Instantánea
El hombre, bajando la cabeza, dejó que sus palabras salieran lentamente.
—Tú tienes la razón —dijo.
La mujer lo miró con odio.
—Claro, esa es siempre tu disculpa.
Cuántas historias de amor imposible por culpa de nuestra desmemoria; por culpa de un olvido o una frase inoportuna.
—Pero, di algo —increpó.
“Para qué repetir una antigua mentira. Para qué”.
—Anda, háblame —gritó.
“Mejor no volver a lo mismo”.
La mujer recorrió con sus ojos la pequeña habitación. La mirada se detuvo en un antiguo retrato familiar. “Tú bien sabes lo de Manuel, querida Luisa; y lo del problemita con Laura. Te lo quiero contar a ti, porque tú me comprendes”.
—Pues yo no tengo nada más que decir —dijo el hombre con amargura.
—Sí, siempre es así.
—No siempre —repuso el hombre, levantándose del lecho.
Afuera llovía. Algún muchacho montaba en bicicleta.
El accidente
El chirrido de las ruedas del automóvil invadió el mínimo corredor del bus. Hizo un eco. Las voces y las miradas de los pasajeros se volvieron hacia diversos ángulos, hasta que al fin lograron ubicar el sitio o la causa del ruido. Un zapato suelto estaba tirado en la avenida. Las personas, afuera, comenzaron a reunirse alrededor del carro color crema. “La mató”. La gente se aglutinaba creando un cerco, una ronda de ojos. “Aún se mueve”. Yo, observando por la ventanilla, alcancé a divisar entre las piernas de los curiosos el movimiento de unos brazos, y vi también cómo el cuerpo de una mujer era levantado. “Deberían llevarla a un hospital”. Miré a mi alrededor y todos los ocupantes del vehículo se habían levantado de sus asientos para contemplar la escena que se desarrollaba en el carril derecho de la avenida. El chofer también se detuvo, irguiendo el torso y buscando mayor información alargando su cabeza. “La culpa es de uno, por imprudente”. Una señora, con una criatura entre sus brazos, le comentaba a una vecina de puesto la historia de un motociclista quien, luego de ser atropellado por un taxi, se paró tranquilo, diciéndole al conductor que lo acababa de estrellar que no tenía de qué preocuparse y, después, levantó su moto, dio unos pasos y “cayó más adelante, muerto”. La amiga, a manera de conclusión le respondió asintiendo la cabeza: “Es el instinto, el instinto lo hace a uno levantarse”. El bus prosiguió la marcha y algunos de los pasajeros continuaron mirando hacia atrás, aunque ya nada podían contemplar de aquel accidente. Luego de unos minutos, una muchacha advirtió que al lado derecho del bus iba la que acababan de atropellar. Todos los pasajeros volvieron sus ojos; la atención se renovó. Hubo otra vez comentarios diversos. Tendida sobre las piernas de un hombre y echada en el asiento posterior de un automóvil color crema, una mujer de edad permanecía desmadejada, como soñando. El carro iba rápido. Las miradas de los ocupantes del bus trataban de verle el rostro a la moribunda. El bus frenó bruscamente; la luz roja de un semáforo lo detuvo. El vehículo que llevaba a la anciana siguió de largo, tomando el desvió de otra avenida. Las personas que aún permanecían de pie mirando a través de las ventanillas recuperaron su sitio y su postura. La señora del niño en brazos seguía contándole a la amiga ocasional de puesto detalles adicionales del motociclista: “no murió al instante, sino cuando se quitó el casco protector de la cabeza”.
Confusión y memoria
—Vi multitud de animales —comentó de un momento a otro Carla, la antigua amiga de José. Dijo estas palabras sin proponérselo; las palabras salieron de su boca, como si ella no hubiera querido decirlas.
—Al final de la avenida —prosiguió Carla— se ven osos embriagados con uvas, que retozan en las ramas de los olmos y castores que se bañan en un lago.
—Ardillas negras juegan en los espesos ramajes —concluyó.
Justó ahí, al pronunciar Carla las palabras “espesos ramajes”, José fue sacudido por una rememoración. Volvió a él, como si fuera un enjambre de avispas guitarreras, un conjunto de frases —similares a las de Carla, pero muy diferentes— que había escuchado allá en su remota infancia.
—“Los resplandores —dijo José—, los resplandores que delineaban hacia el oriente las cúspides de la cordillera central doraban en semicírculos sobre ella algunas nubes ligeras que se desataban las unas a las otras para alejarse y desaparecer”.
Al terminar la frase, dicha a manera de recitación escolar, José quedó en silencio. Carla lo contemplaba fascinada y recelosa al mismo tiempo.
—“Los papagayos de cabezas amarillas, los picos verdes sonrosados, los cardenales de fuego saltan y gritan en los cipreses…”
—No, cipreses no —interrumpió José—. Eran los grupos de palmeras.
—“Los grupos de palmeras —continuó desesperado José—. Las palmeras, su línea invisible, que crea la silueta de las montañas”. Tú no sabes nada Carla, nada sabes porque todo lo has visto en los libros. “No eran cipreses, sino naguares y piaundes, eran pambiles y gualtes, o si prefieres, eran los ‘reyes de la selva’ que empuñaban sus copas sobre ella para divisar algo más grandioso que el desierto, la mar lejana”.
Carla, asombrada, guardó Atala de Chateaubriand dentro de su abrigo negro y, haciéndole un mimo en la cabeza a José, se despidió de él, mandándole un beso desde la distancia.
—Eso es puro Exotismo.
José hizo caso al comentario y prefirió adentrarse en los recuerdos de su infancia.
—¡Exotismo!, como si pudiera haber exotismo en la antigua casa de mi abuelo. ¡Exotismo! Cuando yo, de niño, corría entre el pasto yaraguá persiguiendo pechiblancas y taponas, y mi madre, al llegar yo todo encadillado de mis aventuras, me llamaba la atención porque traía sucia la ropa, manchada de musgo y líquenes porque no paraba de subirme a los guácimos, a los totumos, a los hojianchos, los capotes, los guamos y a los guayabos repletos de hormigas locas.
El extranjero
—¿Quién?, ¿quién es ese que llega?
—Es un extranjero. Alguien que dice traer una buena nueva.
—Pero, ¿quién es?, ¿de dónde viene?, ¿qué camino lleva?
—No, no sabemos, sino que anhela cumplir no sé que destino. Algo que tiene que ver con un hecho que debe cumplirse.
— ¿Acaso es un profeta?, ¿otro de los falsos profetas?
—Quizá. Pero afirman que es muy seguro, muy lleno de sí, de sus palabras, de sus propios pasos. Que se sabe dueño de su camino e intenta que otros lo sigan. Se hace llamar “pescador de hombres”.
—¿Y en verdad hay otros que lo siguen?
—Sí. Algunos. Otros lo intentan, pero luego, pasadas dos o tres lunas, se arrepienten. “Es un exigente”, dicen. Hay demasiados ayunos en su vida.
—Me quedan preguntas sin resolver. Por ejemplo, ¿por qué eligió este pueblo, esta aldea y no otra? ¿Por qué nuestro suelo?
—Él dice, según me cuentan, que vino a esta región porque es acá, precisamente, donde todos tememos al contagio. Donde cada uno teme ser tocado por los forasteros. Y donde, según afirma, castigamos sin clemencia al peregrino.
—Eso son falsos rumores. Siempre hemos abierto la puerta al extranjero.
—No. Él dice que no habla de puertas de madera, sino de otras, mucho más sólidas y menos evidentes. Habla de las puertas del espíritu y agrega que, por eso, somos duros con nuestros semejantes. Predica, según me ha dicho, que nosotros debemos abrir de par en par las puertas de nuestros corazones.
—Loco debe ser. ¿Cómo puede pedirnos tal cosa?
—Sí, algo loco debe estar. Pues, montado en un burro atraviesa nuestras calles, sin ni siquiera tener esclavos que le carguen sus maletas. En un burro. Y, sin embargo, la gente ofrece a su paso hojas de palma, cuando no sus mantos.
—Gente ridícula. ¿ni que fuera un rey?
—Nada se sabe al respecto, sólo que viene de muy lejos, de un reino que a todos nos pertenece y que, sin embargo, desconocemos.
—Claro que es un loco. Solo ellos ofrecen tales cosas.
—En todo caso, él se sabe enviado. Viene en nombre de alguien. Habla de su padre, como si fuera un rey mayor, como si fuera su soberano.
—Bueno, eso es más cuerdo. Digamos que él es un emisario.
—No es muy claro, porque a veces él mismo se llama Dios. Él mismo es su rey y su siervo, su potestad y su obediencia.
—¿Y cómo cubre su cuerpo?
—Extraña es su actitud y extraños sus vestidos. Anda desnudo y no le importa.
—¿Y tú lo has visto, dime, lo has visto?
—No, no lo he visto. Nunca lo he visto. Pero quisiera verlo.
—Yo también, aunque fuera por mera curiosidad. Sería muy raro hallarse de frente, así de pronto, con uno que dice llamarse Dios… Aunque, pensándolo bien, mejor no. De pronto al verlo, pierde su encanto. En fin, debe ser uno de los tantos caminantes que al verlo pasar nos hace sentir nuestra rutina sedentaria. Un extranjero de esos que, como el viento, por unos instantes mueven algunas de nuestras empolvadas hojas.
—Yo sí quisiera verlo, pero conocerlo en verdad. Porque de él no se tienen sino comentarios. Verlo, estrechar su mano y decirle: mire, yo soy uno de los tantos que ha oído hablar de su reino; por favor, explíqueme dónde queda o qué hay que hacer para llegar allá… Yo quisiera encontrarme frente a frente con ese hombre.