremos que hacerlo por etapas, poco a poco.

—¡Como sea! —exclamó un rinoceronte.

—Lo que diga Noé —rugió el león, ansioso porque lo dejaran salir de su doble encierro.

Y Noé dispuso que los animales fueran saliendo por sectores, de acuerdo a una secuencia diferenciada por zonas y pisos que había ideado y compartido con sus hijos. Tal desalojo del arca les llevó buena parte del día. Pero a todos los animales les importaba poco esa demora, con tal de sentir de nuevo el sol y ver el anunciado arco iris.

Recital en el bosque

31 martes Mar 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Fábulas

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Ilustracion de Chris Dunn

Ilustración de Chris Dunn.

A todos no les fue muy bien en el primer recital de poesía organizado por el maestro búho, director de la escuela del bosque. Terminado el evento, y más como una forma de consolar a los desanimados, el búho los reunió en un pequeño prado, resguardado por tupidos cipreses.

—A mí la altura me afectó mucho —dijo un oso corpulento—, buscando un tronco para sentarse a descansar. Luego agregó: —Yo lo traía todo bien preparado, pero no contaba con la falta de aire, y por eso casi no se escucharon los últimos versos de mi poema “Miel perdida”.

—El caso mío fue con el atril —agregó una cigüeña—. Yo prefiero no estar pegada a un pedazo de madera, para dejar suelta mi imaginación y mi voz.

—Lo que me sucedió es que no me dieron suficiente tiempo —agregó un canguro, parándose en sus dos patas con dificultad—. Estaba tan emocionado con mi declamación que se me pasaron los minutos saltando.

El búho iba tomando nota de lo que decían los participantes en una pequeña libreta. Habló el jaguar, que había estado excepcional con su poema “Manchas escondidas”; participó un mapache, que aunque tímido, consiguió darle a sus pequeñas manos un ritmo acorde con la cadencia de cada verso; y habló también un gorila:

—A mí las cosas no me salieron nada bien —afirmó— porque el micrófono resultó demasiado corto para mi estatura. Es inconcebible que esos aspectos logísticos no se hubieran tenido en cuenta.

El búho quiso replicar, pero se mantuvo callado. El gorila estaba molesto con el organizador, con el evento, con todos los participantes.

—Es una lástima, una verdadera lástima —prosiguió el gorila— que no hayan podido escuchar bien esos versos nacidos de mi fuerte inspiración.

A los que mejor les había salido su presentación prefirieron guardar silencio, como fue el caso del pavo, muy entonado él, quien dio muestras de gran vocalización al recitar “Orgullo de plumas”; o el lobo, preciso en todos los detalles, con su nocturno “La luna me trae loco”, o la iguana, dueña de un gran dominio escénico, quien había conmovido a los asistentes con su elegía “Un viejo dinosaurio”.

—Lo que me afectó a mí fueron los nervios —dijo una chimpancé, no pudiendo dejar de saltar de rama en rama. —Los nervios me traicionaron —puntualizó—, esa es la causa de mis confusiones y cambios de palabras en el poema que leí.

Cuando ya la mayoría de animales había hablado, el maestro búho los miró con sus enormes ojos. Dejó de escribir y se dispuso a compartir sus impresiones. Empezó diciendo que todos conocían de antemano las reglas de ese primer recital y de su insistencia para que cada participante preparara con suficiente tiempo el poema. Después agregó algo sobre la importancia de saber interesar al auditorio con la mirada y del modo de interpretar esos textos rimados. Y como notó un afán de disculpa en varios de los participantes, se situó a la mitad de la rama de un roble y entonó un poema, que varios pensaron ser de su autoría, aunque por el tono parecía de autor anónimo.

Cuando poco podemos ver nuestros errores

y a otros achacamos nuestras faltas,

o es que tenemos escondidos mil temores

o que  el orgullo y la soberbia son muy altas.

Si quieres en verdad avanzar en un oficio

o ser el mejor y más diestro en una cosa,

lo indicado es repetir y repetir el ejercicio

aceptando tus fallas con actitud amorosa.

La concurrencia se quedó pensativa por unos minutos. Después los animales se fueron retirando del prado, hablando entre murmullos, confiados y contentos de que los más pequeños de sus hijos asistían a la mejor escuela del bosque.

Un nuevo trío de fábulas

05 domingo Ene 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Fábulas

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Low Bros

Ilustración de Low Bros.

El erizo y el amor

Que no te pase a ti, lector, lo que sucedió con el erizo; quien teniendo el milagro del amor entre sus manos, por aferrarse a una forma de ser, lo alejó para siempre de su lado.

Un erizo soñaba con alcanzar el amor. Un amor intenso, sincero y apasionado. Quizá por el clamor de su corazón, en un mes de verano su anhelo apareció. Era una ardilla de cuerpo escultural, aunque saltona y muy inquieta. El erizo sintió que ella era lo que por tantos años había esperado. Con palabras y gestos, con frecuentes paseos se fueron enamorando hasta la locura. La relación era perfecta. El único inconveniente aparecía cuando ella quería abrazarlo. El deseo por acercarse al erizo era una constante herida para la ardilla. Lo mismo acontecía al querer él demostrarle su amor a ella: terminaba puyándola y dejándole clavadas infinitas muestras dolorosas de su afecto. Debido a esto prefirieron amarse desde lejos, pero con el otro sufrimiento de nunca poder estar juntos.

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El zángano y la abeja vivaz

El zángano, echado en su cama, veía a varias abejas pasar a buscar polen en las flores del jardín. Aunque todo era agitación en la colmena, él no tenía ganas de levantarse. En esa postura, adormilado, apenas abría los ojos para ver a sus hermanas revolotear de aquí para allá.

Una de las abejas, la más vivaz, hastiada de ver aquella actitud, se detuvo cerca de él y lo increpó de esta manera:

—¿Cansado de descansar?

El zángano abrió uno de los ojos y no dijo nada.

—¡Dichoso tú que puedes darte estos lujos! Deberías al menos, ya que eres más grande, salir a defendernos de las avispas.

El zángano se hizo el desentendido y fingió dormir.

—¡Eres el colmo de la desvergüenza!

La abeja, molesta, dejó al zángano y corrió detrás de sus compañeras.

El zángano, al ver que la abeja ya había desparecido, se levantó y caminó un poco hacia la salida de la colmena. Vio unos girasoles a poca distancia, pero sintió que las fuerzas no le iban a alcanzar para llegar hasta ellos. Prefirió regresar a su celda. Arrullado por el sopor de la colmena volvió a recostarse en su lecho.

La abeja vivaz, después de su recorrido, lo interrumpió una vez más:

—¡Qué desfachatez la tuya —le gritó.

El zángano intuyó que la recriminación iba para largo y prefirió guardar silencio.

—Aprende de nosotras. Al menos gánate tu propio alimento. Es una injusticia que las más pequeñas tengamos que alimentarte.

—¡Eres un desconsiderado… eso eres!

La abeja siguió presurosa hasta bien adentro de la colmena. El zángano tuvo por un momento algún cargo de conciencia, pero enseguida halló una disculpa: “Bien poco ayudarían mis brazos a las miles de extremidades de tantas obreras”.

Varias abejas llegaron con un plato de miel y lo dejaron en una pequeña mesa. El zángano, con parsimonia, se dispuso a tomar el almuerzo. Después de ingerir la deliciosa merienda, sintió la necesidad de tomar una siesta. El sueño que tuvo lo despertó sobresaltado. En su pesadilla vio a la reina de la colmena llamarlo a su presencia, diciéndole de forma imperativa:

—¡Tienes un trabajo! Prepárate. ¡Será tu única y final tarea!

Ilustración de Grandville

Ilustración de Grandville.

La leona muy titulada y los cambios en la selva

Recién murió el león viejo, el consejo de la selva recomendó a una leona muy titulada para ese cargo. “Nada de lo que hizo mi antecesor vale la pena”, fue lo primero que dijo en la toma de posesión de su mandado. “Aquí las cosas van a cambiar”, afirmó enfática al terminar su arenga. Y así fue. Lo primero que hizo la monarca fue provocar cambios drásticos en la dieta de los animales; por ejemplo, los felinos debían ser vegetarianos y los vegetarianos, carnívoros. De igual modo, ordenó que varios animales que eran nocturnos deberían empezar a ser diurnos y aquellos que llevaban su vida de día debían empezar a llevarla de noche. Fueron muchas las disposiciones, todas ellas anunciadas con estruendosa pompa. Lo cierto es que, después de unos meses, las cosas no iban bien en la selva. La confusión era mayúscula, además de una desazón y una incertidumbre agobiante. El tigre, por ejemplo, ya no sabía si debía cazar a la gacela y ésta, a su vez, no entendía cómo atrapar al felino. Hubo varios búhos que perdieron la razón por causa de la vigilia extrema y se supo de varias águilas que se quebraron sus alas al querer volar en la oscuridad. A pesar de que la leona se mostró amenazante, los animales en coro pidieron a gritos su renuncia. Después de largas reuniones del consejo de la selva, un león con mayor experiencia y no tantos títulos, substituyó a la déspota leona. Frente al grupo nutrido de asistentes a la ceremonia, el nuevo mandatario empezó su alocución con una frase que era, en sí misma, su plan de gobierno: “No es bueno cambiar todo al mismo tiempo, como tampoco no cambiar nada en mucho tiempo”.

Otras fábulas para reflexionar

04 lunes Feb 2019

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Fábulas

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Denis Zilber

Ilustración de Denis Zilber.

El gran tiburón y la piraña insignificante

El enorme tiburón andaba siempre al acecho de cuanto pez encontrara en el camino. Pero no cazaba piezas únicamente para saciar su hambre; cada vez necesitaba devorar, con sus abundantes dientes, a peces más voluminosos, mucho más grandes. Una pequeña piraña, que lo seguía de cerca, le hacía mínimos cortes, y rauda se alejaba. El gran cuerpo del tiburón apenas sentía aquellas heridas, así que toleraba la presencia de aquella insignificante intrusa. Su apetito iba en aumento: ya no eran suficientes los meros, los atunes; el tiburón quería también comer morsas y focas y hasta intentó atacar una ballena. Era un hambre que lo atormentaba desde las entrañas. La piraña continuaba al lado al tiburón sacándole con sus incisivos dientes mínimos bocados. A los pocos meses, el gran tiburón empezó a sentirse débil. Con sorpresa notó que le faltaban incontables pedazos a su aleta, varios pedazos a su lomo, muchísimos pedazos a su cola… Pero ya era muy tarde. Se supo débil para seguir nadando y comenzó a caer al fondo del océano. Un hilillo diminuto de sangre iba quedando en el mar, cada vez que la piraña le mordía fugazmente una porción minúscula del cuerpo al gran escualo.

Andreas Preis

Ilustración de Andreas Preis.

La rata y el espejo

Una rata, de esas de alcantarilla, gozaba hurtando diferentes objetos. A escondidas, oculta de los dueños de tales cosas, las arrastraba a su madriguera. Un día, vio un pequeño espejo de hermoso marco dorado que le fascinó. La rata quiso agarrarlo, pero cuando pasó frente a él oyó una voz que le decía: “¿Qué vas a hacer? ¡Aleja de mí tus manos!”. La rata, asustada, salió a esconderse en la oscuridad. Al otro día volvió a intentarlo con idénticos resultados. Hasta que en una de esas tentativas el espejó cayó de frente al piso y la rata pudo echarlo a sus hombros para llevarlo a su guarida. De allí que las ratas tengan que cargar los espejos hurtados por el respaldo, para evitar escuchar aquella vocecita.

Pintura tibetana Thangka

Pintura tibetana Thangka.

El elefante y la mona enamorados

Aunque parezca inexplicable, como sucede en asuntos del amor, un elefante y una mona se enamoraron. Quizá la mona se prendó de las orejas enormes del paquidermo y él de sus velludos brazos. O de pronto el motivo principal fue las fornidas piernas del elefante o los largos brazos de la mona. Nunca se sabe. En todo caso, fue un amor a primera vista. No obstante, con el pasar de los meses, los reclamos empezaron a aparecer:

—Cuánto diera porque pudieras subir a los árboles—reclamaba la mona.

—No sé por qué necesitas refregarte en el barro —insistía.­

El elefante miraba a la mona con inquietud. ¿Cómo podría él renunciar a su condición? ¿Acaso el amor lo llevaría a tales cambios?

—Yo no puedo romper las nueces con las manos y una piedra como tú —contestaba el elefante.

Después de continuas discusiones, una tarde la mona tuvo una salida a sus disputas:

—Si queremos seguir amándonos deberíamos tender puentes, hallar un punto intermedio.

—De acuerdo —asintió el elefante.

Esto fue lo que pactaron: el elefante se pararía en sus patas traseras para transformarse en un árbol vivo en el que la mona pudiera trepar. La mona, subida en el lomo del elefante, iría con él en sus correrías intensivas. La mona descubriría el poder de la barroterapia y el elefante aprendería a convertir su trompa en un cascanueces para romper las semillas más duras que deseaba comer la mona.

A pesar de no ser grandes cambios, el elefante y la mona descubrieron que el secreto de amar a alguien no está en comportarse según el propio punto de vista, sino en actuar teniendo en cuenta el punto de vista del otro. 

Tres fábulas más

12 sábado Ene 2019

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Fábulas

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Tatuaje de Chris Garver.

La pantera y los animales en sacrificio

La pantera que, como se sabe, es astuta y vengativa, había decidido por mero capricho que los animales incluidos dentro de sus dominios debían, desde esa semana, elegir a uno de ellos para entregarse en sacrificio voluntario.

—Es inaudito —gruñó un pecarí— moviendo sus patas traseras.

—Solo a ella se le ocurren esas cosas —repuso un venado de grandes ojos.

—Eso es una locura —agregó un carpincho, levantando el hocico.

La pantera sigilosa había observado toda la conversación. De un salto salió de su escondite poniéndose en medio del grupo. Mirando a los animales de manera desafiante los interpeló:

—¿Así que ninguno está de acuerdo con mi mandato?

Con lentitud fue interrogando con su mirada a cada uno. Primero clavó sus ojos en el carpincho:

—Aunque de pronto es mejor morir así —repuso el chigüiro, con gesto complaciente—. De esta manera uno sabe quién es la próxima víctima y no anda con esa incertidumbre.

 Después la pantera se detuvo en el pecarí:

—Hasta uno tiene tiempo para prepararse —reforzó el saíno.

La pantera hizo un giro y posó sus ojos en el venado:

—Además, tarde que temprano de algo hay que morir —se apresuró a replicar el ciervo.

La pantera observó al grupo complacida:

—Muy bien. Estaré entonces esperando a que uno de ustedes me visite este viernes… Ojalá sea puntual —agregó burlonamente.

Como se ve, lo mejor que le puede pasar a un tirano es que los subyugados terminen justificando sus arbitrarios designios.

Las palomas y el busto

En la historia que sigue puede verse cómo, por el paso del tiempo o la altanera ignorancia, el pedestal de los sabios es el muladar de los necios.

La primera paloma que llegó a posarse en el busto (era de bronce macizo) se ubicó sobre el hombro izquierdo de la estatua.

—¿Tú eres un sabio? —le dijo en un zureo desafiante.

La estatua se mantuvo callada. La paloma de un corto vuelo se encaramó a la cabeza del busto. Allí continuó con su monólogo.

—¿Y de dónde sacas tus ideas?

El busto siguió imperturbable, poniendo sus ojos sin mirada en la avenida que estaba al oriente del parque.

—¿Y alguien viene a visitarte?

La paloma se apartó súbitamente de la cabeza de la estatua porque dos colegas vinieron a posarse en el mismo lugar.

—¿Y este es el personaje del que nos has hablado?

—Sí —contestó la paloma—. Este es —repitió—, mientras se trasladaba al hombro derecho del busto.

—A mí me parece, común y corriente —exclamó la otra paloma— inspeccionando la tierra acumulada en los surcos del cabello de la estatua.

La primera paloma guardó silencio.

Después de unos minutos, en los que continuó el diálogo fallido, las tres aves alzaron el vuelo. El busto quedó manchado, de los hombros a la cabeza, por los excrementos de las palomas.

robert bissell

Ilustración de Robert Bissell.

El cisne blanco y el conejo brincador

El cisne blanco no entendía por qué el conejo se apareaba con cuanta hembra encontraba en su camino. “Yo soy libre de elegir a la coneja que más me gusta”, afirmaba el animal, dando un salto.  “Eso no está bien, le respondía el cisne; uno tiene una pareja para toda la vida”. El conejo trataba de explicar su comportamiento: “Pero a mí me gustan todas. Eso es algo que no puedo evitar”. El cisne, moviendo sus patas en el lago, se deslizó un poco más hacia su interlocutor: “Hay que elegir; de esta manera resolverás tu incesante correría”. El conejo apenas tuvo tiempo de responderle, antes de irse con largos brincos a perseguir una coneja que vio moverse en la espesura del bosque: “Así lo quiere la naturaleza; yo no hago sino cumplir sus mandatos”. El cisne se quedó con las palabras en su pico. De vuelta al centro del lago recordó la imagen de sus padres, cuando viejos, acicalándose uno al otro al finalizar la tarde. El cisne blanco tuvo pesar del conejo al pensar que estaba preso por lo mismo que tanto deseaba.

Animales parlantes: maestros del hombre

23 domingo Sep 2018

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Fábulas

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Milo Winter

Ilustración de Milo Winter.

Señala Carlos García Gual que, en el caso de la fábula, “los animales revelan verdades universales concernientes a la naturaleza humana”. Son las bestias las que mejor ayudan a que las personas nos reconozcamos en aquellos rasgos o características no aceptadas o asumidas. Son esos vicios –escondidos, simulados– de los que se ocupa la fábula de forma indirecta. En esta perspectiva, la fábula cumple una función social en la medida en que pone en evidencia lo que un grupo humano malintencionadamente olvida o deja de considerar digno de valoración. La fábula, mediante ese espejo alegórico, evalúa la conducta de los hombres y advierte sus consecuencias.

Por esto se ha afirmado que la fábula tiene una función didáctica en asuntos relacionados con la moral o el comportamiento social. Su interés primordial, al presentar ejemplos o casos determinados, es la lección que desea comunicarnos. Hay una clara intención de instruir o enunciar un precepto. Son pequeños relatos enfocados a ofrecernos lecciones prácticas, claves morales para ser con otros, convivir o tener ejemplos para comprender las debilidades o vicios de la condición humana. Esas lecciones, que se concentran en la moraleja (epimitio) o en los pequeños textos que abren los relatos (promitio), son expresados de manera enfática, lapidaria, siguiendo el tono de la literatura sapiencial o de los textos con intención edificante.

Aunque debemos advertir que en muchas fábulas es al lector al que le corresponde inducir o deducir lo que está detrás del sucinto relato. La puesta en acción de esa instrucción moral implica comprender el sentido alegórico y figurado; por ello, el fabulista construye su texto invitando al lector a un ejercicio de descubrimiento, de adivinar lo que esconden aquellos diálogos entre animales parlantes. Semejando el mecanismo de la parábola o del chiste de “doble sentido”, la fábula enseña acentuando el tono sugerido: simboliza, elabora una analogía, aboga para que descubramos “la verdad” implícita en aquellas ficciones. No es extraño, entonces, que sea necesario releer algunas fábulas para entender la “lección ética” escondida.

Usando el estilo alusivo, impersonal, la fábula enseña o señala asuntos sobre los cuales los seres humanos somos muy susceptibles o poco aptos para recibir la crítica. Lo hace sin personalizar, sin agredir, sin entrar en la confrontación directa. Más que indicar una prescriptiva explícita o censurar de forma manifiesta, invita al lector a “meditar” o a “reflexionar” sobre sus propias conductas o las de sus semejantes. La lectura de la fábula presupone un acto de autoexamen o de comprensión ajena sobre asuntos “prácticos” como el gobierno de nuestras pasiones, la mejora de nuestros defectos y la vigilancia sobre nuestras bajezas y banalidades. “Aquí está el ejemplo”, señala la fábula; y depende de cada uno sacar sus propias conclusiones. O, para ponerlo en términos más coloquiales, la fábula instruye bajo la lógica de: “al que le caiga el guante que se lo chante”.

Como puede inferirse, la fábula posee un ingrediente crítico útil para la formación del carácter no solo de los más pequeños. A la par que señala una acción inadecuada o destaca las consecuencias de un comportamiento indeseable, deja una reverberación en la mente de los lectores al emplear el humor, la exageración, la sátira, el remedo. “La ironía tiene un rol fundamental en nuestro perfeccionamiento interior”, ha escrito Jan Jakélévitch. Mediante la rápida recordación del verso o apelando a la identificación narrativa, la fábula trae consigo un buen resultado formativo. Ese fue el potencial educativo que vieron escuelas occidentales de filosofía como los cínicos y los estoicos y otras de cuño oriental, como el hinduismo y el budismo.

En todo caso, entre más leemos y releemos fabulistas de diferente tiempo y nación, notamos que la acción presentada por los animales en cada relato es semejante a un pequeño teatro al que asistimos para “purgar”, en el sentido dado por Aristóteles, cierto aspecto de nuestro ser o del convivir con otros. Y al igual que en una tragedia, al acercarnos a esa representación de bestias parlantes, sentiremos temor, porque podemos caer en una situación análoga a la expuesta en la fábula, o tendremos algún tipo de compasión debido a que, al evidenciar un vicio moral en otros, entenderemos la lucha interior por la que pasa el personaje, puesto que nosotros alguna vez lo padecimos o aún hoy seguimos luchando para superarlo.

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Ilustración de Gustavo Doré.

El ruiseñor enamorado y la golondrina fugaz

A veces los actos compasivos de amor, cuando son más necesarios para alguien, ponen a uno de los amantes en el dilema de desaparecer o mantenerse. O si no, repárese en la historia del ruiseñor enamorado y la golondrina fugaz.

Un ruiseñor, de canto fuerte y alma sensible, se enamoró de una golondrina. Fue en julio, al regresar las dos aves de uno de sus vuelos migratorios. El ruiseñor, con silbidos expresaba su adoración por la golondrina, también le ayudaba a hacer su nido, le buscaba insectos especiales para su alimentación, y advertía con trinos de los gavilanes que merodeaban a su amada. La golondrina decía también amar al ruiseñor: le prodigaba besos furtivos, respondía con su canto al llamado y con sus gorjeos exaltaba al cantor que la miraba extasiado.  Todo parecía ir muy bien. A las dos aves les encantaba volar juntas en el cielo azul y expresar, aunque a la golondrina no tanto, su felicidad al viento. Sin embargo, por causa de una tormenta, el ruiseñor se fracturó una de sus alas. Le pidió, entonces, a su amada que todas las tardes volara cerca al nido. La golondrina dijo que sí. Y por varios días pasó veloz muy cerca de donde estaba el ruiseñor, alegrándolo con esa visita fugaz. Pero empezó a cansarse de ese rito del crepúsculo. En su corazón sintió la tentación del abandono, y lo que era un acto frecuente se volvió escaso, hasta desaparecer. Dicen que el ruiseñor aún sigue esperando el pasar de su amada golondrina y, que por eso, se lo escucha cantar durante horas desde el final de la tarde hasta bien entrada la noche.

Alexander Wells

Ilustración de Alexander Wells

El zorro y el chacal ventajoso

De tanto deambular por el mismo bosque, un zorro terminó por hacerse amigo de un chacal. El zorro le compartía muchas cosas: el territorio de caza, las presas que conseguía y, en algunas ocasiones, su guarida. Así pasaron muchas estaciones. Pero en un invierno, largo e inclemente, la comida escaseaba y los días pasaban sin que los dos amigos probaran un bocado. Frente a esa situación, decidieron separarse para buscar alimento. El zorro escarbando aquí y allá pudo encontrar una carnuda liebre. La mató y la escondió al lado de una gran roca, cubriéndola con hojas para luego compartirla con su amigo. El chacal encontró una camada de ratones en la cepa de un árbol viejo. Apenas logró entrar a la madriguera de una vez devoró apresuradamente todos los roedores. Terminada la comida, que por el afán le produjo un dolor estomacal, se echó al piso agarrándose la barriga. Así lo encontró el zorro.

—Mi única caza fue un flaco ratón y, con esta hambre, apenas alcanzó para un bocado.

— Entiendo, dijo el zorro, con cierta suspicacia.

—¿Y tú hallaste algo?, preguntó el chacal sobándose el vientre.

El zorro le habló a su amigo de la caza de la liebre, y dónde la tenía escondida para compartirla.

—¡Qué detalle el tuyo! —exclamó el chacal, yendo a paso lento por el dolor en su panza.

— ¡Vamos —repuso el zorro—, la tengo detrás de aquella roca!

El chacal, por todos los ratones ingeridos, apenas podía seguirle el paso al colega. El zorro se adelantó un poco, llegó a la roca, escarbó hasta encontrar la liebre muerta y la puso a la vista. Pasados unos minutos llegó el chacal y encontró al compañero entusiasmado:

— Ven, empieza tú —dijo el zorro.

— No, con este dolor no tengo ganas de nada —repuso el chacal—, sobándose el estómago.

— Si ese es tu deseo… —replicó el zorro, empezando su merienda.

Cuando iba por la mitad volvió a insistirle al amigo:

— Acércate, aquí tienes tu parte.

—No me siento bien —contestó el chacal.   —Mejor cómetela toda, que por lo que veo está deliciosa —agregó.

—No te imaginas cuánto —musitó el zorro.

Enseguida, con total fruición terminó de degustar poco a poco la liebre. Satisfecho de aquel banquete, se tendió sobre la hierba. El chacal, dando muestras de indigestión, vio al zorro quedarse dormido en una envidiable placidez.

Bien lo dice el felino refrán: “El amigo ventajoso con el tiempo pierde el alimento más precioso”.

La fábula: sabiduría práctica y espíritu crítico

16 domingo Sep 2018

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Fábulas

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Ilustración de Félix Lorioux

Ilustración de Félix Lorioux.

La fábula continúa siendo una tipología textual capaz de sugerir, de aludir de manera indirecta asuntos o eventos que, de otra manera, serían demasiado evidentes o rayarían con la ofensa o la afrenta retadora.  Al estar organizada desde una estructura alegórica permite la ironía, el espíritu crítico, el humor o la sátira. La fábula, en esta perspectiva, toma ideas abstractas para representarlas de forma plástica. Hace tangible una idea, un concepto, un sentimiento, un vicio o una virtud humana.

Desde las ya clásicas fábulas de Esopo, pasando por las de Fedro, Babrio y todas aquellas otras de cuño medieval (las de Odón de Cheriton), hasta las ideadas o reelaboradas hacia el siglo XVII y XVIII por La Fontaine, Samaniego o Iriarte, esta forma de “enseñar deleitando” ha sido un recurso didáctico para aproximar a chicos y grandes en cierta sabiduría de la vida, cuando no en unos referentes de formación moral. Por ser elaborada de manera concisa y directa, por echar mano de las particularidades del mundo animal como espejo para la conciencia de los hombres, la fábula sigue ofreciendo amplias posibilidades creativas y, para los que amamos la educación, ofrece un caudal de recursos formativos.

Como bien lo ha estudiado Carlos García Gual y Rodríguez Adrados, la fábula está elaborada según un esquematismo o “armazón lógica” de tres elementos: a) una situación inicial, en la que se expone determinado conflicto b) una actuación, en la que los personajes eligen y toman decisiones y c) una evaluación de la acción o comportamiento elegido. En muchos casos la fábula tiene una lección o moraleja expresada al inicio (promitio) o al final de la misma (epimitio), aunque por la misma forma de elaborarla puede tener implícita la lección moral o el consejo esperado. Sea como fuere, la brevedad y la intención moral son consustanciales a la fábula. El efecto buscado es que el lector “entrevea” o induzca la sabiduría práctica derivada de esa pequeña narración.

Al poner a los animales a representar los variados aspectos de la condición humana, la fábula contiene un dramatismo exaltado por los diálogos o el juego agonista, por lo general, entre dos personajes. Dicho contrapunteo conlleva a la médula de la fábula; de allí que, en varios textos se dejen de lado extensas descripciones o se use la omisión de aspectos de la trama. Todos los elementos de la fábula están imantados por la “lección moral” o el “consejo práctico” subyacente. También por eso, se usan pocos elementos para pintar a los protagonistas o se parte del supuesto de que los lectores saben asuntos que no merecen explicarse. La fábula, como la caricatura, omite aspectos o detalles para concentrarse en su mensaje fundamental.

Sobra decir, y hay autores contemporáneos como Augusto Monterroso para ilustrarlo, que la fábula pone al descubierto, saca los “trapos al sol”, ayuda a develar lo que a todas luces desea mantenerse escondido, muestra el abuso del poderoso frente a las limitaciones del débil. Hay una función crítica de fondo, una intención de desenmascaramiento tanto a nivel personal como colectivo, que le otorga a la fábula un carácter contestatario o de denuncia. Y si bien provoca alguna sonrisa, ese gesto en el lector es el resultado de haber descubierto una verdad detrás de una modesta ficción, o descubrir tras la ironía, lo que con disimulo o fuerza las personas o la sociedad han tratado de ocultar.

Las fábulas que siguen son un pequeño ejemplo de lo que acabo de exponer, y son de igual modo una invitación para que los maestros y maestras renueven la lectura y escritura de esta tipología textual, tanto o más útil en nuestros días cuando campean, con total desvergüenza, los vicios morales y los contravalores. Estoy convencido de que volver a poner la fábula en el aula de clase es un excelente recurso para ejercitar el pensamiento crítico de nuestros estudiantes.

Jerry Pinkney

Ilustración de Jerry Pinkney

El gato y el ratón malherido

—¿Por qué no me matas de una vez —rogó el ratón malherido al gato.

El felino apenas lo miraba de soslayo, celoso de que la presa se escapara de sus garras.

—Prefiero la muerte a esta humillación —exclamó el roedor a punto de fallecer.

El gato hacía caso omiso a todos los reclamos del ratón. Ponía una pata sobre el roedor, pero sin ahogarlo; clavaba sus uñas pero en partes no tan vulnerables. Apretaba y soltaba a la vez al ratón en un juego inclemente.

—Al menos salva mi dignidad —suplicó entre ayes el roedor.

El gato observó medio muerto al ratón y pensó que lo mejor de la cacería no era atrapar a alguien, sino tenerlo sometido a su voluntad.

Ilustración de Jean-Ignace-Isidore Grandville

Ilustración de Jean-Ignace-Isidore Grandville

La cacatúa habladora y la vieja de manos huesudas

Para aquellos que desean siempre tener la última palabra, vale la pena recordar lo que le pasó a la cacatúa habladora y la visita fugaz de la vieja de manos huesudas.

Cuando alguien en una reunión iba exponiendo una idea, la cacatúa habladora levantaba su penacho e interrumpía el discurso para agregar algo semejante a lo que su interlocutor venía expresando; en otros casos, lanzaba una idea y ella misma se la respondía sin dar tiempo a que los asistentes dieran sus opiniones. También era común, que en las fiestas a donde era invitada, antes de que terminara el banquete la cacatúa parlanchina se trepara a una viga para hacer una intervención de cierre. Durante muchos años así se comportó la cacatúa parlanchina en las juntas o los eventos sociales donde asistía.

Hacia la mitad de su vida, una penosa enfermedad hizo que la cacatúa se resguardara en su nido. Estando allí, recibió la visita de una vieja de manos huesudas. El ave no tuvo tiempo de hacerla entrar porque, cuando se dio cuenta, la vieja ya estaba sentada a su lado.

—¿Muy enferma? —preguntó.

Antes de que la cacatúa le contestara, la vieja se respondió:

—Son buenos, de vez en cuando, estos reposos.

El ave quiso replicarle pero la vieja seguía en su monólogo:

—Yo visito a muchos enfermos, esa es mi tarea diaria.

La cacatúa empezó a sospechar que esa visita no era común. La vieja se levantó de donde estaba y mirando al ave le tocó con su dedo huesudo el curvado pico.

—Y a varios de ellos, les escucho decir sus últimas palabras.

La cacatúa miró a la vieja con ojos de súplica, porque deseaba vivir aún muchos años, y por primera vez guardó silencio.

Iela y Enzo Mari

Ilustración de Iela y Enzo Mari.

La mariposa insatisfecha

Una mariposa, de hermoso colorido, deseaba tener las tonalidades más bellas de la naturaleza. Aunque ya poseía una forma esplendorosa y unos jaspeados muy llamativos en sus alas, aspiraba que el sol la proveyera de los visos del ocaso. El astro rey le concedió tal don. La mariposa estuvo feliz por un tiempo, pero luego anheló los colores diversos del arco iris. El cielo le cumplió tal anhelo. Sin embargo, en la oscuridad la mariposa perdía su irisado traje. Así que le rogó a la luna que le confiriera la gracia de alumbrar en la noche. La luna, que sigue siendo una diosa de concesiones inapelables, aceptó dicha petición: la convirtió en una luciérnaga. “¿Y mis coloridas alas?”, preguntó la mariposa. La luna fulgurante permaneció callada.

Stéphane Poulin

Ilustración de Stéphane Poulin

El amo malhumorado y sus dos perros

Un amo de temperamento irascible y ánimo voluble tenía dos perros en su granja. El primero era dócil y propenso a zalamerías, se llamaba “Servil”; el segundo, algo reservado, buen guardián y cazador, tenía por nombre “Servicial”. El amo, cuando estaba tranquilo, al uno le daba la comida en la mano mientras le acariciaba el lomo; al otro, le lanzaba el alimento sin muestras de cariño. Las cosas eran distintas cuando el genio le cambiaba al amo: al primer animal lo maltrataba con insultos y patadas, en tanto al segundo lo agredía solo con palabras. Así eran las cosas en casa; pero cuando el amo iba de cacería, “Servicial” era más efectivo para perseguir conejos; en cambio “Servil” se dedicaba a ladrar, daba unas cortas vueltas en el bosque y volvía a buscar las caricias de su dueño. De regreso a la granja, el amo furioso, pateaba e insultaba a “Servil” y elogiaba en silencio a “Servicial”. Ya más tranquilo, cuando terminaba la jornada, el amo se sentaba a descansar y observaba con atención a sus dos canes. En el fondo de su corazón sentía por un perro afecto con desprecio y, por el otro, respeto con admiración.

 

 

Cinco pecados capitales

02 domingo Sep 2018

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Fábulas

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Ilustración de Edward Bawden.

Ilustración de Edward Bawden.

El pavo real y la gallina cenicienta

El pavo real miraba con desdén a la gallina cenicienta. “Muy opaco es tu vestido”, le decía. “Nada de lustre tienen tus plumas”, volvía a recriminarle mientras extendía su hermosa cola multicolor. La gallina lo observaba con curiosidad. “¿Y no sufres por tan pobre vestido?”, preguntó orondo el pavo. “No, dijo la gallina, mi mayor orgullo no está en mis plumas, sino en mi vientre: otros se benefician del huevo que pongo todos los días”.

 

El cuervo y el ruiseñor

—No sé por qué dicen que es el canto más bonito —dijo el cuervo a un grupo de compinches.

—A mí me parece un canto igual al de otras aves —volvió a comentar, moviendo su larga cola para mantener el equilibro.

Subidos en la rama de un alto cedro los cuervos escuchaban a su camarada.

—Además, ese canto es débil, casi que ni se escucha…

El viento avivó el canto del ruiseñor y fue como una bofetada para el cuervo que con su pico buscaba alimento entre las hojas.

—Yo mismo poseo un repertorio que ya quisieran escuchar los habitantes de este bosque.

Y sin que sus acompañantes confirmaran el comentario, empezó a entonar unos graznidos gruesos, repetitivos, sin ninguna melodía o unidad tonal.

—¿Escucharon? La fuerza de este canto es digno de alabanza…

Los compinches asintieron con la cabeza y se sumaron en un coro que parecía más un croar de ranas que una alborada de pájaros.

El viento trajo de nuevo el canto del ruiseñor, tanto más hermoso cuanto disonante era la voz de los cuervos.

—Ese canto me molesta, irrita mis oídos —dijo el cuervo.

—Deberíamos alejar esa ave de este árbol…

Los secuaces del cuervo aceptaron la invitación y levantaron el vuelo hacia la copa del árbol donde estaba ubicado el ruiseñor.

—Vamos, vamos… que se vaya con su trinar a otra parte…

El ruiseñor que no había escuchado nada de la conversación entre los cuervos, apenas tuvo tiempo de huir al ver llegar a su rama una avalancha de alas y de picos agresivos.

—¡Qué tristeza! —dijo el ave— ya no lo dejan a uno tranquilo para tratar de imitar, con este canto, la alegría que siente el corazón al llegar un nuevo día.

 

El cerdo choncho y el gato criollo

El gato miraba al cerdo comer desaforadamente. Le sorprendía ver cómo su colega de granja devoraba yucas, plátanos, maíz y cuanta cosa encontraba a su paso. Pero lo que más le asombraba era el afán con que ingería todos esos alimentos. Subido en una mesa, con timidez increpó al puerco que lo escuchó sin levantar el hocico:

—Y por qué come usted con tanto afán?

El cerdo refunfuñó alguna respuesta que resultó confusa en medio del ruido al triturar una montaña de desperdicios.

—¿Y cuándo sabe usted que ya está lleno?

El cerdo ni siquiera se inmutó. Decepcionado de este diálogo fallido, el gato bajó de la mesa y fue a acomodarse en una banqueta cercana.

El cochino, después de hozar en un barrial buscando lombrices, se echó cerca de la cocina de la casa y empezó a roncar. Esta situación se repitió muchas veces. El gato pudo notar que con los años el puerco engordaba más y más. Hasta que en un diciembre, los chillidos del cerdo cuando lo iban a matar, llevaron al gato a profundas reflexiones:

—Mejor ser flaco y seguir con mi dieta de tomarme poco a poco el platillo diario de leche y algún ratón casual. De esta manera mantendré muy lejos el cuchillo del amo.

 

El toro de lidia y el buey manso

 “No sé cómo aguantas ese yugo todos los días”, le dijo el toro de lidia al buey robusto. El colega, cabizbajo, seguía comiendo su concentrado, detrás del cercado que los separaba. “Yo no me aguantaría ni un día esas labores”, agregó el toro raspando con una de sus patas el prado. El buey levantó la cabeza y dio una respuesta con toda tranquilidad: “Uno se acostumbra a lo que parece imposible”. El toro replicó: “A mí, si llegaran a castigarme como a ti, embestiría con toda mi violencia al vaquero de turno”. El buey repuso con serenidad: “Yo no siento rencor por quien me alimenta y me da techo”. El toro continuó: “A mí me hierve la sangre y enloquezco cuando veo un lazo o una cuerda que intentan detenerme”. El buey miró al toro con extrañeza: “Mi defensa es mi calma; con mi lentitud controlo a los que me hostigan”. La conversación entre las dos bestias corpulentas fue interrumpida por la llegada de un camión. Eran los encargados de conducir el toro de lidia a la plaza. El buey vio al toro embestir una y otra vez a quienes intentaban meterlo en el vehículo. Escuchó después los bufidos del animal, su pataleo, y la algarabía victoriosa de los vaqueros cuando acabaron con éxito aquella faena matutina. “Tarde que temprano ese hervor en la sangre conduce a buscar la propia muerte”, pensó el buey, a la par que continuaba degustando el desayuno.

 

La urraca encandilada

Cuentan que una urraca se dedicó a guardar en su nido metales, anillos o cosas brillantes parecidas. Llevaba dichos objetos a su dormitorio, construido en la rama de un alto árbol. Los demás habitantes del bosque la veían ocupada en esta labor de amontonar baratijas que tuvieran un lustre o un destello. Con el tiempo, la urraca poco comía y solo procuraba encontrar más de estas cosas fulgurantes o relucientes. Varias palomas contaban que desde lejos, especialmente en la mañana, se podía apreciar el resplandor que salía del nido de la urraca, pero que nadie podía acercarse hasta allí, so pena de recibir una sarta de picotazos. Se sabía también que no contenta con ese montón resplandeciente, la urraca empezó a llevar a su nido pedazos de espejos, pues se sentía orgullosa de ver multiplicadas sus pertenencias doradas en aquellos fragmentos de azogue. Y que de tanto llenar su nido de ese cúmulo de hojalata el peso de tales objetos la sepultó una noche mientras dormía. Un pájaro carpintero la encontró así, entre trozos de espejos, cubierta por las hormigas que la habían vuelto su gran festín.

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Tema: Chateau por Ignacio Ricci.

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